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SIGNAMENTO

Cartas de un Maestro

Cartas de un maestro. Sobre la educación en la sociedad y en la escuela actual. José Penalva Buitrago. Biblioteca Nueva, Madrid, 2008

 

Rescatar a la educación del despotismo de las ideologías, la burocracia, el psicologismo, el pedagogismo y, en fin, las pseudociencias, va a ser como limpiar los establos de Augias: labor hercúlea. Todo el mundo cree entender de educación sin haber leído antes a los verdaderos educadores de la humanidad y, en algunos casos, sin tener siquiera una educación. Y todo el mundo culpa al magisterio y al profesorado si el “sistema” no funciona, y sin embargo, gracias al voluntarismo de maestros y profesores queda algo de educación pública, bastante, más incluso de lo que creen en el fondo los políticos.

Todos corremos de un lado a otro para realizarnos, hacer carrera, triunfar, ser felices o pagar la hipoteca… A los niños –y a los viejos- los hemos arrojado a los pies de los monitores desde los cuales se les halaga diciéndoles que tienen derecho a todo en un mundo en el que sobra con pagar un curso multimedia para aprender inglés, y basta darle patadas a un balón para ser un ídolo, o es suficiente acostarse con un famoso torero para alcanzar la fama, esa hermana bastarda y espectacular de la gloria... En este mundo mediático en que se impone la lógica de la apariencia y del espectáculo, virtual y más falso que una onza de chocolate, al maestro y a la profesora no pueden tocarle más roles específicos que el de hacer de aguafiestas... Obligan a madrugar, a concentrar las facultades, a olvidar la adulación del mentiroso, a mirarse en el espejo de la realidad, en el que soy uno de tantos, y lo que es peor: mandan hacer los deberes, cuando se me ha convencido de que no tengo más que derechos…

A la Educación no le faltan en España expertos y asesores, técnicos de despacho y cursillo, teóricos de relumbrón, diseñadores de consignas, inspectores e inspectoras, burócratas y editoriales. Lo que obviamente falta es reconocimiento para los que en ello estamos, toreando para sombra y para sol, enfrentándonos a los todavía no educados todos los días. Ya lo he dicho, todos vamos a lo nuestro, y la educación es no rentable, sus resultados no sirven para ganar las próximas elecciones, sólo cuentan a medio y largo plazo.

Con una legislación que ni siquiera reconoce la obligación del alumnado de obedecer al maestro y al profesor, y con unos educadores (me refiero muy especialmente a los que de verdad dan el pecho, no a los que están mirando), desacreditados por los Medios, tratados como reaccionarios, insolidarios o perezosos por sus gobernantes, o como meros instrumentos técnicos, o como vulgares proletarios que sólo se mueven por dinero y vacaciones, es un milagro que el fracaso social no convierta del todo el sistema educativo en un infierno, o que queden licenciados y doctores brillantes, dispuestos a jugarse la salud, e incluso la integridad física, en las aulas.

Donde hay poder, o abuso de poder, siempre se halla por fortuna alguna resistencia. El autor del libro que comento rompe una lanza a favor de los profesionales de la educación, reivindicando su protagonismo, a la par que los valores autónomos, trascendentes, humanistas y clásicos de la educación. Dicho en plata: 1) el educador no tiene que servir a la sociedad actual ni al político de turno, sino a la humanidad, es un funcionario de la humanidad en general, porque no es el sistema educativo el que tiene que adaptarse (o corromperse) según las tendencias sociales, sino las tendencias sociales las que deben ser corregidas desde los valores de la educación; 2) los principales valores de la educación no son la utilidad económica, ni la adaptación al medio, sino la verdad científica y el bien común: el conocimiento y civilización; 3) La educación es imposible sin disciplina, porque la libertad es imposible sin autocontrol, sin tamplanza, coraje, prudencia y sentido de la justicia (virtudes seculares -no religiosas- completamente olvidadas). O dicho de otro modo, no es posible educar al que no quiere ser educado, a quien no tiene la voluntad de mejorarse, bien porque prefiere la mentira y el placer inmediato, bien porque ya se cree sabio y perfecto, y ni siquiera reconoce -como Sócrates- al imbécil que lo habita.

