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SIGNAMENTO

EL MONO AZUL

EL MONO AZUL

Conocía a Aquilino Duque Gimeno (1931-2021) por sus ensayos, publicados bajo el título de El suicidio de la modernidad (1984). Me sorprendió su hábil empeño en nadar contracorriente y la rotundidad categórica de sus juicios: "El nihilismo de la juventud respondona se ha disuelto en el hedonismo de la burguesía permisiva". Su revisión crítica de la cultura contemporánea no deja títere con cabeza y ha sido acusada de reaccionaria: "Para el pueblo la libertad es el derecho a orar, para la masa el derecho a embestir y para el hombre el derecho a pensar". Parafrasea en esto a don Antonio Machado que habló de esa "España inferior que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza"... Aquilino matiza:"El pueblo nunca ora y embiste a la vez; cuando embiste no ora y cuando ora no embiste".

Su denuncia del "fetichismo igualitario" y chabacano me pareció entonces acertada: "La sed de instrucción es por sí una sed aristocrática". Sevillano y cosmopolita, Aquilino explicaba cómo hoy se tergiversa a Nietzsche para no irritar a los borregos del rebaño socialista ni a las ovejas del cristiano, y por eso se lo convierte en precursor del rebaño anarco-hedonista.

Es interesante su tesis sobre las bombas atómicas lanzadas por Usamérica. Según Aquilino no fueron lanzadas para obligar al Japón a rendirse, cosa que ya desde abril intentaba el Emperador nipón a través de su embajador en Moscú, sino para hacer de la victoria en el Pacífico una victoria exclusivamente americana, pues ya Stalin pensaba intervenir y reclamar a costa de Japón lo que había obtenido a costa de Alemania...

"Las bombas atómicas fueron, pues, dos advertencias a Rusia, dos recordatorios del poderío militar norteamericano en el enfrentamiento que fatalmente se avecinaba entre la patria del socialismo y la del capitalismo."

Aquilino Duque es un autor incómodo tanto por su inteligencia como por la contundencia hiperbólica de su prosa, tan andaluza. No se casa con nadie, es un lobo solitario que armoniza la ironía socrática con la guasa andaluza, llevándola a veces al sarcasmo. Adopta la distancia del erudito con una severidad moral inusual, por ejemplo cuando compara la decadencia de Roma con la de las democracias actuales, según las causas señaladas por Gibbon: el descrédito de la dignidad y santidad del hogar familiar y el aumento de divorcios; el aumento de los impuestos y su gasto en pan y circo (o subvenciones y espectáculo); la obsesión por el placer y el carácter brutal de los deportes; la acumulación demencial de armamento con el enemigo ya dentro; la descomposición de la religión...

Aquilino piensa por su cuenta y riesgo, ácido e inconformista.

Espigué luego algún poema suyo:

<< Realidades

No es posible que todo salga bien. / La vida es lucha y el pasado un cuento / contado por un tonto. / Uno acierta una vez de cada cien, / y no por ser más rápido o más lento / se sale antes o se llega pronto. // La gente es lo que es; no nos hagamos / con ella muchas ilusiones, / que para llamar jefes a los amos / se han inventado las revoluciones. // ¿La fe? Sí, por supuesto. / Y la esperanza. Y el amor. / Y andar por esos mundos con lo puesto, / y ser buen perdedor >>

Y hete aquí que desmantelando la biblioteca de mi cuñado Nicolás Trillo, que en paz descanse, he encontrado una novela del autor sevillano El mono azul (1974) que fue finalista del Premio Nadal y galardonada con el Premio nacional de Literatura. Umbral dijo de esta que es "resumen de la mejor prosa española", al menos de aquella, de la de su tiempo, está por ver que la de este siglo sea mejor.

El mono azul retrata la vida de un círculo de personas, de arriba y de abajo, jornaleros y señoritos, antes y durante la guerra civil española. Me ha dejado prendado la trajedia de Tobalo, un pastor que esculpe en sus ocios figurillas de animales con navaja y corcho, contento con su suerte y fiel a sus señores, al que su salvaje hermano integra en el frente rojo y que, por ver a su madre, deserta y se pasa a la zona "nacional" y al fin es fusilado sin contemplaciones, sin la piedad y el perdón que pidió Azaña al final de sus días...

El mono azul es un símbolo. Cuando estalla el conflicto incivil la ciudad (Sevilla) se llena de camisas de diversos colores y circular por ella es jugar a la ruleta, a la rusa, pues no se sabe el color que priva en cada barrio y te juegas la vida en ello, "afortunadamente había una prenda ambigua, genérica, el mono azul, válida para tirios y troyanos". Era pues el mono azul...

"uniforme común de vendedores y vencidos, prenda que igualaba y nivelaba al que iba a matar y al que iba a morir y al que no sabía su suerte y que en todo caso no quería ensuciarse sus mejores ropas. El mono azul era el hábito de una cofradía, de una hermandad, de una fraternidad de víctimas y victimarios. No importaba que se rompiera o se manchara; era a la vez mortaja y traje de faena, y el que lo llevaba sentía como si al despojarse con su ropa de paisano, de sus escrúpulos civiles, dejara de ser quien era para ser otro, un hombre nuevo, el de la nueva era o la España nueva...".

