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SIGNAMENTO

Soy un extraño bucle

Soy un extraño bucle

Yo soy un extraño bucle. Tusquets, Barcelona, 2008.

El libro de Douglas R. Hofstadter promete más de lo que da, pero a cambio da lo que no promete. Se presenta como la obra definitiva del autor de Gödel, Escher, Bach, pero no deja de ser un epílogo ameno de aquella increíble caja de juegos y de sorpresas que sacaba punta a las paradojas de toda la vida filosófica, con la maquinilla de hacer punta de los teoremas de Gödel, los descubrimientos de las neurociencias, los modelos algorítmicos de las máquinas de Turing, la revolución de la lógica simbólica, la semántica de Tarski, las definiciones recursivas… todo ello adornado con los perturbadores iconos de Escher y ambientado con las maravillosas fugas de Bach: series armónicas infinitas, sin repetición, representaciones que contienen su propio patrón reproductivo y diversificador...

El segundo libro ya fue anunciado en algunos epígrafes del primero, donde se apuntaba a una explicación “no espiritualista” de la conciencia, a la conciencia como “propiedad” de un sistema, el formado por las interacciones neurales del cerebro, por sus enmarañadas recursividades. El yo ya aparecía allí como un símbolo complejo o un subsistema separado, una constelación de símbolos. El subsistema-yo ha de contar con símbolos de símbolos, y símbolos de las acciones que cumplen los símbolos. Funciona como monitor de la actividad cerebral. El autor define los símbolos como entes neurológicos asociados a conceptos, patrones de activación cerebral.

El yo aparece aquí como “un tipo peculiar de bucle abstracto autobloqueado”. Mediante muchos tipos de abstracción, de elaboración de analogías, razonamiento y a través de largas cadenas de citas de toda clase de autoridades (lo que constituye para Hofstadter un pilar indispensable del sistema de creencias de cualquier adulto), construimos un intrincado e interrelacionado conjunto de creencias sobre lo que existe “ahí fuera”; y después, ese conjunto de creencias da un giro y se aplica a sí mismo…

Pero el último libro de Hofstadter da también lo que no promete: una bella y trágica historia de amor como ilustración de la posibilidad real de entrelazamiento y fusión de almas. Sí, el autor cuestiona el dogma: “un cuerpo, un alma” y se sirve para ello de su propia experiencia: su relación con Carol, que falleció trágica y repentinamente en diciembre de 1993.

Para Hofstadter, una persona no es sólo un punto de vista físico, sino el punto de vista de una psique: un conjunto de explosivas asociaciones emergiendo de un enorme banco de recuerdos, pero, lo que es más misterioso aún: con el tiempo ese punto de vista puede ser gradualmente asimilado por alguien más. La mente humana puede ver las otras como las vería otra mente, incluso una mente no-humana, por ejemplo la de una mascota. Estoy bastante de acuerdo con el autor en que la empatía es “la más admirable virtud de la humanidad”, aunque él sólo la admire como un subproducto de la universalidad representacional de la mente.

Por decirlo de otro modo: la consciencia es algo distribuido y la unidad del alma no es más que una ilusión. Nuestras identidades son borrosas. Vivimos unos en otros. Lo singular de nuestra especie ya lo percibió Turing: nuestras máquinas representacionales, nuestros cerebros, son lo suficientemente complejas como para leer e interpretar un conjunto de datos que describen su propia estructura. No sólo crean significado mediante analogías referidas a sucesos externos, sino también interiorizan esas analogías. Esto proyecta nuestra capacidad representacional, isomórfica, hasta el infinito, como un extraño bucle fractal. Un isomorfismo no es más que una analogía formalizada y estricta. Nosotros somos una máquina analógica, una máquina que puede imitar a cualquier otra.

Lo que impregna de extrañeza el bucle que somos es el salto ascendente que va de estímulos en bruto a símbolos. En todo bucle extraño que da origen a una identidad humana, los actos de percepción, abstracción y categorización, todos los cuales comportan saltos de nivel, son componentes fundamentales e indispensables. La forma global (Gestalt) que representa a la propia identidad es percibida de un modo altamente subjetivo a través de procesos activos de categorización, repetición mental, reflexión, confrontación de hipótesis, comparación y juicio.