Sin tecnicismos de brujo ni pedanterías de meritorio, José Penalva Buitrago cuenta que lo principal es que los niños crezcan en humanidad, lo mejor es sacar de cada uno lo mejor de lo que tiene, pero tal cosa es imposible sin esfuerzo, sin sacrificio y aversión a la mentira. El esfuerzo y la curiosidad cuentan más que cualquier técnica emotiva o cognitiva, conductista o contructivista.

La tesis del libro es que “la raíz del fracaso” está en una errónea consideración de la figura del profesor. Yo diría más bien que el meollo del problema está en la “desconsideración” generalizada hacia el profesor, su pérdida de autoridad (reconocimiento social).

Las Cartas del apócrifo maestro de Penalva se dirigen a una madre (sobre la disciplina), a un padre (sobre la familia y su principalísima función educadora), a un profesor “innovador”, a una adolescente (sobre el efecto perturbador de las pasiones), a una antigua alumna, a un sindicalista, a un investigador, a un constructivista y a un “comisario inspector”. Acaban con una hermoso canto a la esperanza.

Los niños sin disciplina confunden fácilmente su capricho con su opinión y su opinión con la razón. El constructivismo quiere que construyamos sobre una razón previa, del todo inexistente. Los padres y madres consentidores –con la complicidad de la tele, claro- fabrican tiranos y déspotas, dispuestos a sacarnos los ojos si no admitimos que sus ganas y su (mal) gusto son el criterio universal del juicio. Nada de fortaleza de carácter, nada de rebeldía auténtica: débiles pajarracos consumistas, aburridos siempre porque no tienen nada dentro para el tiempo, carentes de ilusiones, de fe, de amor y de esperanza. Tendrían que ser solidarios, pues se les ha enharinado en “solidaridad” desde la escuela infantil, tendrían que ser pacíficos, porque han celebrado el "día de la paz" en verbenas públicas, pero ni siquiera son capaces de sentir compasión, no tienen experiencia de la carencia y la violencia espectacular "les pone". Sólo les importa hacer lo que les da la gana. O sea, que no son libres ni autónomos, sino esclavos de su gana. Unas ganas que ni siquiera son suyas, pues han sido producidas industrialmente a domicilio y a bajo coste, por la Internacional Publicitaria.

¡Claro que hay que respetar la voluntad del niño!, como piden los psico-dema-peda-gogos… Pero ¡cuando tenga una voluntad! Nadie que sea esclavo de sus caprichos –y de las consignas publicitarias que cifran la felicidad en tener y no en ser, y la alegría en conducir un coche tuneado, en lugar de en ser capaz de disfrutar de los placeres de la lectura, la investigación y el arte noble… “Sólo el hombre que consigue dominar sus pasiones puede disfrutar realmente de la vida, porque es libre de querer y buscar lo que lo engrandece”. Por eso no hay más puerta de entrada a la libertad que la disciplina (la virtud propia del discípulo).

Es difícil que los niños respeten al maestro sin el respaldo de los padres y de los políticos. Los maestros han sido reducidos por los políticos a enseñantes, técnicos que aplican recetas que otros dictan –los teóricos y “científicos” de la educación, escaqueados de la tiza-  y que suelen quedar en jerigonzas psicopedagógicas y consignas políticas. Hay que negar la premisa mayor: la educación no es una ciencia –y mucho menos una “ciencia pura”-; es una práctica cívica, una artesanía y, en el mejor de los casos, un arte, una poiética  (una actividad inventiva, en parte creadora).