La guerra es para Aquilino el disparate por antonomasia. Ya Erasmo decía que es tan mala que la hacen mejor lo peores, como el oportunista y cruel hermano de Tobalo que le arrastra a la matanza, o el falangista estúpido que gallea y pistolea para olvidar sus impotencias y que no hace nada por el inocente Tobalo, al que colocan un mono azul para fusilarlo.

– "¡Quiera Dios que en España nadie tenga que ponerse más un mono azul!" –acaba diciendo el protagonista Ignacio. Ni para salvar la vida ni para perderla.

(Ilustración generada por Copilot, Bing IA)

SINIESTRO, OBSCENO Y BELLO

SINIESTRO, OBSCENO Y BELLO

Sobre "Circe", capítulo 15 del Ulises de Joyce

Daniel J. Boorstin, historiador y director que fue de la Biblioteca del Congreso de Usamérica, describe la literatura de la primera mitad del siglo XX como "literatura de la perplejidad". Los dioses han huido y el vacío que han dejado, profetizado por Nietzsche, se ha convertido en un recurso para el arte. No hay mal que por bien no venga. O la expresión de tal perplejidad es prueba de la extraordinaria capacidad humana para sacar provecho de la nada (o del nihilismo) y de la desesperanza ante un destino incierto. Tal vacío o nadismo puede sintomatizar también en angustia existencial... Camus expresó esta situación en El mito de Sísifo (1942), un año después de la muerte de James Joyce:

"En un universo súbitamente despojado de ilusiones y luces, el hombre se siente ajeno, extraño. Su exilio no tiene remedio, ya que no tiene memoria de un hogar perdido ni esperanza de una tierra prometida. Este divorcio entre el hombre y la vida, entre el actor y su escenario, es justamente el sentimiento del absurdo".

Uno de los maestros indiscutibles del sentido del absurdo, quiero decir de su representación teatral, será Samuel Beckett (1906-1989), amigo íntimo de James Joyce. Entre ambos –explica Boorstin– se creó una relación prodigiosa y tácita. Al parecer intercambiaban silencios y conversaciones, sumidos en la tristeza. La infeliz hija de Joyce, Lucía, se prendó de Beckett, quien la llevó a restaurantes y al teatro, aunque al final tuvo que decirle que cuando iba a su apartamento era sólo para ver a su padre. Más tarde pidió disculpas a la importante mecenas Peggy Guggenheim por no haber podido enamorarse de Lucía.

La perplejidad dura todavía. Desde la perplejidad es el título de la obra más original del filósofo Javier Muguerza. Joyce dio forma teatral y en gran medida "absurda" al decimoquinto capítulo de su Ulises (1922). Su escenario es Nighttown, el barrio rojo de Dublin. El capítulo lleva el alias de "Circe" en honor a la célebre maga de la Odisea homérica. El escritor convierte la atmósfera de lupanar en plató de sueños, apariciones tétricas, alucinaciones perversas, fantasías sexuales, delirios sadomasoquistas y automatismos psíquicos.

A la vista de este capítulo no extraña que los surrealistas idolatraran a Joyce, su expresionismo surreal, su "stream of consciousness", esa corriente de conciencia y esos monólogos interiores de su principal protagonista, Leopoldo Bloom, que hicieron época en la historia de la literatura, aunque el recurso del monólogo interior ya usado por Édouard Dujardin en su novela Han cortado los laureles (1887) y Azorín también lo usó en La voluntad (1902), aunque alcanzará su auge y cima en la obra de Joyce y de Virginia Woolf.

Como se sabe, la novela de Joyce es el relato de un día, 16 de junio, en el Dublín de 1904, que algunos críticos quieren ver como símbolo de la actividad (¿trivial, banal?) del hombre en el mundo moderno. Salman Rushdie consideró el Ulises una revelación y destaca cómo Joyce construyó un universo a partir de un grano de arena. Fue precisamente en 1904 cuando el irlandés marchó a Trieste para enseñar inglés, con Nora Barnacle, una muchacha sin estudios ni interés por la literatura, pero a la que el escritor apreciaba por su vitalidad e instinto natural. Se casaron en 1931 y tuvieron dos hijos. Sus vidas fueron duras, con escaseces económicas, dificultad para publicar y refugio en la bebida. Durante sus últimos años, Joyce perdía la vista, su hija sufría trastornos mentales y sus amigos tuvieron que ayudarle para poder salir adelante hasta su muerte en Zurich a principios de enero de 1941.

"Circe" es el capítulo más extenso del Ulises y puede leerse como microcosmos de toda la novela, porque aquí aparecen todos los fantasmas que atormentan u obsesionan a Stephen Dedalus, alterego de Joyce, y al judío irlandés, convertido al cristianismo, Leopoldo Bloom, que puede también interpretarse como un heterónimo del autor. Los espectros de la memoria de ambos danzan en el tablado de "Circe" al ritmo de ansiedades sexuales, diríamos que muy freudianamente.

Podría decirse que Joyce se abre en este psicodrama como un sujeto fragmentado que oxida palabras en un mar rizado de dudas y de ansiedades, de deseos, vergüenzas, temores, culpas y arrepentimientos. Los protagonistas bracean como náufragos en mitad de un torrente de expresiones, de acertijos y de jeroglíficos anímicos. Según el Barón de Hakeldama, la obra de Joyce preludia la novedad de lo inevitable: el hombre que se desploma de la vivencia a la supervivencia y cambia la existencia por la asistencia (la que Bloom brinda a Stephen Dedalus al final del capítulo).

