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Trabajo doméstico

Trabajo doméstico

En su catecismo sobre materialismo histórico althusseriano, Marta Harnecker llama valor de uso a todo objeto que responde a una necesidad humana determinada, fisiológica o social. En  las más de trescientas cuarenta páginas de Los conceptos elementales del materialismo histórico (ed. española, siglo XXI, 1975),  la “lucha de clases” se traga por completo a la lucha de sexos, o de "géneros".

La autora reconoce que no todo valor de uso puede ser definido como producto, tales son los casos del aire o del agua de las fuentes naturales, que satisfacen necesidades humanas y no han sufrido un proceso de transformación previo.

¿No sería la leche materna de uso valioso, no tendría al menos parecido valor de uso al del agua, la tierra virgen o el aire que respiramos?

Muchas de las cosas que producimos, las producimos para venderlas en el mercado, y adquieren por ello un valor de cambio, es decir, se convierten en mercancías. ¿No puede tener la leche de un ama de cría este valor de cambio? ¿No se pueden alquilar los vientres femeninos para tener hijos biológicos sin asumir los desgastes y riesgos de una gestación y un parto? ¿No ha sido en determinadas épocas, las grandes mamas repletas de leche humana, una valiosa mercancía?

En la teoría marxista, el trabajo es la base del valor. Se podría entonces decir que la leche de un ama de cría no tiene valor de uso ni valor de cambio porque no le cuesta trabajo producirla. Pero, ¿y el trabajo doméstico en general?, ¿y los trabajos de autoaprovisionamiento, la caza, la recolección de espárragos bayas o setas silvestres, la cría de un animal para su consumo  familiar o el cuidado y la producción de un huerto doméstico? ¿No suponen esfuerzo de transformación y trabajo?

El marxismo tiene razón en que las leyes del mercado explican las fluctuaciones de los precios sólo hasta cierto punto. Unas cosas valen más que otras sobre todo en función de sus costes de producción, y el gasto base de producción es el trabajo. La Ley del valor que rige el intercambio de mercancías sostiene que el valor de un objeto está regido, en última instancia, por la cantidad del trabajo incorporado a él. Las cosas son en general más valiosas cuanto más trabajo contienen.

Claro que esta medida economicista del trabajo como esfuerzo de transformación duro seguramente soporta una carga androcéntrica importante. ¿Por qué no podría medirse el valor de uso en general por el amor o el cuidado, ¡o el arte!, que ponemos en la transformación de una materia prima, por ejemplo, el sexo? "Todo necio confunde valor y precio", decía Machado.

Una despensa bien abastecida, un aseo limpio, unos armarios ordenados, un puchero bien cocinado, unas camisas bien lavadas y planchadas… no sólo contienen trabajo, sino un más valor, una plusvalía si se realizan sin remuneración, por cariño, por sentido de la obligación, o por reciprocidad en un intercambio consensuado, negociado, de bienes y servicios. Y sin embargo, dichas labores son invisibles, tanto para el mercantilismo liberal clásico del que Marx bebió, como para el materialismo histórico estructuralista.

Nos enteramos por la guía althusseriana antes citada de que el trabajo es un proceso. Bien, por proceso de trabajo entiende Marx “la actividad racional encaminada a la producción de valores de uso, la asimilación de las materias naturales al servicio de las necesidades humanas, la condición general de intercambio de materias entre la naturaleza y el hombre, la condición natural eterna de la vida humana, y por tanto independiente de las formas y modalidades de esta vida y común a todas las formas sociales por igual” (Marx. El Capital, I).

El trabajo es la condición natural eterna de la vida humana, no una maldición divina. Vale. Anotaré de paso que sin duda cabe calificar esta consideración del proceso de trabajo como una definición metafísica, de filosofía primera, aunque esta filosofía primera sea la del materialismo dialéctico. Coincidimos en que el proceso de trabajo es la fuente del valor. Si me hago un huevo frito con patatas, ¿no satisface dicho trabajo mi necesidad de alimentarme, incluso mi necesidad de gozar alimentándome? Evidentemente, el hecho de que le haga ese huevo frito con patatas a mi hija que acaba de llegar del trabajo (remunerado) y no lo haga para cobrarle un dinero por mi servicio no le quita valor de uso a mi trabajo culinario, sino que más bien se lo añade. Hago eso por cariño y sin esperar retribución monetaria alguna.