Muchos padres y madres están convencidos de que enseñar no es trabajar, y que los profesores no buscan más que sueldo seguro y largas vacaciones. La administración refuerza este punto de vista ofreciendo estímulos económicos si se mejoran los resultados académicos o buscando ampliar el horario lectivo (de guardería). Pero además, los padres también han perdido autoridad sobre los hijos y revierten su impotencia hacia sus profesores. Ellos no tienen tiempo que dedicarles –tienen que pagar la hipoteca, competir, triunfar en sus oficios y profesiones- así que -para eso pagan impuestos- tiene que haber técnicos cualificados que les eduquen a los hijos (se los guarden), mientras ellos trabajan o ven la tele, igual que un operario embute chorizos en una fábrica, aplicando un algoritmo exacto. Se olvidan que es imposible educar sin la existencia de un fuerte vínculo personal. La voluntad puede mover, pero es el ejemplo el que arrastra. Si los niños ven que en su casa reina un individualismo tan extremo que cada uno sólo busca lo suyo, lo que le gusta, su capricho, el placer inmediato, de nada sirve lo que diga la maestra o la profesora, repetirán el modelo que han visto en casa, ¿dónde y cómo se hallará entonces el compromiso comunitario, el diálogo responsable, el acuerdo vinculante, la responsabilidad compartida?…

Pero los políticos les han convencido de que ellos tienen derecho a dejar toda la responsabilidad de la educación de sus hijos a los especialistas contratados por el Estado. No tiene importancia que consintamos que en casa los hijos hablen un "cheli" de monosílabos, a base de un tercio de tacos, un tercio de insultos, un tercio de amenazas…, ya le enseñará a hablar correctamente el profe o la profe de lengua, a quien se tutea con descaro y de quien se espera motivación como si fuese un payaso mediático, en lugar de instrucción. Ya le enseñarán en la escuela a pedir las cosas por favor o a agradecer lo que se recibe gratuitamente… a eso le enseñará el maestro en su clase de educación para la ciudadanía, tal vez. Lo padres confunden su responsabilidad educativa –que no pueden atender porque ya se sabe que están muy ocupados comprando la felicidad en el super o trabajando para pagar la hipoteca- con el “derecho social” a tener guarderías, derecho que se prolonga hasta los dieciséis años, o más.

Como ha explicado Marina, lo cierto es que de nada sirve que nos tiremos los trastos a la cabeza y los profes culpemos a los políticos, los políticos a la coyuntura, los padres a los profes, los profes a los padres… Lo cierto es que la “tribu completa” ha de comprometerse en esto de la educación. Maestros y profesores complementan a los padres, pero no pueden sustituirlos. Deben hacer frente común si quieren que la generación emergente crezca en salud, conocimiento, alegría, inventiva y humanidad. Todos vamos en el mismo barco.

Comparto el punto de vista de Penalva respecto al más básico y elemental de los valores que han de presidir la cotidianidad educativa: la alegría… una jovialidad esperanzada, una confianza cordial, este es el clima que ha de reinar en el aula y sin el cual la educación no es posible. Si el profesor está amargado o se siente inseguro contagiará esas emociones, si siente entusiasmo por su disciplina será fácil que la contagie a algunos, si no a la mayoría. Y este clima, que es una especie de promesa de amistad (no amistad de hecho, pues maestro y discípulo no son iguales), es inasequible si hay niños y niñas encerrados/as allí a la fuerza, obligatoriamente, y empeñados/as en reventar la clase o imponer su despotismo nada ilustrado, como ya lo imponen en casa, donde cuentan con esclavos que les proveen de todo. Estos niños y niñas aprenderían más ayudando en las tareas domésticas, en el negocio familiar, o aprendiendo un oficio (esto lo añado yo), que obligados a aprender lo que creen que no necesitan…

Penalva afirma que no se debe desvincular la figura del educador de la del investigador: “la existencia de asesores pedagógicos de centros obra contra los verdaderos referentes de la profesionalidad, en la medida en que perpetúa la escisión “expertos externos” y “profesores”. Los políticos dicen que consultan a los profesores porque les pasan circulares para que rellenen casillas o encuestas con preguntas “selectas” (seleccionadas según sus intereses: los de los políticos, que suelen ser electorales)… Pues bien –se pregunta Penalva- “¿cuántos profesores pidieron la necesidad de asesores psico-pedagógicos? Esto no ha salido de la mente de los profesores. Es más, el asesoramiento externo es percibido por el profesor como una des-calificación profesional; su trabajo en el aula es juzgado por personas (orientadores) que, aunque están en los centros, no están en las aulas y no conocen los problemas reales, proyectando una serie de esquemas teóricos de colaboración”.  Dicho más sencillamente, el autor denuncia el divorcio entre reformas educativas y práctica educativa: el divorcio brutal entre la teoría educativa y la realidad de la educación.