En su preciso y muy documentado análisis, Rafael Rivlin habla de la dramatización del inconsciente en acción, desde la culpa a la redención, del trauma a la transformación, curso simbolizado en la pérdida y recuperación del talismán de Bloom, una patata mineralizada. Los personajes, en efecto, acaban su viacrucis por "los antros de perdición" transformados para mejor, como los hombre de Odiseo cuando Circe, que los había convertido en cerdos, les devuelve la forma humana: "Tornaron a ser hombres, pero más jóvenes aún y mucho más hermosos y altos".

Quizá sea pertinente aquí recordar la formación jesuítica de Joyce (Foucault indagó, en los manuales de confesión católicos e ignacianos, su microfísica del poder y del deseo). El profesor Francisco J. Ramos recuerda, evocando a Lacan, cómo el inconsciente es "la otra escena" y de qué modo la lógica de su temporalidad (ni la de la "duración real" bergsoniana) no coincide con la crono-logía de nuestros relojes. Rivlin trae a colación la influencia de Otto Weininger (1880-1901) en Joyce, el autor de Sexo y carácter (1903) que se suicidó con 23 años y que influyó también en Wittgenstein. Joyce contravendría en este capítulo el androcentrismo misógino de Weininger.

A Joyce la Gran Guerra (1914-1918) ni le iba ni le venía, tanto Bloom como Dedalus son declaradamente pacifistas y Joyce pasó el conflicto en la neutralidad de Zurich pudiéndose ocupar de la Literatura, que le interesaba más que la historia contemporánea. En sus años de universidad ya había abandonado tanto el catolicismo como el nacionalismo, de modo que su posición es distante y escéptica, irónica y hasta sarcástica, lo que le permite contemplar con absoluta ecuanimidad la complejidad contradictoria de la naturaleza humana, de lo sublime a lo ridículo.

La lectura, interpretación y explicación de este capítulo 15 del Ulises me ha llevado al reencuentro con la estética de Eugenio Trías y su filosofía del límite o de la razón fronteriza. Es precisamente en su "cerco fronterizo" donde los opuestos interactúan: espacio de encuentro y de transformación, de cruce entre lo usual –en el caso que nos ocupa, el burdel– y lo extraordinario, entre lo racional y lo misterioso.

El capítulo Circe escenifica provocativamente lo que Trías llama "lo siniestro", que incluye también lo obsceno, lo familiar pero inquietante, lo que provoca extrañeza en lo cotidiano. Lo "obsceno" es precisamente lo que queda o debe quedar "fuera de escena", lo que se oculta y se margina, como hacemos normalmente con las casas de prostitución o los "locales de alterne", lo que rompe con las normas establecidas y puede aparecer como transgresión anticonvencional.

Para Trías –y esto es lo importante a la hora de juzgar el valor artístico de una obra– lo siniestro es el fondo obscuro de la belleza. Aquí hemos de aventurar el concepto de lo que se resiste precisamente a su penetración, a la penetración del pensamiento abstracto, pues resulta muy difícil dilucidar intelectualmente lo que nos causa "vértigo", lo que nos conmueve, nos obsesiona, nos fascina o nos atormenta, es decir, no es fácil hablar de la singularidad salvaje del hecho artístico, lo que Kant llamó, genialmente, "la universalidad sin concepto". Trías sostiene que lo siniestro es condición y límite de lo bello o de lo sublime. Si bien la inmediatez y patencia de lo siniestro o de lo obsceno destruyen todo posible efecto estético. Por eso el misterio debe mantenerse como tal. Sin embargo, la pura y simple represión de ese fondo obscuro hace a su vez imposible que el efecto estético se produzca. Por eso lo siniestro es a la vez condición y límite de lo bello.

"Sin referencia indirecta a lo siniestro el objeto estético carece de fuerza y de vitalidad. Aquí lo sagrado se conserva segregado, separado (joristós) como aquello que no puede ser mancillado ni violado. Si ese efecto de violación se produce, lo sagrado asume un carácter ominoso y execrable (sacer) sobreviene entonces lo siniestro: aquello que 'debiendo permanecer oculto, se ha manifestado' (Schelling)".

Eugenio Trías piensa que lo siniestro asume también el sentido ambivalente de lo inhóspito freudiano (Unheimliches) que resulta contrario al hogar, donde "siniestro" se contrapone a dextero ("agüero dextero", aparece en el Mío Cid). Lo siniestro es así lo aciago, lo torcido, lo que se presenta con obscenidad, allí donde lo más familiar asume el carácter de lo espantoso. Sin embargo, un artificio –pongamos la pornografía– que figura o representa crudamente lo obsceno, sin mediaciones y en pura patencia, se autodestruye como arte. Pero un arte que reprime lo siniestro impide que el efecto estético de lo bello o de lo sublime se produzca. El arte es por eso un velo de ilusión que deja entrever el misterio y lo preserva. Trías cita a Novalis: "el caos debe resplandecer en el poema bajo el velo incondicional del orden". Tal sentido del orden –recordemos a D'Ors– se halla en el fondo de toda lógica como preservartorio de la vida.