Sorprende constatar cómo la antropología económica de inspiración materialista –o marxista- acaba siendo tan economicista que niega el valor de uso a la producción doméstica o, al menos, a ciertos procesos domésticos o familiares de trabajo.

“Los trabajos obtenidos a partir del autoaprovisionamiento se dirigen a la propia subsistencia y no entran en las relaciones de mercado. De acuerdo con la teoría de Marx, no contribuyen, pues, a crear valor” (Dolors Comas d’Argemir, Antropología económica, Ariel, Barcelona, 1998, cap. 4).

El trabajo doméstico, familiar, al realizarse fuera del mercado, no produciría directamente valores de uso, sino que se limitaría a sufragar los costes de producción y reproducción de la fuerza de trabajo. Estos costes sólo se visualizarían cuando pasan de ser gastos privados (familiares) a ser gastos sociales (guarderías pública, asistencia médica pública…).

Pero las investigaciones feministas han mostrado que las formas de trabajo no remunerado que se realizan en el hogar forman parte de nuestro sistema, se adjetive éste como "capitalista" o "socialdemócrata". El mercado no es ni debe ser el único estándar de valor. Es más, podríamos decir que ciertos bienes con elevadísimas plusvalías vitales muestran su valor, precisamente, porque no tienen precio, como las croquetas de la abuela, el cuento de Periquitico y Periquitica que me contaba mi madre mientras me daba las sopas, o las manos de mi abuelo calentando las mías en el campo cuando era chiquillo. “Ni se compra ni se vende, el cariño verdadero”.

El trabajo no asalariado, las actividades de aprovisionamiento y mantenimiento, que sirven de colchón en épocas de crisis, los procesos de socialización y educación de los cachorros humanos, la transmisión oral –o escrita- de colecciones de recetas, no están fuera, sino dentro del sistema económico, forman parte de él. Apruebo una antropología económica que estudie como variables endógenas lo que el economicismo capitalista o anticapitalista ha tratado como variables exógenas, más aún cuando el declive de los Estados del bienestar incrementará sin remedio estos procesos de trabajo no retribuidos.

Ningún Estado con “sentido común”, si es que tal capacidad puede atribuirse a los Estados, olvidará que “la familia es la principal institución asistencial, donde se realizan tareas asociadas a la reproducción humana, mantenimiento y cuidado de las personas” (Ibidem., pg. 106), y eso en un régimen que puede ser desigualitario, de opresión de un género por otro, o igualitario. No se puede ocultar el hecho de que este trabajo que produce valor, supervalor diría yo, ha sido y es soportado fundamentalmente por las espaldas de las mujeres.

En la sociedad tradicional, rural, preindustrial, las fronteras entre trabajo doméstico y retribuido no estaban tan claras. Históricamente, la separación entre el ámbito doméstico y el laboral se institucionalizó con la proletarización masiva de la población rural, que luego redujo la presencia de mujeres y niños en la fuerza de trabajo.

El marxismo tiene razón al insistir en la fuerza del sistema económico, como una presión esencial para entender la entrada o salida de las mujeres del mercado de trabajo, su papel como “ejército de reserva”.

Las mujeres constituyen una mano de obra idónea en la expansión del sector terciario, donde realizan actividades que se consideran prolongación de las que realizan o realizaban en el ámbito doméstico: salud, educación, servicios…

Un prejuicio machista otorga menos valor y mérito a dichas labores, un prejuicio que comparten muchas mujeres. Lo que sí es cierto es que un sector de fuerte crecimiento, como el de servicios, que exige formación, se nutre de factores extraeconómicos, como es la percepción social del género en las relaciones de producción. A su vez, estas divisiones del trabajo basadas en la percepción del género, deben relacionarse con el sistema de clases. De hecho, en el “capitalismo avanzado”, el empleo femenino se corresponde con niveles educativos elevados de mujeres de las capas medias y altas; las mujeres de la clase obrera tienden a emparejarse y ser madres antes, y a quedarse en el hogar.