Los “expertos” sostienen que si los profesores colaboraran con ellos se renovarían positivamente las prácticas educativas. Confían inocentemente en la “neutralidad científica” de sus recetas, de sus refritos psicopedagógicos (importados la mayor parte de las veces en malas traducciones, de países en los que ya han caducado), ¡como si la ciencias que incorporan lo humano a su objeto pudiesen prescindir de valores!… Su formación filosófica y su conocimiento de la historia de la educación suele ser insuficiente, cuando no muy deficiente: no han leído a los clásicos ni entienden que los seres humanos ni son máquinas computadoras, ni son animales que se muevan sólo por refuerzos externos, sino que aspiran a ser personas.

Por eso tal vez no comprenden que no se puede separar el método de su objetivo o  finalidad, ni los valores de los procedimientos y de los contenidos: pues “el cómo se enseña no se puede separar de qué se enseña”. Valores, por supuesto, pero también contenidos. Por mucho que la sociedad cambie, hay contenidos universales, atesorados progresivamente durante siglos y que no se conservan si no se los actualiza, aplica y recrea, como los mismos valores democráticos, que no sobrevivirán si no se conserva la capacidad de diálogo, si el lenguaje y la comunicación son sustituidos por el ruido. Me hubiera gustado que el autor se refiriera aquí al injusto desprecio de la memoria (músculo de la inteligencia), injusto desprecio de la gramática y de la tabla de multiplicar, injusto desprecio de la erudición…

La última raíz del humano –admite Penalva- es el deseo, así que no hay que destruirlo, sino sublimarlo: como autosuperación y voluntad de sentido. Los textos de Penalva tienen una vena lírica nada despreciable, y en ella se oyen –como un bajo continuo- los ecos inmortales del divino Platón: el viejo dilema entre una ética del poder, hedonista y utilitaria; y una ética de la educación (la propuesta por Sócrates en el Gorgias) que no mira sino hacia el Bien común como un horizonte utópico, pero razonable y posible, y exigible como un imperativo de justicia para la dignidad humana. Esta “segunda travesía” tiene su propia lógica y desprecia las satisfacciones menudas, haciendo virtud de la espera (¿o acaso no es la paciencia la virtud específicamente educativa, mucho mejor que la tolerancia, tan manida y sobrevalorada?).

Es ingenuo creer que la educación pueda mejorarse sólo a base de leyes, reformas incesantes, a gusto del consumidor o del partido que gobierna: “La fuerza de la ley, aun siendo necesaria, no es lo que vivifica a la sociedad”. Así como no es más justo quien más usa la palabra justicia, ni más igualitario quien aspira a igualar por abajo: “Los pobres tienen su cultura y hay que respetarla, dirán algunos, pero ¿cómo voy a respetar sus supersticiones, sus costumbres violentas y demás vicios sociales? ¿Cómo voy a respetar la política del cacique local, que con una mano le daba la ayuda social y con la otra le sumía en la dependencia y en el servilismo? El profesor debe estar con los más necesitados. Sí. El problema es cómo estar con ellos y no adaptarse a ellos. La educación verdadera les exige que se adapten a los verdaderos valores, saberes e ideales” (pg. 102)… Pero ¿qué sucede si no quieren?, ¿si se les regalan los libros y los pierden?, ¿si se les ofrece el duro camino de ascenso hacia la verdad y prefieren los placeres inmediatos que ofrecen la velocidad, el sexo y las drogas?

