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Abejas

Abejas

Abeja, Claire Preston, editorial Melusina, 2008. Título original: Bee, Londres, 2004.

(Es posible encontrar en Internet una muestra de la edición original inglesa en http://books.google.es/).

A pesar de su título, este libro no trata sino secundariamente de las abejas, y se interesa sobre todo por nuestro modo de pensarlas, de apreciarlas y de mitificarlas, desde la antigüedad hasta nuestros días. Es un libro tan elegante, erudito y melancólico como una conversación académica y un té con pastas en la galería acristalada de una antigua casa inglesa, en otoño. Bien documentado, con su cronología, sus rigurosas notas, sus agradecimientos, sus referencias digitales, sus créditos fotográficos, ¡y su índice analítico!, ¡ese que tanto echo de menos en multitud de apresurados libros españoles!

No faltan en la obra algunas paradojas mordaces, un poco misántropas, de fino humor inglés. Así cuando se nos recuerda que la abeja es más antigua que los apicultores y que ya evidenciaba un sorprendente “comportamiento civil” antes de que los hombres hubieran desarrollado nada parecido a una organización social. En efecto, cuando el humano se convirtió en “animal político”, primero robó miel a las abejas silvestres, luego las mató en sus nidos para robarles los productos de su trabajo y, por fin, aprendió a sustraerles sus pertenencias “civilizadamente”, dejándolas vivir y reproducirse. Por último, provocó problemas ecológicos manipulándolas genéticamente.

La autora –de la que me ha sido imposible encontrar referencia alguna en la Red- hace todo un repaso de la mitología de la abeja y sus productos. La abeja figura en multitud de mitos originarios, alimentando a los dioses en su infancia, asociada al folclore y la teología, muchas veces, vinculada simbólicamente a la imagen de lo divino. El antropólogo Lévi Strauss situó muy acertadamente a las abejas y la miel en la transición entre naturaleza y cultura, ¡en ese espacio tan peligroso como inestable, en el que nos jugamos nuestro equilibrio y nuestra felicidad!

Para la tradición occidental, la miel, además de un alimento y una medicina, representa la elocuencia, la inmortalidad y el placer. La autora recuerda la leyenda de Platón, abandonado de niño en el monte Himeto, cerca de Atenas. El nene sobrevivió porque las abejas depositaron miel en sus labios, y por eso sus palabras resultaron ser luego tan dulces como persuasivas. También se dice del poeta Píndaro que se alimentaba con la miel que las abejas ponían en su boca mientras dormía, y la misma leyenda se extiende en la tradición cristiana a San Basilio, San Ambrosio de Milán (340-397) y San Bernardo de Claraval (1090-1153). Los dos últimos recibieron el título de doctor mellifluus (maestros de los que mana la miel), a causa de la dulzura de su retórica.

Hoy sabemos que la salud de los ecosistemas puede parcialmente medirse por la de las abejas, tal vez esa sea la intuición contenida en el mito de la Tierra Prometida o de la Jerusalén Celestial, cuyas fuentes manan miel. También el Corán promete ríos de miel en su paraíso.

Pero aunque hayan inspirado a los filósofos estoicos o hedonistas, nada menos hedonista ni autónomo que una abeja. “Una sola abeja no es abeja”.  Miembro de la orden de los Himenóptera, sección Aculeata (con aguijón), la abeja pertenece a una de las 20.000 especies que integran la superfamilia Apoidea (las otras dos superfamilias de Aculeata incluyen a avispas y hormigas, avispas que perdieron su aguijón). Apoidea incluye todos los insectos “sociales” o “políticos” -con excepción de las termitas, que pertenecen a otro orden-, es decir pertenecen a los insectos que forman comunidades de producción, reproducción y extensión.

