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Carro de noche

Carro de noche

La poesía de Ignacio Gómez de Liaño transporta nobles ecos, heroicas reminiscencias de épocas pasadas, apremios de quimeras antiguas, rumores de fuentes melancólicas en jardines de la memoria, huertos solitarios y bastante exclusivos.

Como el autor reconoce: “mi pasión poética sólo dio fruto en unos pocos años de mi vida, cuando la efervescencia de la imaginación iba a la par que el ímpetu de los afectos y la disponibilidad del espíritu”. Afecto sublimado por la imaginación, ¿puede ser otra cosa la poesía?

Carro de noche (1972-2005) contiene toda la poesía que Gómez de Liaño ha escrito en su vida o –por lo menos- toda la que ha considerado digna de publicación.

Algunos poemas mayores son de corte mitológico, como el que dedica a “La caza de Acteón”, el cazador cazado, devorado por sus propios perros, en castigo por haber contemplado desnuda a la diosa virgen: Diana cazadora. Pero, tratándose de una poesía culta no resulta demasiado esotérica y sí bastante cosmopolita. Aunque predominan las alusiones a la cultura clásica, tampoco faltan referencias al Kalévala finés, a la cultura caballeresca (al Orlando de Ariosto, a Tasso, al Persiles de Cervantes), o, ¿como podía ser de otro modo? a la Noche Oscura de Juan de la Cruz.

Es una poesía que se complace emotivamente más con los carmines engañosos del ocaso, "Cárdenos destellos", que con los cromos nacarados del aurora. ¡Y ello a pesar de que dedica un hermoso poema al mar!

La imaginación del poeta se complace en dibujar la figura de Nerón -declinaje del imperio, topología de la memoria- bajo una gran Bóveda Amarilla:

Yo te digo que lo que ves, lo que imaginas, 

es sólo una ruina, 

una ruina fantástica, laberíntica, secreta, jeroglífica,

la ancha puerta que lleva a los fulgores de la noche 

 y la extrañeza.

Late en esta poesía (cfr. “La Dama del lago”) un dulce deseo thanático de placideces crepusculares en playas caribianas, entre estatuas mutiladas, donde el poeta repasa “los anhelos quemados/ como la grama seca,/ los deseos disueltos/ cual la estela de un barco”, e invoca “a las mansiones celestes de la nada”.    

Tras unos curiosos “Cuadrados” en que la poesía parece disolverse en vocalismo y éste en silencio, Carro de noche acaba con una especie de confesión (“Miente, insulta,…”), escrita en  un registro más moderno y llano, menos intemporal; enseguida, con un muy estoico desprecio de la vanidad (“Qué tonta es la vanidad”) y, por fin, con una provocación (“Apréndelo ya”), casi grosera o mayestática: “A ti te hablo mi estúpido lector, mi enemigo…”.

En fin, en poesía, como el propio autor escribe: “la razón obedece al desvarío” (“Jaspes”), los desvaríos de Gómez de Liaño traen un deje a mar troyano, a habanera de añoranza y a óxido de bronce, al amparo de un cenador cubierto de yedra, “¿Adónde te escondiste?”, donde ábrense flexibles horizontes, más allá de la comprensión, como puertas de sentido, el poeta parece demasiado dispuesto a marchar alegre para "descubrir el reino antiguo de las madres", donde eletean magníficos hipogrifos montados por héroes intemporales.

Para interpretar la poesía de Gómez de Liaño, hallamos una buena clave en una de sus novelas: Musapol (Seix Barral, 1999). Uno de sus personajes, Celso Álvarez, más que querer escribir un gran poema, quiere realizarlo: "En una época en la que el hombre acababa de poner sus plantas en la Luna, la poesía no podía seguir siendo la misma historia de siempre. A menudo la llamaba con expresiones que para él estaban cargadas de sentido, aunque, al oírselas, sus amigos se quedaban perplejos. Pues les decía que había que 'inventar lenguajes', 'provocar al mundo', 'franquear selladamente a Hermes'.

"-Entonces uno se olvida de todo -añadía ensimismado-. Y el suelo refleja, como un espejo, un laberinto de oro que está suspendido del cielo, mientras un carro se aleja por el fondo, escribiendo sus roderas en las tierra. Mis poemas son las roderas de ese carro que se va fuera del Teatro..., el Teatro del Olvido. Todo lo que allí entra se convierte en un punto que se desvanece".

Un arte de la memoria, una ikástica, para recordar, sí, pero también ¡para olvidarse de la triste realidad! Esta poesía tiene mucho de evasión ante un mundo estropeado por un ruido que no gusta, ante una postmodernidad que nos ata a las máquinas, ante una iconoesfera mediática que no sabe más que dar órdenes y suscitar impresiones. El poeta busca en saberes olvidados y en topologías míticas una profundidad que le libre de la superficialidad ambiente, tan real como virtual, tan ramplona como telemática.

La cuidada edición (¡sólo he podido detectar una errata!) se maquetó en Madrid y se imprimió en Sevilla. Libros del Aire, colección Jardín cerrado 2/2010.

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