Un intelectual orgánico no puede esgrimir que sea preferible la ciencia que ha hecho una elite intelectual a lo largo de los siglos, a los rituales de iniciación de las bandas callejeras… Por eso el educador ni puede ni debe ser un intelectual orgánico. Tiene sus creencias, desde luego, pero ha de intentar lo de Julio Caro Baroja: creer poquito y sin faltarle el respeto a nadie, para que no se le vea el plumero. Su principal creencia ha de ser aquella que compartían tanto los grandes sofistas como Platón: que es posible siempre que el ser humano se haga mejor –por baja que sea su condición social o por inepto que haya nacido, según el oscuro azar de los genes-, que –una vez se domina la gramática- siempre será posible que el ser humano crezca en humanidad mediante la conversación amistosa y el diálogo constructivo (retórica y dialéctica), o sea, asistiendo a clase, atendiendo al profesor, preguntando, respondiendo, ejercitándose y estudiando…

El relativismo –al menos el más extremoso- es obviamente contrario a la educación. Si todas las opiniones valen lo mismo, si todos los pareceres y gustos son igual de respetables, entonces la administración bien podría ahorrarse nuestros sueldos (el argumento está ya en los diálogos de Platón). En educación, ni la opinión pública, ni el voto de la mayoría pueden ser la medida de todas las cosas. De hecho, la estructura académica, igual que la estructura profesional de un hospital, no puede ser democrática, sino que ha de ser "aristocrática", en el sentido etimológico de este término. En la Academia tiene que mandar el que sabe, lo cual –desde luego- no quiere decir que no tenga que dar razón de lo que hace, a los padres, a los alumnos, y a la administración, que a fin de cuentas es la que paga. Precisamente, la autoridad docente demuestra que sabe porque decide lo que hace por razones educativas, y no por caprichos personales o intereses particulares o sectarios.

La tolerancia es un valor, por supuesto, pero en educación lo es mayor el compromiso con valores universales (bien, verdad, belleza, justicia, humanidad). Los profesores no podemos ni debemos hacernos cómplices de lo intolerable: el desprecio a la verdad, la chabacanería, la violencia verbal, el despotismo de los caprichos, la arbitraridad de los deseos egoístas… Sin voluntad de verdad, de no equivocarse ni equivocar, no es posible ni “diálogo comunitario” ni puede existir “cultura del diálogo”. En nombre de un rusonianismo barato (y según Penalva, incluso mal informado de la obra de Rousseau), se olvida que por naturaleza, los seres humanos prefieren muchas veces, sobre todo si son niños, la mentira halagüeña, a la verdad, sobre todo si la verdad ofende a la vanidad y ofrece una imagen desfavorecedora de nosotros mismos.

“Conócete a ti mismo; o sea, apaga el monitor y confiesa lo poco que sabes y lo ansioso y ególatra que el monitor te ha vuelto” –tal debiera ser la versión actual del antiguo imperativo apolíneo. El problema no es tanto que los niños lleguen a las escuelas e institutos con nada de educación, asilvestrados, sino que llegan con una mala educación producto de técnicas de adiestramiento y persuasión previstas para adiestrar animales irracionales y depredadores crueles, que es lo que somos sin buena educación, reduciéndoles a consumidores conformistas. Para comprobarlo sólo es necesario encender la tele en los momentos de máxima audiencia o darse un garbeo por lo barrios bajos de la red de redes. Creer que los ordenadores van a resolverlo todo, que es suficiente con otorgar acceso universal a Internet, es la peor de las irresponsabilidades mercantiles y una bárbara estupidez demagógica. El problema no es el acceso a la información –todos tenemos demasiada ya a nuestro alcance-, sino la selección de la información o la producción de información propia. Y no puede haber buena selección sin criterio, ni criterio sin voluntad, ni voluntad sin ideales (ilusiones racionales). No hay creatividad sin nobles creencias.

La “pedagogía del abandono”, de dejar al niño suelto, olvida que la integridad, las virtudes y la excelencia, no son modos espontáneos de ser, y que un ser humano abandonado a sí mismo acaba siendo un ser humano sin principios, esclavo de estímulos exteriores y de pasiones interiores, puede que autodestructivas. Poner orden en los deseos requiere una dirección ideal, atención y respeto a la autoridad del maestro, porque el maestro no mira hacia sí mismo, sino hacia aquello que nos mejora. De hecho, los alumnos y alumnas no son conscientes de sus potencialidades hasta que el profesor se las muestra. Son capaces de razón, pero precisamente porque su pensamiento todavía está dominado por el deseo y la fantasía carecen de la aptitud para ordenarse racionalmente y han de ser dirigidos por otra inteligencia madura. Obedeciendo a quien comprende mejor cuál es su bien que él mismo, el alumno adquiere el dominio de sí mismo, entonces sí podrá empezar a construirse autónomamente, pero la autonomía –como la libertad- no es aquí un punto de partida, sino un punto de llegada, un ideal, un fin de fines.