Contra lo que se cree, la mayoría de las especies de abejas no son animales sociales. Las que sí lo son pertenecen a las subfamilias Apinae y Meliponinae (éstas últimas, abejas sin aguijón, ya domesticadas por los mayas). De todas ellas, la más conocida es Apis mellifera, presente natural o artificialmente en todo el planeta. Este nombre, acuñado por Linneo en 1758, se presta a confusión porque las abejas no buscan o transportan miel, sino que la producen en su saco, mezclando el néctar con enzimas propias, y la almacenan en su colmena. Linneo quiso rectificar el nombre llamándola millifica (fabricante de miel) en lugar de mellifera (portadora), pero sigue usándose el más antiguo de los dos, según inflexible ley taxonómica.

Apis mellifera es originaria de Eurasia, puede que de Afganistán y sus alrededores, pero las tradiciones apícolas orientales son más pobres que las occidentales, tal vez porque los europeos y nórdicos tienen que ser más golosos. La especie ha medrado con éxito en todas las zonas templadas del planeta, especialmente en América y Oceanía. A diferencia de otros miembros de Apoidea que tienen exoesqueletos quitinosos, lisos y brillantes, las abejas son peludas para poder capturar el polen de las flores. Obreras y reinas tienen aguijones capaces de inyectar veneno, pero el de la abeja, al contrario que el de la avispa, es dentado, lo que explica que no pueda extraerlo de sus víctimas sin desgarrarse interiormente y fallecer.

Anota la autora que la abeja tiene un cerebro excepcionalmente grande para ser insecto (1 mg), con ganglios nerviosos ventrales que controlan sus actividades motoras y que le permiten, aun decapitada, seguir volando, caminando y picando. Como en muchos insectos, los machos poseen ojos más grandes para poder localizar a la abeja reina en pleno vuelo, asirla y  fecundarla.

Las abejas emiten sonidos a través de los espiráculos del tórax, y aunque no tengan oído, no sabemos bien cómo, estos sonidos o vibraciones les sirven de vehículo de comunicación, así como los aleteos y los movimientos de danza descubiertos y estudiados por Karl von Frisch. Sus dos antenas poseen potentes órganos sensoriales para el tacto y a los olores. Se sabe que son muy sensibles a los campos eléctricos, lo que explica su agitación antes de una tormenta. Perciben el campo magnético de la tierra y emplean este conocimiento para orientarse en vuelo y construir colmenas, habiéndose demostrado que su capacidad de constructoras y reproductoras no se ve afectada por la ingravidez.

A diferencia de las carnívoras u omnívoras avispas, que pueden picar y morder repetidas veces, las abejas se alimentan únicamente de miel elaborada con néctar, polen y agua, así como con las secreciones azucaradas de otros insectos. El polen, muy rico en proteínas, alimenta a las abejas jóvenes y a las larvas. Además de miel, las abejas fabrican otros alimentos como la jalea real o la leche de abeja, destinada a la alimentación de las larvas.

La reina es atendida permanentemente por un séquito de obreras, encargadas de alimentarla, asearla y mantener constante la temperatura y humedad de su habitáculo, para que pueda realizar eficazmente su única función: poner huevos. Los zánganos sólo sirven para aparearse con la reina y cuando esto sucede son expulsados de la colmena y condenados a morir de inanición.

Todas las obreras son constructoras, nodrizas, fabricantes de polen, cereras, guardianas, porteras y exploradoras, según su edad o grado de desarrollo. La reina puede llegar a los cuatro o cinco años, las obreras rara vez viven más de cuatro o cinco semanas en verano, y un par de meses si han nacido fuera de temporada y están destinadas a invernar. Una colmena artificial de melíferas puede albergar entre 40.000 y 100.000 individuos, todas descendientes de una sola reina. En estado natural, son menos numerosas.

La reina virgen realiza un solo vuelo nupcial que le proporciona, una vez fecundada por los zánganos, suficiente esperma para toda su vida reproductiva. Cuando regresa al nido pone un millar de huevos por día, depositados en celdas de cera construidas por las obreras. Una sola abeja ya desarrollada puede producir la mitad de su propio peso en cera. Cada día eclosionan centenares de larvas destinadas a convertirse en obreras infértiles, pero sólo unas pocas larvas son criadas como reinas, cuando la reina muere, es infértil o se lleva consigo un enjambre. Los escasos huevos no fertilizados resultan zánganos.