El reparto equitativo del trabajo remunerado y del trabajo doméstico puede contar como un ideal o una exigencia ética, pero en ninguna parte es un hecho. Incluso cuando las mujeres trabajan en puestos de alto nivel fuera de casa, suelen ser otras mujeres, sobre todo inmigrantes de países “de la periferia”, las que asumen el trabajo doméstico, si bien este trabajo sí pasa a tener un valor de cambio, convirtiéndose en mercancía retribuida.

La preferencia industrial por mano de obra femenina de empresas multinacionales deslocalizadas se debe a la presunción de una mayor docilidad, productividad en ciertas operaciones que requieren paciencia y cuidado, o a la mayor flexibilidad laboral (contratos a tiempo parcial o temporal) y menor remuneración, que aceptan las mujeres.

El descrédito público del trabajo doméstico no es sólo una consecuencia del mercantilismo capitalista y de la ideología machista rousseauniana que inspiró al marxismo y halló su funesta continuación en el estalinismo. ¿Puede el Estado asumir estas funciones que mantienen y reproducen socialmente a las personas? ¿Podrá el Estado en el futuro asumir los costes de una desestructuración sistemática de las familias? Los gastos de mantenimiento y reproducción de las fuerzas de trabajo se hacen visibles y se elevan considerablemente para que hombres y mujeres se dediquen indistintamente al trabajo remunerado y puedan pagar sus hipotecas, consumir masivamente ocio, divorciarse con frecuencia...

En la actualidad, las actividades no mercantilizadas o no remuneradas tienden a aumentar en los países del primer mundo y por distintas causas: disminución del empleo, jubilaciones anticipadas, deslocalización de las industrias... Las actividades de autoaprovisionamiento, el huerto, el corral, la pesca furtiva, la recolección de frutos silvestres, son una forma de producción defensiva. Las redes de ayuda mutua, el voluntariado, el trabajo informal, el trueque de servicios, son especies económicamente relevantes que no puede soslayar el análisis antropológico.

A la vez que disminuyen los bienes y servicios que proporciona el Estado, se retransfieren a las familias parte de sus funciones y obligaciones. Lo estamos viendo en educación. El discurso cambia, se responsabiliza a los padres de nuevo de la (mala) educación de sus hijos. Se reprivatizan así los costes de mantenimiento y reproducción social.

En cualquier caso, la familia y el trabajo doméstico son una parte constitutiva del sistema económico y político existente, no un elemento externo, como a menudo se considera (Dolors Comas d’Argemir, op. cit. pg. 112).

Es evidente “la necesidad perentoria de relativizar la visión estándar de la familia como agente económico que la reduce a concebirla, desde una visión neoclásica, exclusivamente como consumidora de bienes y servicios, habitáculo del ocio; y desde la marxista, tanto consumidora como partícipe en la reproducción de la fuerza de trabajo. Ambas visiones demarcan sectores económicos, productivos y no productivos; con ello desarticulan la integralidad de la producción, vista como los procesos productivos tendientes a la generación de energía humana que, convertida en cosas útiles, se aplica a la subsistencia y mantenimiento de los seres humanos” (Valoración económica del trabajo doméstico, María Olga Loaiza Orozco
Gloria Inés Sánchez Vinasco y Guillermo Villegas Arenas
).

 

 

1 comentario

ana -

muy buena lectura, don José, ahora tenemos donde elegir para comentar. El trabajo de las mujeres, no sólo el del hogar, no se aprecia.
Es muy difíicl hacerse valer no sólo por los hombres, también las mujeres somos peores juzgando el trabajo y la valía de lo que hace una mujer. No es "natural", pero lo llevamos incrustado...Y cambiar estos esquemas, nos va a costar. Primero hay que darse cuenta... que ya sería un primer paso