En el "cerco fronterizo" del arte, aparecen los daimones medianeros, lo metaxý, los ángeles o mensajeros que pueblan el intervalo entre los dioses –o las potencias irredentas de la naturaleza– y los mortales, como el Eros platónico, bien acompañado de Mnenosyne (madre de las Musas) y de Anamnesis (reminiscencia), así como de un logos dia-lógico, teatral (cómico, dramático y trágico), fruto sabroso de ese descenso a los ínferos y de ese ascenso a los cielos, hacia lo que trasciende el límite (Bien o Belleza), entonces puede hablarse de una poiésis, de una auténtica creación.

De este modo, la singularidad salvaje del arte se abre a la universalidad sin concepto mediante un "juego de formas simbólicas" en donde todo símbolo conserva un núcleo místico, de reserva, como su enigma y misterio. Para Trías, el efecto del arte logrado es el vértigo, una experiencia límite de desorientación que surge en el encuentro entre lo conocido y lo desconocido, lo racional y lo emocional, cuando nos enfrentamos a lo sublime y lo siniestro al mismo tiempo.

El límite no es para Trías una barrera que separa, sino una especie de encuentro. El humano es precisamente el animal limítrofe, que se alimenta de los frutos de ese espacio liminal del arte, de la filosofía y de lo sagrado (las formas o especies libres del espíritu hegeliano), porque en el límite se despliega el ser y allí se produce el diálogo entre lo finito y lo infinito, lo cotidiano y lo trascendente, como en lo pucheros teresianos. En el espacio fronterizo podermos vislumbrar el horizonte de sentido (ineludible para Charles Taylor) donde el hombre se encuentra con lo divino más allá de la comprensión racional, "toda ciencia trascendiendo".

RAZÓN DEL AFORISMO

RAZÓN DEL AFORISMO

<< Un brujo sin humor es un vulgar sacerdote, 

 un filósofo sin humor es un peligroso enemigo >>

Barón de Hakeldama: La miseria iluminada

En alusión al melancólico príncipe de Éfeso, Heráclito, tildado de llorón porque no pudo bañarse dos veces en el mismo río, José Luis Trullo dirige en Sevilla la colección φιλεῖ que aspira a concitar la reflexión en torno a la naturaleza del aforismo, Naturaleza a la que en general gusta esconderse, según el Efesio. El aforismo se consolida hoy en España como ese género literario que filosofa sin renunciar al arte, en Mester de Brevería –si me permiten el neologismo.

Emilio López Medina, decano del aforismo español, disciplina con la que ha venido dominando a siete bestias, siete, ha publicado otro librito interesante: Origen y razón del aforismo (2025) en el que reflexiona sobre la razón de ser del susodicho. Trata en su primera parte del origen, asociado al genio de los legendarios Siete sabios de la Grecia antigua, de cómo estos formularon sus sentencias, muchas con forma de imperativo o mandamiento sagrado (“Conócete a ti mismo”), pero fundadas en la razón natural y relativas a la virtud cívica, siempre en busca de la verdad y de la excelencia (“todo con medida”).La palabra “aforismo” fue empleada por Hipócrates (460-370 a. C.), abuelo de la medicina empírica, en un sentido muy diferente al más amplio que le concedemos hoy, el de sentencia sabia o frase que da que pensar; es voz derivada del griego ‘horos’ (marcar) y ‘apo’ (fuera), es decir, marcar fueradelimitar un concepto; con ella, los sanitarios hipocráticos aludían a lo que nosotros llamamos hoy definición, refiriendo concretamente a un hecho o a una regla para la práctica de la Medicina.

Fue otro médico, Galeno, quien en el siglo II-III de nuestra era extendió su significación: “El aforismo es una fuente de doctrina que brevemente declara la propiedad de las cosas”. El aforismo se abrirá, pues, a la ironía, a la paradoja, a la ocurrencia humorística e incluso a la lírica. Emilio López Medina cita en su ensayito sobre la génesis y evolución del aforismo a Epicuro, a Gracián (adepto a los epigramas satíricos de Marcial, su remoto paisano) y a su admirado Nietzsche…, todos ellos grandes maestros del "aforismo". Considera a esta expresión más amplia y menos austera que "la sentencia", por lo que también las sentencias (y apotegmas, adagios, proverbios,dichos aureos, refranes...) pueden ser considerados aforismos. La RAE delimita el aforismo como “máxima o sentencia que se propone como pauta en alguna ciencia o arte”, lo cual elevaría el aforismo por encima del proverbio o del refrán, a no ser que consideremos también como ciencia y oficio..., el decisivo arte de vivir.

El aforismo es versátil y también se ve impregnado a veces de exaltación dramática o de poesía, por lo que resulta difícil dividir entre aforismos de índole filosófica y aforismos de índole poética, pues tanto la filosofía como la poesía pueden tomar forma sentenciosa o aforística. En segundo lugar, el librito que comento nos regala una breve, pero sesuda ponencia, en la que López Medina reflexiona sobre “la razón aforística”, como buscando una preceptiva que nos permita decidir en qué consiste la verdad de los aforismos. Y es que la razón –como el ser de Aristóteles– se dice y funciona de muchas maneras… Tenemos a Kant por "cartógrafo de la razón", pues trazó el mapa con sus diversas regiones, incluso dejando espacio para el mar de La Fe. El filósofo prusiano distinguió entre el uso teórico ocientífico y el uso trascendental o lógico que nos aclara cómo es posible el anterior; reconoce también otras dos razones prácticas, una que busca la felicidad (pragmática)y otra la dignidad (razón ética); además, no contento con ellas, Kant escribe su Tercera crítica, la del Juicio, para explicar cómo juzgamos sobre lo bonito, lo bello, lo sublime, lo hermoso de ver y de gustar, etc…; y hasta añade un criterio de razón para lo religioso, hallando incluso razonable postular, dentro de ciertos límites, la espontaneidad creadora de la Libertad,la Inmortalidad del alma y la existencia del Soberano Bien (Dios). Y todavía así –añado yo–, Kant se quedó corto, pues le faltaron al menos dos críticas: una de la Razón comunicativa (una pragmática social) y otra de la Razón técnica, que hoy llamamos precisamente razón tecno-lógica.