Las abejas más agresivas de todas son las subsaharianas, que atacan masivamente a los intrusos. A mitad del siglo XX, la imagen de la laboriosa y pacífica abeja empieza a ser sustituida por el mito de la “abeja asesina”. Esto se debe a un hecho histórico. El genetista brasileño Warwick Kerr quiso mejorar la producción de miel en América del Sur, y se le ocurrió mezclar a la subespecie africana Apis mellifera scutellata con la abeja melífera occidental, pensando que obtendría un híbrido más pacífico que la abeja africana pero tan productivo como la occidental. En 1956 importó abejas de África del Sur y Tanzania. Pero los híbridos “africanizados” se escaparon y manifestaron más el comportamiento de sus ancestros africanos que de sus pacíficos ancestros occidentales, mostrándose más aptas para reproducirse y enjambrar a toda velocidad que para producir miel, así que su territorio empezó a crecer de forma constante, hibridizando además a las abejas occidentales americanas. La “africanizadas” en 1975 ya estaban en la Guayana francesa, en 1986 llegaron al sur de Méjico, y en 1990 al sur de Tejas. En 2002 había colonias de abejas africanizadas en el sur de California, Nevada, Arizona y Nuevo Méjico. Los científicos piensan que avanzarán más hacia el este y norte de estos territorios, hasta que el clima les detenga, ya que son incapaces de almacenar suficiente miel para sobrevivir a los meses de invierno.

La imaginación popular se ha encargado de exagerar los problemas que estas abejas han causado. Su veneno no es más potente que el de las nuestras, pero atacan en grupo y son capaces de perseguir un kilómetro a los depredadores, aunque el ataque a humanos ha sido muy raro han adquirido la reputación de “abejas asesinas”.

De este modo, la imagen tradicional de laboriosidad comunitaria y pacífica de las abejas, símbolo de la fraternidad republicana, ha cambiado. Contribuyó también a ello el que en la era postindustrial el “espíritu de la colmena” simbolizara también el comportamiento desalmado de la masa o de la turba popular, el terror del enjambre irreflexivo, enceguecido y violento, que de manera impredecible puede atacar al individuo indefenso, o resulta fácil de alienar por el poder fanático de un tirano. La colmena, como una nación desprovista de imaginación y fantasía.

Lo cierto es que su función polinizadora es tan importante que si las abejas desaparecieran de nuestro entorno desaparecería la tierra tal y como la conocemos hoy. En el libro de Claire Preston se recoge el poema de Linda Pastan que imagina esta eventualidad: “La biografía de la abeja/ está escrita en la miel/ y se acerca su final.// Pronto el zumbido/ monódico del verano/ callará/ del todo;// las flores, mitigadas,/ arderán/ por última vez/ antes de apagarse”.

Bien triste es que corran malos tiempos para las abejas, pues los traslados masivos de estos animales para la polinización de vastos cultivos ha propagado plagas que las diezman; están expuestas a la agresión de los insecticidas; pero la peor amenaza es el monocultivo.

Para Maurice Maeterlinck (La vida de las abejas, 1901), el “genio de la colmena” nos enseña las virtudes del trabajo ardiente y desinteresado, la misma lección que nos ha trasmitido desde los tiempos de Hesíodo que apunta al principio menos visible y más vasto: el del futuro. Las abejas insisten con su decorosa conducta comunitaria, en que aprendamos a mirar más allá de nuestros intereses a corto plazo.

Para la autora, la abeja esculpida por Bernini y rota por el descuido o el energumenismo humano en la Fontana degli Api de Roma, resulta un símbolo descorazonador sobre nuestro mundo presente, un símbolo inquietante sobre el porvenir de las abejas, y el de nosotros mismos.

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