En algún momento de su evolución, nuestra especie cruzó ese umbral mágico de la universalidad representacional cuando un repertorio de símbolos de un sistema se hace ilimitadamente extensible o, “un sistema de categorías se volvió arbitrariamente extensible”. Por eso somos capaces de modelar dentro de nosotros mismos toscos modelos de otros seres, refinándolos con el tiempo, e incluso somos capaces de inventar seres imaginarios. Una vez superado ese umbral mágico, los seres universales adquirimos una insaciable ansia de conocer las interioridades de otros seres universales. La gente anhela meterse en la cabeza de otras personas, “mirar el mundo” desde otros ojos, fagocitar las experiencias de sus semejantes. De modo que nuestro cerebro está poblado hasta cierto punto de otros yos.

Hofstadter arremete justificadamente contra los egos cartesianos, indivisibles, indisolubles, consciente de que “una enorme red de convenciones lingüísticas y culturales insiste subliminalmente en que somos una única persona”, oponiéndose dicho prejuicio “a que imaginemos cualquier tipo de mezcla, superposición o uso compartido de almas”. Se da la paradoja de que aunque sea la cosa más valiosa que poseemos, el yo no pueda explicarse más que como una alucinación en que se amalgaman otredades… Algunas analogías, de las muchas de que se vale el autor, resultan brillantes, incluso poéticas:

“Somos curiosos collages, extraños planetoides que crecen acumulando costumbres, ideas, estilos, tics, frases, bromas, melodías, esperanzas y temores de otras personas como si fuesen meteoritos que llegaran del espacio exterior, colisionaran con nosotros y se quedasen adheridos. Lo que al principio es un gesto artificial y ajeno, poco a poco se va fundiendo en nuestro propio ‘yo’ como la cera se derrite al sol, y gradualmente se convierte en parte de nosotros como si siempre hubiera sido así (aunque la persona de la que proviene lo haya tomado prestado, a su vez, de un tercero). A pesar de que mi metáfora del meteorito pueda sonar como que somos víctimas de un bombardeo aleatorio, no pretendo decir que absorbamos todo gesto que llegue a la superficie de nuestra esfera; somos muy selectivos y asimilamos sólo los rasgos que codiciamos o admiramos, pero incluso nuestra selectividad se ve influida a lo largo del tiempo por lo que hemos llegado a ser como resultado de nuestras reiteradas asimilaciones. Y lo que una vez estuvo en la superficie acaba enterrado como una ruina romana, cada vez más cerca de ese núcleo nuestro cuyo radio sigue creciendo”.

Como no podía ser de otro modo, Hofstadter combate el dualismo psico-somático, tan arraigado entre nosotros desde los tiempos de Pitágoras. La cuestión del alma no es del tipo todo o nada, sino cuestión de grado. Un mosquito tiene poca o ninguna consciencia. Los sistemas de representación muy pequeños no pueden permitirse el lujo de representarse a sí mismos. Sin embargo tienen alma en mayor o menor medida nuestros semejantes (o análogos) y, desde luego, los animales superiores. El alma no está allí dada desde el huevo, “toma carta de naturaleza de forma lenta, a lo largo de años de desarrollo”. Hofstadter alude intensamente a la importancia de la memoria y de la imaginación, “la interiorización de nuestros deseos, voluntades y aspiraciones” en la constitución de este autosímbolo que es el “yo”, pero -a mi juicio- no desarrolla suficientemente esta idea, ni tampoco el papel de conceptos como bueno y malo, o de emociones como el orgullo y la culpa en la construcción de ese “extraño bucle de autorrepresentación” (cfr. pgs. 228-229).

Es la física lo que nos hace ser lo que somos. Y son las neuronas lo principal de la base física de nuestra mente, de “esa masa vacilante de temores y sueños”. Sin embargo, “el nivel microscópico puede ser –o, más bien, es casi con seguridad- inadecuado a la hora de analizar el cerebro si lo que tratamos de explicar son fenómenos tan enormemente abstractos como los conceptos, las ideas, los prototipos, los estereotipos, las analogías, la abstracción, el hecho de recordar, olvidar, confundir o comparar, la creatividad, la consciencia, la simpatía, la empatía, y así sucesivamente”. “Una criatura capaz de pensar no sabe prácticamente nada del sustrato que hace posible el pensamiento y, sin embargo, lo sabe todo acerca de su interpretación simbólica del mundo y conoce muy íntimamente algo que denomina el ‘yo’”.