Pues el caso es que Emilio nos habla en su librito también de esta razón menor, que presume incluida en las anteriores: la razón aforística, que él con rigor analítico piensa como no analítica, sino que más bien se trataría de una razón sintética y hasta meta-sintética, una como intuición de fundamento inductivo derivada de la experiencia vital (razón vital e histórica, orteguiana), próxima a la razón suficiente leibniciana y al método analógico, una especie de razón común vivencial y biográfica, constructora de conocimientos, razón flexiva, asertiva (y por eso más existencial que esencial), inexacta y de expresión breve o brevísima. López Medina pone ejemplos sabrosos para aclararnos todos estos aspectos de La Razón Aforística (uso aquí las “Mayúsculas honoríficas” de Agustín Gª Calvo). El librito contiene además un rico comentario sobre la Traducción de San Jerónimo de la famosa afirmación sanjuanista: “En el principio era el Logos…, y el Logos era Dios”. Jerónimo tradujo el semánticamente riquísimo Logos helenístico del Nuevo Testamento gnóstico, que no sólo refiere a la palabra y reglas de la razón, sino también a las leyes del orden real…, el eximio traductor vertió el Logos de San Juan por Verbum, es decir, tradujo Logos por Palabra, con lo que –según la exégesis de Emilio– individualizó y separó el concepto Dios respecto de la carga de realidad que portaba el término original Logos. Culminaba así la escisión paulatina de la idea original del Logos entre la lógica de la palabra y la lógica de la realidad, y que incluía y significaba ambas. La filosofía subsiguiente ensayaría la difícil reunificación (adecuación, coincidencia, verificación, isomorfismo…) de ambas lógicas, la del pensamiento y la del mundo.

Origen y razón del aforismo se corona con un manojo de aforismos que tratan del aforismo y la filosofía, a los que podríamos llamar “metaforismos” o aforismos de segundo orden. Añadiré aquí a los usos de la razón aforística predominantes, el filosófico y el poético (zambraniano), una tercera pata para su necesario sostén: el uso lúdico de la razón aforística. Si el aforismo aspira a revelarnos el sentido profundo de tales o cuales experiencias vitales, también juega a ocultarnos la mano que lo escribe, como esa que metió el conejo en la chistera y que es distinta de la que lo saca para sorprendernos y maravillarnos en el escenario. El juego de ocultar para mostrar o mostrar para ocultar, el disimulo de toda escenografía inventada por la escritura (Francisco J Ramor), es privilegiada imitación del pensamiento, “su monumento” –como dijo Platón.

El aforismo como juego de palabras, alarde de ingenio creador o invención de neologismos, cumple también una función iluminadora, como los “parapensares” de Miguel Agudo Orozco, función que Carlos Edmundo de Ory asignó a sus “aerolitos”, con los que el aforista pretende a veces azuzar las conciencias adormecidas o, mediante un delirio inventado, facilitar el vuelo de nuestra imaginación tal que suelen hacer las famosas greguerías de Ramón, carentes por completo, al contrario que muchos de los aforismos de Emilio, de una bendita función moralizadora o edificante. Salvador Dalí también cultivó el aforismo –mayormente oral y provocativo– en este sentido que igualmente podríamos llamar lúdico:

“Pienso que la vida debe ser una fiesta continua. Estoy contra Descartes porque era un señor que pensaba. Yo no pienso nunca: juego”.

A los aforismos de Emilio tampoco le han faltado nunca las francas y juguetonas razones de la ironía y del buen humor... "Quien sabe decir, sabe sentir" –nos dejó escrito Cervantes.

LA ELEGANCIA DE TERESA (NUMEN ORSIANO)

LA ELEGANCIA DE TERESA (NUMEN ORSIANO)

(Las páginas señaladas pertenecen a la traducción de Rafael Marquina con dibujos de Rosario de Velasco como el que sirve de ilustración a esta entrada; editorial Éxito, Barcelona 1954)

La Bien Plantada es una “extraña novela” de Eugenio d’Ors, escrita y publicada en 1911. La llamo "extraña" porque está más cerca del ensayo lírico o de la poesía de pensamiento que de lo que tradicionalmente llamamos novela. La obra se publicó originalmente en catalán en la sección "Glosari" del diario La Veu de Catalunya. Se editó en un único volumen al año siguiente y se reeditó en 1936. Alcanzó rápido éxito y fue considerada una de las más representativas del noucentisme catalán (“nou-“ con el sentido de nueve y nuevo). La crítica destacó su carácter filosófico y su representación de valores como el preciosismo, el clasicismo, la laboriosidad y la fecundidad maternal.

