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Mitologías postmodernas

Mitologías postmodernas

Hay legiones de libracos inútiles, y un puñado de  libritos impagables, necesarios. Éste último es el caso de las Mitologías de la modernidad, de Juan Cueto. Lo adquirí en una edición de 1982, publicada en Barcelona y que se vendió en los kioscos, en una colección pedagógicamente memorable: Temas Clave (Aula Abierta Salvat). He vuelto a este librito, profético y actualísimo en más de un sentido, por encontrar en La mentira social de Ignacio Gómez de Liaño (Tecnos, 1989), que todavía ando estudiando, un resumen de su contenido.

No deja de ser paradójico que la era de la razón moderna, de la secularización ilustrada, finalice con el retorno de lo sagrado en sus especies más perturbadoras e inquietantes: fanatismos, integrismos, sectarismos, fundamentalismos e idolatrías, algunas tan zafias como las que convierten a la exquerida de un torero en una diva mediática, o a la hoja de marihuana en el icono místico de una forma de vida (vegetal, claro).

¿Cúales son las mitologías de la modernidad? Las que rebotan, se reiteran y se difunden globalmente en el tantán de los Medios masivos de comunicación (Mass Media), cuyo ritmo percute acompasada con la economía global, la Internacional Publicitaria.

Ídolos, idolatrías, espectáculos, en el Olimpo de las famas y celebridades elaboradas por esos medios, con sus hitparades, sus rankings, sus índices de audiencia, sus best-sellers, sus campeonatos del mundo. ¡La fama!, esa hermana prostituída de la gloria heroica.

Los héroes y heroínas que evolucionan por ese Olimpo electrónico son de usar y tirar, como los klínex, como cometas de un día. Las masas no sólo disfrutan de la refulgencia de esas estrellas, sino también de su apagón fulminante. Esos astros parecen conservarse en una eterna juventud, gracias a potingues “muy naturales” y artificiosa cirugía, y gracias a la persistencia recalcitrante de sus imágenes.

Opinan de todo, pero no saben de nada, en realidad su juego -porque no hacen otra cosa que jugar- pertenece al orden de la seducción, convertida ella misma en un producto mercantil. La seducción, ¡esa antigua estrategia del diablo! para hacernos delinquir... Su retórica es la del sex appeal, no la de la sexualidad como mecánica de producción, sino la del reclamo sexual como impulso para el consumo. Cómo éste acaba con el deseo, a la vez que lo frustra, las estrategias de seducción son estrategias de simulación, de restauración del deseo erosinado. Como insinúa Baudrillard (De la seducción, 1989), el universo simbólico estrangula al universo real; el maquillaje se impone por todos sitios a la profundidad; las trampas de la apariencia, al imperativo del deber y la verdad.

(Puede que la crítica de Baudrillard sea, ella misma, estrategia de seducción desesperada, si piensa que la verdad sólo seduce mientras se ofrece –al descubrimiento- cubierta de velos).

El mito de un cuerpo perfecto y eterno, de un cuerpo “danone” [con un cerebro “petit swiss”], es, ciertamente, la más desesperada e inverosímil de las creencias. Enlaza con una vieja ilusión hebrea, más primitiva que la creencia pitagórica en el reino de las almas. Pues si resulta problemática la supervivencia de la psique (alma, mente, espíritu), más problemática todavía resulta la pervivencia o resurrección de un cuerpo perfecto, procediendo corporalmente del "polvo" y yendo -como vamos- al polvo, sin remedio. “Toda nuestra cultura del cuerpo –escribe Baudrillard-, incluida la ’expresión’ de su ’deseo’, la estereofonía de su deseo, es de una monstruosidad y una obscenidad irremediable”. Desgraciadamente, incluso la obscenidad requiere refinamiento, siendo por ello sustituida industrialmente por el porno. "La obscenidad tradicional aún tiene un contenido sexual de transgresión, de provocación, de perversión. Juega con la represión, con una violencia fantasmática propia". Sin represión, se acabó el misterio. Triunfo mítico de la "liberación" ("desublimación represiva", diría Marcuse)... "El porno es la síntesis artificial, es el festival y no la fiesta". 

A la perfección corporal se le sacrifica incluso la salud, en un renovado episodio de tragedia narcisista. Narciso autoconsumido en el cuerpo de una top model anoréxica, de una adolescente bulímica, engañada por un espejo convexo de andróginas al servicio de gays.

El colmo de la idolatría es la autoidolatría, esa soberbia estúpida del ignorante que esgrime su derecho a tener opinión o a despreciar cuanto ignora. El colmo de la soberbia es la exaltación orgullosa de lo que no depende sino del oscuro azar de los genes. El colmo de la hybris es cantar como el gallo sobre un montón de estiércol, y creerse creador de sí mismo, self-made-man. Los seres humanos no crean nada, sólo ingenian combinaciones de lo creado. Nietzsche no pudo ni soñar con que sus lemas vitalistas y su apelación a los instintos más rastreros, serían repetidos por las multinacionales etílicas. El propia político acaba convertido por sus asesores de imagen en un esteta narcisista, pendiente de su propia imagen. Política-espectáculo. Así, las mismas melodías edulcoradas que venden detergentes sirven para anunciar símbolos de partidos políticos.

Todo pasa muy deprisa. El mundo desaparece, consumido por del vértigo de la prisa. “A medida que la realidad se acelera, el mundo se empequeñece, se trivializa, se sincroniza, se uniformiza” (Juan Cueto)… “Las cosas ya no duran nada”. La movilidad implica transitoriedad, fugacidad, muerte temprana. Los circuitos de fórmula Uno dibujan los mandalas topológicos del culto universal a la velocidad. Incluso la moda resulta barrida por el vendaval de la novedad, del estilismo estacional y pasajero. La noticia suplanta a la realidad. El periodista imparte cátedra.

Las fábricas programan la obsolescencia de sus productos, los encuentros amorosos mismos se vuelven tan efímeros como estériles.

Frivolidad, superficialidad.

Evasión preprogramada a un paraíso tan perdido como anunciado, donde una pulsera asegura la embriaguez continua, narcosis y analgesia, mientras los mismos medios que muestran el paraíso socializan el miedo en un espectáculo incesante de explosiones, cenizas volcánicas, coches destrozados por las aguas de un tifón o un maremoto, en el último rincón del monitor del mundo.

El mundo deviene iconoesfera de apariencias fugaces, tan dignas de ser gozadas como espectáculo, como de ser olvidadas inmediatamente…

“La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación” (Guy Debord. La sociedad del espectáculo, Pre-Textos, 1999).

La mediación de la imagen no supone un enriquecimiento de la memoria. Las viejas artes de la memoria son sustituidas por las nuevas y tecnológicas artes intermediarias del show-business: divulgación, vulgarización, interpretación, deformación, difamación, maledicencia, rumorología, interpretación, playback, guía, cicerone, chico/a de compañía, escoliasta, marchante, pinchadiscos…

A éstas y otras mitologías reseñadas por Cueto, Ignacio Gómez de Liaño añade la del “Los pueblos del Tercer Mundo” que, de ser “primitivos” e “inferiores” hace unos años, han pasado a ser, en la opinión de muchos, savia intacta de la que habrá de nutrirse un nuevo mundo…

Al lado de la razón desmitificadora, un yo que se figura propietario del mundo se disgrega en fantasmas virtuales y avatares luminosos.

 

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