El maestro es el eje de la enseñanza. “Dadme al maestro –decía Giner de los Ríos- y os abandono la organización, el local, los medios materiales, cuantos factores, en suma, contribuyen a auxiliar su función. Él se dará arte para suplir la insuficiencia o los vicios de cada uno de ellos” (cit. pg. 137). Ninguna herramienta puede sustituir el valor de su ejemplo, su vínculo personal con el alumno/a, como una promesa de amistad verdadera. Y no es sólo el profesor ni la profesora quienes deben adaptarse al rasero mental del alumnado, sino el alumnado, también, el que debe escalar su propia excelencia animado a ello por el profesor, pero mediante un esfuerzo propio. Lo que vale cuesta.

El relativismo del todo vale es pues un enemigo a batir porque es contrario a la educación que tiene por fuerza que ser conservadora, conservadora de la cultura civilizada (arte, ciencia, democracia), de la mejor tradición clásica,  para que el hombre nuevo sea capaz de crear una sociedad nueva y mejor sobre cimientos sólidos, ofrecidos por una tradición a la que no se puede acceder sin los rigores de la gramática. Así “el verdadero educador, como creador social, tiene su patria más allá. El único rey al que sirve  no es de este mundo o, mejor dicho, no tiene ningún dueño a quien servir en este mundo. Sólo puede resistir a los poderes de este mundo si refiere su hogar… más allá, en su conciencia” (pg. 106) (…). “El cambio real de sociedad no viene por la política, sino por “la educación” en sentido estricto (…), el cambio educativo vía BOE (o BOJA) es ineficaz, porque las leyes son incapaces de llegar a convertir la mentalidad profesional. Las normas formales son ineficaces ante las tendencias informales” (pg. 107).

Otro error que Penalva critica con dureza es el de trasplantar el modelo empresarial al ámbito educativo. Una escuela ni es, ni puede, ni debe ser una empresa. La comparación de los alumnos con clientes y de los profesores con obreros, o funcionarios, no sólo es reductiva, sino ofensiva. Culpar al profesorado del “fracaso social” y de la exclusión de los menos favorecidos es el colmo de la insidia, de la infamia. No puede extrañar que muchos profesores acaben desmoralizados cuando la administración renuncia a cualquier compromiso pedagógico en los medios de comunicación que maneja, mientras les vuelve la espalda a los educadores y los acusa de negligentes o reaccionarios.

La devolución al profesor de sus señas de identidad pasan por 1) que sean los mismos educadores los que piensen la práctica docente; 2) hacer interna al propio cuerpo profesional docente la comunidad de investigación educativa; y 3) otorgar verdadera autonomía educativa al cuerpo profesional de docentes.

O sea, algo tan elemental como autoridad racional y considerado respeto para una función tan imprescindible como sagrada.

 

1 comentario

Amelia Fernández -

¿No será nuestra visión de la educación "de otro mundo"?
La raiz del mal que sufrimos creo que es de orden individualista. No sabemos dialogar porque creemos que no lo necesitamos. La Razón occidental se ha hecho,ciertamente, una razón dominadora y una razón tal no puede utilizarse para dialogar. Es complejo poner freno a esta dinámica de abatimiento a la que nos vemos sometidos año tras año, los y las docentes ya que ni entre nosotros mismos encontramos el consuelo. ¿Seremos más fieles a Hoobbes que a Rousseeau? y si es así, ¿realmente hay una solución para que sea viable la comunicación, en su sentido más religioso de vida en común, entre los docentes y sus queridos alumnos y alumnas?
Al final el proyecto termina siendo, de nuevo, individual y la esperanza se torna verde oscura, casi negra.