La Bien Plantada se llama Teresa y es elevada por Eugenio d’Ors más que a símbolo, a numen regenerador de la cultura mediterránea, cultura pensada como "eón" intemporal. Su figura conserva una divina impasibilidad lunaria. De natural mesura y buen juicio, cuando la vemos aparecer la paz nos inunda el pecho: ¡tan sencilla, tal delicada, tan señora! Con su invención, Xenius (pseudónimo del autor) aspira a curarnos de romanticismos decimonónicos, con el antídoto del ideal clásico. Ella es instinto y medida, inteligencia y cultura. “Teresa corresponde al neoclasicismo” (pg. 35).

Aunque se pretende símbolo racial, subyace en su naturaleza cierta aspiración universalista. De hecho, nació en Asunción, capital de Paraguay, en las Américas hispanas. Es por tanto híbrida y "providencial extranjería", pues para que una sangre se renueve es preciso un poco de otra sangre –escribe el autor. “Milagro y naturalidad son en ella una misma cosa y “a su alrededor sólo puede darse concordia y benigna avenencia”. D’Ors compara su audacia tranquila con la de Raimundo Sibiude (o Sibiuda) en su Teología natural y alude también al Canto espiritual (sic) de Juan de la Cruz, en el que Maravall vio “la eternidad de lo sublime” (54).

Teresa representa el “eterno femenino” (Ewig-weibliche) que en El secreto de la Filosofía (1947) adquiere la categoría de eón, concepto que toma D’Ors de la filosofía alejandrina con el significado de fenómeno histórico que se reitera como constante histórica (Lección VI)… “porque las mujeres son los palpitantes canales por donde llega a lo futuro la sangre ancestral y toda su gracia infinita” (55). En cada uno de los dichos lacónicos de Teresa encuentra Xenius lección de catalaneidad auténtica, de patriotismo mediterráneo y de espíritu clásico: claridad y seguridad tranquila.

El símbolo de la Bien Plantada es un árbol: “Por las raíces bajas, el árbol está bien plantado en la tierra. Por las raíces altas está bien plantado en el aire y en el cielo”… “Así nuestra Teresa bebe la noble savia de todos los muertos de su Raza, que es la nuestra, y de su cultura”, aun célibe pero con novio, desearía tener criaturas suyas (73s, 75); desea como platónica esencial engendrar en la belleza. Rinde así pleitesía a lo general vivo, una categoría (D’Ors va siempre de la anécdota a la categoría porque piensa que el filósofo es "especialista en ideas generales" y se tiene por tal), y la Bien Plantada es también categoría porque escucha bajo la tierra la voz de los muertos; o en los aires, la voz de sus futuros como escogida para “restaurar la Raza”.

Pasa sus vacaciones en un pueblecillo de marina a pocos kilómetros de Barcelona donde todo el mundo se conoce y donde reina como representación de la Cultura y la Tradición. D’Ors confía en el culto a la Bien Plantada para recuperar lo que de clásico hay en nosotros, frente a la furia ibérica (de la que también participa lo catalán) y frente a aquellas abominadas fuerzas de descomposición que por mal nombre llaman “romanticismo” (105), una caída desde el cielo de las cosas inmortales a las cenizas de natura, pues es Natura la escoria que se desprende de los ideales cuando se elevan atrevidísimos al cielo, residuo y escombro que dejaron las ideas mientras ascendían.

Anuncia D’Ors en esta insólita novela la resurrección de Pan, paradójico representante, a la vez, del pluralismo y la mesura que revelan "las ancestrales lecciones armoniosas":

“En breve será hecha la luz, y los hombres reconocerán nuevamente que más que en toda la bárbara ciencia que habéis aprendido hay verdad y sabiduría en una sonrisa de Sócrates o en una voladora y encantadora metáfora de Platón, el divino. El gusto irá haciendo cada día más amada la moderación y decaerá así el culto impropio del Becerro, y los hombres serán menos tiránicamente movidos por el apetito del logro, y se dará su justo precio al ocio exquisito y al sagrado juego y a las formas acabadas y a la ironía (…).

“Mientras tanto, que cada uno desvele y cultive aquello que en él hay de angélico, esto es: el ritmo puro y la suprema unidad de la vida; lo que declarado quiere decir: la elegancia. Aconsejaron los últimos románticos: Haz tu propia vida como un poema. La Bien Plantada aconseja mejor: Haz tu propia vida como la elegante demostración de un teorema matemático”.

Xenius se comprometerá a hacer de misionero del evangelio de Teresa. No manchará su alba túnica socrática ni siquiera acompañándose de retóricos, heteras y libertinos. Conservará a pesar de todos la serenidad, los valores de la contemplación, una ironía rica en indulgencias “y una misma majestad y prudente juicio y mesura”.

“Tú has de ser ejemplo de calma y no serás infiel al sentido de la proporción” –le escribe epistolarmente Teresa a modo de despedida–… “Solamente a precio de esta contención podrás anunciar mi palabra. Ve, pues, e instruye a las gentes, bautizándolas novecentistas en nombre de Teresa” (109).

***

La Bien Plantada formará con Gualba, la de mil voces (1981), La verdadera historia de Lidia de Cadaqués (1954) y Sijé (1981) la tetralogía novelística del maestro: “Las Oceánidas”. Se las ha considerado novelas mitológicas o míticas, porque sus personajes son símbolos. Teresa simboliza la musa-ángel, lo platónico, el arquetipo o ideal de perfección; Gualba sería lo instintivo, lo incestuoso y presocrático; Sijé, la misteriosa sirena, el devenir temporal; y por fin, Lidia, la sibila-bruja. Carlos D’Ors –nieto de Eugenio– presenta a Teresa como arquetipo estético botticelliano, mientras que Lidia figuraría como numen goyesco; Sijé, como tintorettiano; y Gualba, como numen rembrandtiano.

