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TINTABLANCA

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ÚBEDA, LIBRO DE VIAJE

 ‘Fides, labor et soleris haec et maione donant’

“La fe, el trabajo y la diligencia dan estos y mejores frutos”

Epitafio de don Francisco de los Cobos

(Sacra Capilla del Salvador del Mundo)

 

En noche de niebla, lluvia y ventosa, y a pesar del temporal con nombre de hembra, un ramillete de amigos de los libros se reunieron en El agente secreto, librería que resiste altiva el acoso de las poderosas cadenas de venta online. Me tocó a mí presentar el Libro de Viaje de la aristocrática, exquisita editorial Tintablanca, libro dedicado a Úbeda, ciudad declarada patrimonio de la humanidad junto a su hermana próxima Baeza, lujosa obra escrita por el carolinense Manuel Mateo e ilustrada por el artista Paco Montañés, natural de Alcalá la Real.

No es un libro común, primero porque no es novela como esas que leemos por entretenimiento, y segundo porque se ha puesto en su edición un cuidado singular, mucho amor (de ese del que nos examinarán al "atardecer", según sentencia de Juan de la Cruz): cinta marca-páginas de seda natural, pegatinas personalizadoras, escogido papel italiano, excepcional cosido de sus páginas protegidas por portadas de algodón rojo, resúmenes caligráficos y aguadas de una calidad extraordinaria con detalles de los monumentos y símbolos de la ciudad de los Cerros. Además de servir de guía, aspira a ser también un cuaderno de viaje que el propietario puede anotar, enriquecer motu proprio añadiendo datos, impresiones, dibujando allí o poniéndole punto final.

El género tiene sus antecedentes clásicos. Cuenta el lidio Pausanias por el primer escritor helénico de un libro y guía de viaje con suDescripción de Grecia (Ἑλλάδος περιήγησις), obra en la que da información tan detallada de los monumentos y leyendas relacionadas con ellos, que los viajeros del XVIII y del romanticismo aún la usaban. Algunos de los descubrimientos arqueológicos de nuestro tiempo se deben a sus descripciones o confirman su exactitud.

La guía de Manuel Mateo está escrita con rigor erudito, fundamento de historiador, a la vez que amena claridad y pasión de enamorado de la ciudad de los Cerros, donde no falta, en su elegante prosa, un contenido lirismo. Y toca los puntos esenciales de nuestra "castellana Andalucía" o de nuestra "andaluza castellanía", según fórmula del admirable cronista Juan Pasquau: la importancia del poder de don Francisco de los Cobos (Úbeda, 1477-1547) y de su linaje en la elevación de sus principales monumentos, el protagonismo del alcaraceño Andrés de Vandelvira en su diseño, arquitecto al que la ciudad ha rendido merecido homenaje con un monumento en su plaza principal (Vázquez de Molina). Los restos del románico o las magníficas interpretaciones del gótico tardío, isabelino.

El sentido del templo de El Salvador del Mundo debería ofrecerse como buen ejemplo universal, paradigma de armonismo. En el mausoleo civil más grande de España se conjugan los más nobles afanes del humanismo renacentista: pacifismo (irenismo), espíritu de concordia entre religiones y tradiciones: las del "Libro" (rabínica, cristiana, musulmana) con la tradición pagana, greco-romana, en una apuesta cosmopolita por preservar la dignidad y la libertad humana, identificando la honra (honradez) con la excelencia moral, con las virtudes de la tradición platónica: templanza, coraje, prudencia, justicia, a las que se unen las teologales y propias del cristiano: fe, esperanza y caridad.

Alude el autor de nuestro libro de viaje a las principales leyendas de la ciudad, de la Casa del alquimista, de Palacio del ahorcado (de los Morales) al siniestro descubrimiento de la emparedada, leyenda con fundamento histórico y biográfico en la persona de Ana de Orozco (Casa de las Torres), víctima del monstruo de los celos. Enfrente de este palacio plateresco, con pinta de fortaleza, se crio y maduró sus sueños el escritor más condecorado de Úbeda: Antonio Muñoz Molina, que en El Jinete Polaco (que Manuel Mateo tiene por su mejor novela) cambió el nombre de la ciudad de Úbeda por “Mágina”, la sierra grande y mágica de montes azules y violáceos que, transfigurándose en dorados y sienas durante el crepúsculo, le sirve de sur horizonte, más allá de "la curva de ballesta" que traza desde la sierra de Cazorla -según machadiana expresión-, el Río Grande, el valle del alto Guadalquivir, que también y mucho se nutre de aquel que corre al lado norte de los Cerros, el río de los limos rojos, el Guadalimar, ahora represado por el embalse del Giribaile.

Merecidas son las alusiones al pasado sefardita de la ciudad, todavía por desenterrar en gran medida, y confirmado por el reciente descubrimiento y adecentamiento de la sinagoga del Agua (s. XIII). Sin duda, Úbeda tenía en el XII y el XIII una de las comunidades moriscas y judías más importantes de la España medieval. Un ejemplo es el palacio de los Granada Venegas, un converso morisco que ayudó a los Reyes Católicos a conquistar Baza y Guadix. O la historia de Samuel ha-Levi (Úbeda 1320-1360), almojarife, o sea recaudador, tesorero, administrador y secretario de Pedro I el Cruel. Acumuló tanta riqueza que abrió casa en Toledo y construyó en Sevilla el palacio más fastuoso de la judería en el barrio de Santa Cruz. Y tampoco sería de extrañar que el Inquisidor de Úbeda, dada la cercanía de su casa, levantada mucho después, a la sinagoga del Agua, mayor representante en la ciudad del Santo Oficio, fuese un converso.

“Marca, frontera, cruce de caminos, territorio permanente de pugna y conquista, la ciudad asumió acentos y culturas dispares y la convivencia entre ellas nunca fue fácil”, pg. 126.

Y por supuesto, no faltan tampoco las referencias a la artesanía del hierro, de la cerámica vidriada, del esparto, que resisten en los tiempos del plástico producido en masa, en estandarizada industria sin mano y sin alma. O a los famosos festivales de primavera, internacionales de música y danza, que se celebran principalmente en la iglesia del enorme hospital de Santiago, diseñado por Vandelvira bajo la iniciativa del obispo Diego de los Cobos y Molina, sobrino del secretario de aquel imperio en el que no se ponía el sol. O a ese mar de olivos, que en secreto oleaje deja su espuma en las huertas a pie de muralla, piélago al que se asoma como desde un muelle-atalaya la famosa Redonda de miradores, bordeando los restos del antiguo alcázar moro y de las murallas que lo defendían, y que ofrece una de las panorámicas más increíbles e inefables que el viajero atento pueda disfrutar.

A este, al viajero soñador e ilustrado, le compromete el autor de esta formidable guía-estímulo a perderse como Álvar Fáñez por los laberintos árabes de la capital de los Cerros, sin prisas, disfrutando de su gastronomía y de sus velados misterios, como patios de finas columnas, más allá del día y de la jornada.

(Icono ilustrativo: interpretación de Paco Montañés del escudo heráldico de la familia de los Cobos)

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