Esto implica que somos conscientes de nuestros cerebros en términos no físicos, mentalistas [por qué no "metafísicos"], en términos de deseos y creencias, por ejemplo, mucho antes de que podamos serlo (como neurólogos o estudiantes de neurología) en términos neurológicos de bajo nivel.

Corolario: los humanos hemos evolucionado para percibirnos y describirnos a nosotros mismos desde una perspectiva mentalista, por eso conceptos mentalistas como “creencia”, “esperanza”, “culpa” o “envidia” surgieron miles de años antes de que ningún ser humano se planteara asociarlos a patrones recurrentes y reconocibles en un sustrato físico: el cerebro viviente. A este fenómeno, el autor le llama causalidad descendente, cuyo principio sería: “la forma más eficiente –y en casi todos los casos, más real- de razonar sobre cerebros que albergan símbolos es pensar que las microentidades que hay en ellos son impulsadas por las ideas y los deseos, y no al revés”.

En definitiva, “las propiedades mentales del cerebro no residen al nivel de un único constituyente diminuto, sino al de vastos patrones abstractos en los que intervienen esos constituyentes”. Para Hofstadter -y esto es muy importante porque hace posible la "ilusión" de la libertad- el conocimiento consciente funciona como un agente causal muy real, en el que la potencia causal de ideas e ideales resulta tan real como la de una molécula. Lo que sucede es que cada nivel de descripción –el microscópico y el abstracto- poseen una utilidad distinta.

El mundo macroscópico que experimentamos los humanos es una intrincada combinación de sucesos desde lo más predecible a lo más inesperado. Nos familiarizamos con ese espectro y el grado de predecibilidad se convierte en una segunda naturaleza. Esto sería imposible si los patrones formados por miles o millones de disparos neuronales no poseyeran propiedades de representación que nos permiten registrar y recordar lo que ocurre en el exterior del cráneo. Esta interiorización de los sucesos exteriores mediante patrones simbólicos es un suceso extraordinario, pero ha surgido de la presión evolutiva. Nosotros mismos somos unos enormes epifenómenos de la evolución y recursión sobre sí mismos de esos patrones.

Para esas entidades llamadas “yos” que funcionan como sistemas dotados de bucles de realimentación cada vez más sofisticados y sutiles, el lenguaje teleológico o intencional no sólo se hace indispensable, sino que, además, dejamos de considerar cualquier otra perspectiva. La teleología llega así a dominar nuestra visión del mundo.

Por suerte, el libro de Hofstadter cuenta con lo que no suelen lo tratados filosóficos o científicos hispanos, con un cuidado índice onomástico y analítico, que hace fácil la consulta y el estudio.

1 comentario

Rafael Cobaleda -

Aún siendo la conciencia una propiedad de un determinado sistema orgánico, un mero epifenómeno, una emanación o supuración superflua, la ganga de una fábrica ciega productora de extraños animales parlantes, esa excrecencia del gen egoísta presenta la singular característica de volverse hacia sí misma y desde ahí al otro y al mundo, interpersonalidad y cosmovisión, tan variable ésta en número como hombres ha habido en el mundo.

Pero el hombre no puede convivir sin más con esa abigarrada amalgama de realidades sin padecer un continuo y lacerante desasosiego, el proceso siempre requiere un corolario, una reducción holística confortable o, consoladora al menos; prueba de ello es la continua generación de mitos a lo largo de la historia ya sean estos confusionistas o luminosos, para el caso es lo mismo. ¿Por qué esa necesidad y cómo afrontarla de la mejor manera?

Dos posibles manuales de instrucciones tan peligrosos como antitéticos son:

- La lacónica y elegante decadencia poético-existencialista al estilo, por ejemplo, del luso Fernando Pessoa, tan caro para la posmodernidad que padecemos en nuestros días.

- El místico y extático distanciamiento “newage” del teutón Eckhart Tolle (véase al respecto su conferencia en http://www.webislam.com/?idv=1671 que curiosamente se encuentra en un sitio web mahometano; religión que emerge de nuevo con fuerza).


P.D.: En algún sitio he leído que el próximo congreso de la AAFI se celebrará en Jaén. Si dispones de alguna información al respecto te agradecería que me informases. Un cordial saludo y venturoso año 2010.