Es evidente el interés e inclinación orsiana por la estética y dentro de ella por lo clásico. Se ha dicho que Eugenio D’Ors repartía diplomas de clasicismo. Según él, dos fenómenos socioculturales acreditaban el clasicismo de un autor: que se le atribuyen obras apócrifas y, segundo, la interiorización de sus ideas por parte de las gentes, sin acordarse estas de quien las puso en circulación. Y es que la cultura se adopta y vive de modo inconsciente.

D’Ors pensaba que los mitos, heredados o inventados, no tienen por qué obrar en prejuicio de la razón, sin embargo prueban que la cultura desborda los límites de la conciencia individual para inscribirse en una sobreconsciencia (concepto seguramente tomado de Bergson), es decir, eso que queda cuando uno ya no se acuerda de lo estudiado. Porque la cultura abarca además de lo pensado lo incorporado inconscio (por decirlo con un adjetivo de Giner de los Ríos). El individuo adopta sin saberlo, y a veces sin entenderlo, el músculo mental a la sabiduría acumulada (“Todo lo que no es tradición es plagio”, en la célebre fórmula orsiana, pues, quien renueva, también rememora). En opinión de Mercè Rius, notable estudiosa del autor catalán, este escribió su novela más famosa para expresar todo esto y así forjó uno de sus mitos más queridos:

“Teresa es un nombre castellano. Allá [en Castilla] es un nombre místico, ardiente, amarillo, áspero […] Pero llega el mismo nombre a nuestra tierra [Catalunia], y de pasarlo por la boca de otra manera adquiere otro sabor. Un sabor a un mismo tiempo dulce y casero, caliente y substancioso con el de la torta azucarada.”

(Mercè Rius anota que en la edición catalana dice “Allí dalt és un nom adust, encès, groc, ascètic, aspre”. En la versión de Marquina desapareció el “adusto”, y “ascético” se sustituyó por místico. La edición crítica a partir del Glosari restituye el original “biliós” –bilioso– en lugar de “ascètic”).

La Bien Plantada personifica la cultura catalana buscando extender su radio, en el tiempo, hacia el pasado (clasicismo) y el futuro (noucentisme) y, geográficamente, dándole una amplitud mediterránea. Figura Teresa una “idea-fuerza” (en el sentido que dio a este concepto Alfred Fouillée),  como las de civilidad o Unidad de Europa, que tanto gustaron a Xenius, tanto como el principio de orden, que integró para él los de razón suficiente y acción creadora.

CEREZAS RUBÍ DE GABRIEL MIRÓ

CEREZAS RUBÍ DE GABRIEL MIRÓ

"¡Adónde huye nuestra piedad!"

"¿Señor, es que duerme siempre en nuestras entrañas una hez abyecta de crueldades?"

Gabriel Miró. Las cerezas del cementerio, 1910.

 

La obra de Gabriel Miró (1879-1930) encuadrada en la generación novecentista, supera el viejo realismo decimonónico, lo trasciende a través de un lirismo descriptivo y narrativo originalísimo, muy personal.

Poco importa que el decadente mundo del caciquismo, universo rural de patricios y siervos, amos y criados, con la burla amable hacia el clero, aún sirva de marco a sus tramas novelescas, en las que importan sobre todo las relaciones personales, en cuya comunicación doméstica e íntima renace y se explora la hiperestesia romántica.

Miró no escribe novela de tesis social. Se ocupa de de sentimientos complejos y encontrados, de la belleza y de la fealdad, de la piedad y de la crueldad. Fue víctima el escritor alicantino de una injusta crítica de Ortega, quien también dificultó su acceso a la Academia, y cuya candidatura presentó Azorín. Valle-Inclán y Juan Ramón contradijeron al gran filósofo y defendieron la calidad de la obra de Miró, que hoy merece ser tenido por un clásico. Y no sólo por su novela El obispo leproso, que escandalizó al integrismo católico más reaccionario.

En el caso de Las cerezas del cementerio esta mística de amores, a la mujer eterna y a la naturaleza -madre o madrina o madrastra-  toma la figura del señorito levantino Félix Valdivia y de sus arrebatos con una mujer mayor malcasada, Beatriz, y una prima. En el misticismo naturalista (acaso de inspiración nietzscheana) de Miró se oyen también los ecos de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.

Gabriel Miró es un fino estilista, un orfebre de la lengua, sobre todo en las descripciones de luces, ambientes camperos y paisajes interiores, entendiendo por tales paisajes igualmente los estados de ánimo y las ánimas de sus personajes. Estudió la psicología de su época (cita a Binet).

Se entrega en esta obra, primera novela de su madurez literaria, a un afiligranado regodeo estético. Narrador omnisciente, Miró no se conforma con emplear un léxico rico, para cada cosa su nombre preciso, sea hierba o mueble, como gálbulos se llaman los frutos de los cipreses y plato macerina el que contiene una jícara para el chocolate en su centro..., sino que también rescata nombres castizos y hasta se permite emplear verbos procedentes del latín sin registro oficial como "bauvear", e. d., quejarse los perros.

