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SIGNAMENTO

El conde duque de Olivares

El conde duque de Olivares

Almudena de Arteaga. El desafío de las damas (La verdad sobre la muerte del conde duque de Olivares), Ediciones Martínez Roca, Madrid 2006.

La escritora esculpe en esta novela el vaciado de la figura tan odiada, pero seguramente necesaria (en sentido hegeliano) del Conde Duque de Olivares (Roma, 1587-Toro,1645), valido del rey Felipe IV. La novelista construye un escenario de época bien decorado por el que deambulan conspirando señoras y colipoterras de alta gama como la Calderona, con el sarcasmo de Quevedo al fondo, y cuyo lenguaje, con un cuidado toque arcaico, nos regala esa pátina que hace verosímil y cronológico el relato.

Sin duda, nos ofrece con ello un ameno e ilustrativo “paseo por los senderos de nuestra historia”, palabras estas entrecomilladas que la autora tuvo la amabilidad de dedicarme de puño y letra en una dedicatoria. Tuve la suerte de poder charlar unos instantes con Almudena antes de que comenzara la mesa redonda que puso fin al Certamen de novela histórica que este año (2013) se ha venido celebrando en Úbeda.

No creo que don Gaspar de Guzmán lo tuviera nada fácil en aquel siglo en que el imperio español, ya sin remedio, declinaba. La novela de Almudena no es maniquea, si bien Felipe IV aparece tan extremadamente distraído y mujeriego como pusilánime.

Escribe Antonio Domínguez Ortiz[1] que cuando Felipe III murió dejó, a un inexperimentado sucesor de 16 años, un conflicto bélico imprevisible y un Tesoro exhausto. Pero el nuevo rey tenía una personalidad atrayente, culto y competente artísticamente. Mecenas como sus predecesores, depositó en Velázquez su confianza y convirtió a Rubens en un diplomático a su servicio.

Aunque “fue con diferencia el más laborioso de nuestros reyes del siglo XVII y siempre estuvo bien informado de los asuntos de gobierno”, el gran historiador reconoce que Felipe IV fue un juguete de su valido: el conde duque de Olivares. Y le reprocha, como al resto de los Austrias, no haberse decidido a ser un rey español, desligándose para ello de los embrollados asuntos del centro y norte de Europa.

En efecto, la obsesión por mantener la integridad territorial del imperio en el que no se ponía el sol esquilmó los recursos económicos y humanos peninsulares. Pero resultaba difícil renunciar a jugar un papel hegemónico allende las fronteras de la península cuando las molestias por los sacrificios requeridos pesaba menos que el orgullo de una nación que paseaba armas y tecnología, genio e idioma, por todo el mundo, y comprobaba que sus novelistas, dramaturgos, teólogos y aventureros, eran internacionalmente tan famosos y valorados como sus reales de plata.

A don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor, no le faltó energía.  Consagró todas sus fuerzas a conservar a su rey como el señor más poderoso de la tierra. Si no aceptó sobornos, sí acumuló numerosos cargos estatales, colocando en puestos clave a familiares y amigos, no tanto por nepotismo, sino para asegurarse las palancas del Poder y aislar al rey de cualquier influencia que no fuese la suya. Sus mezquinas venganzas, contra Lerma, Uceda, Osuna, y contra D. Rodrigo Calderón (al que Domínguez Ortiz describe como “intrigante y corrompido”), cuya ejecución suscitó piedad popular, son el leitmotiv de la contravenganza ideada por las damas que conspiran contra el favorito en la novela de Almudena.

Las iniciativas políticas de Olivares, aunque no dieron grandes resultados, estuvieron bien encaminadas a sanear Castilla: evitar la ruina de su agricultura, limitar el lujo y el amontonamiento de parásitos y oportunistas en la Corte, economizar gastos de la Casa Real, fomentar industrias y atraer a extranjeros útiles. Aunque su principal empeño siguió siendo el imperialista. Olivares ya no emprendió nuevas conquistas, pero sí quiso mantener, casi a cualquier precio, la categoría de España como potencia hegemónica en el mundo, para ello ensayó cuanto pudo reforzar el poder real y la solidez central del Estado, sin demasiado éxito. En 1640 se produciría el ocaso del imperio y la rebelión de Portugal y Cataluña.

Sobre esta última, que por entonces no tenía más de medio millón de almas y era fundamentalmente pobre y analfabeta, escribe Domínguez Ortiz:

 “Esta Cataluña rural y menestral, cerrada y arcaica, de nobles bandoleros y curas trabucaires es la antítesis de la actual, lo que demuestra que la permanencia de caracteres nacionales es un mito”.

La obra de Almudena ofrece también un dramatis personae que confirma y afina la realidad histórica de sus damas protagonistas, cuya perspectiva intrahistórica brinda notable motivo para la ilustración y el deleite, invitándonos a profundizar en nuestra común memoria histórica. Lo dijo Ortega: la historia es "el tesoro de los errores". Ojalá sepamos aprender de ellos.

No me extraña que algunos críticos centroeuropeos consideren que la mejor novela histórica del presente se anda escribiendo en español. Seguramente están en lo cierto.

 


[1] El Antiguo Régimen: Los Reyes Católicos y los Austrias. Alianza, Madrid, 1976. § 17, 18.

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