La lechuza (glaux, en griego) ve en lo obscuro con ojos fosforescentes, es decir "glaucos". Emblema de la Sabiduría, pajarraco de Atenea son la lechuza o el mochuelo. Dijo don Miguel de Unamuno que Gabriel Miró tenía una mirada glauca, de mochuelo... Lo comprobó en una visita que hicieron juntos al monasterio de Poblet. Porque la mirada clara y serena del escritor levantino ilumina cuanto mira con luz difusa, interiorista.

"Ilumina con sus ojos el ámbito tenebroso en que se mueve".

El de las figuras que hiñe, que amasa como si fueran paisajes (Unamuno. Prólogo a Las cerezas del cementerio).

Nota bene

Sobre esta novela escribió También Juan Poz en su bitácora (blog): "Diario de un artista desencajado".

Sobre la desafortunada crítica de Ortega cfr. "De cómo Ortega malentendió a Miró", Guillermo Laín Corona; https://revistas.uned.es/index.php/EPOS/article/view/17383

 

 

LIBRE Y DESDICHADO

LIBRE Y DESDICHADO

¿Cómo podemos recordar que se nos ha olvidado algo?

Con esta extraña pregunta de difícil respuesta acaba la curiosa novela, y muy traducida a otros idiomas, de Félix de Azúa Historia de un idiota contada por él mismo (1986).

Boga su autor con independencia, como la que le ha hecho abandonar las columnas del periódico convertido en hoja parroquial de la secta política en el poder.

El protagonista se embarca en una trágica investigación sobre la felicidad, a la que buca en el amor, en la especulación filosófica, en la creación artística. La conclusión es negativa. Es el miedo a la insignificancia lo que nos mueve locamente a buscar la felicidad, el miedo a la muerte, pero de esta trágica experiencia de no hallarla se sigue una interesante moraleja: Hay que prestar atención a lo que se ENCUENTRA y no a lo que se BUSCA.

Novela de ideas, de humor, de formación y generacional, el ingenio de Azúa brilla y tiene algo que ver con el cabreo o con la angustia elegante del desengañado, del que no confía en panaceas eróticas ni en utopías políticas.

Algunos críticos, como Josan Hatero tienen está Historia de un idiota... por la mejor obra de Azúa. Es difícil que su despiadada comicidad te deje indiferente, y no obstante hay también en ella ciertos arrebatos poéticos. No por casualidad Félix de Azúa fue uno de los Novísimos de la famosa antología editada por J. M. Castellet, de lo cual se burla también el "Idiota", cuyos sarcasmos delatan la incomunicación del hombre contemporáneo, las paradojas del poder y la miseria de los famosos.

La investigación sobre el contenido de la felicidad a la que se entrega el Idiota acaba concluyendo con que a los humanes sólo nos interesa lo negativo:

"Mundos felices, sociedades felices, humanidad feliz, cultura de la felicidad; este es el contenido de la guerra, de la explotación, de la estafa, de la destrucción. Estás son las banderas de brillantes colores que preceden a las columnas de esclavos camino de su exterminio".

El protagonista abomina del contenido de la felicidad, ese cebo con el que nos engatusa el aspirante a tirano. Prefiere considerarse un hombre LIBRE Y DESDICHADO, eso sí, ¡con la capacidad de asombro intacta!

 

DEBUSSY

DEBUSSY

 Es uno de mis compositores favoritos porque me hace soñar con mundos fantásticos, mágicos, primitivos, en los que bailan faunos, nadan sílfides, cantan fuentes y hermosas ninfas tocan los cristales del arpa mientras atardece un sol antiguo.

Ligero, refinado, sus melodías se transforman y regresan renovadas. Circulan como olas que van y vienen refrescantes.

Sorprende que la crítica "demoliera" el Preludio para la siesta de un fauno cuando fue estrenado a finales de 1984. Los gustos cambian y los críticos de equivocan.

A Mallarmé, en cuyo nostálgico poema se inspiraba la composición de Debussy (1862-1918) le encantó el Preludio, así que le dedicó estos versos al músico:

Silvain d’haleine première / si la flûte a réussi / ouis toute la lumière / qui souflera Debussy 

HONEGGER

HONEGGER

He dejado que el azar decida qué escucho hoy por la mañana en mi venerable tocadiscos, el que nos regaló mi padre y que he conseguido restaurar para disfrutar de mi nutrida colección de vinilos en el campo.

Azar ha decidido bien, Casualidad ha guiado mi dedo hacia un encuentro favorable, y he sacado el disco que ilumina esta entrada. Digamos que he hallado cierta armonía entre mi estado anímico y el que promueven las dos sinfonías de Honegger, agitación primero y luego idílica serenidad campestre.

Arthur Honegger (1892-1955) fue compositor suizo de cultura francesa que se adaptó, ya lejos de romanticismo y misticismo, a las polimorfías y atrevimientos sonoros de las vanguardias modernas, pero sin exagerar la nota obscura ni caer en lo horrísono e inarmónico.  Afín al grupo parisimo de Los Seis, meditativo, filosófico, es un creador original y sensible que quiso acercar el milagro de la música de calidad al aficionado medio. No desdeñó componer para la escena, la radio y el cine. Inventó  oratorios con letras de poetas contemporáneos; Cocteau, Valery, Claudel... Y cinco sinfonías en que muestra su respeto por la tradición del barroco y el primer clasicismo.

La primera de sus sinfonías le fue encargada por el director de la Orquesta de Boston Serge Koussertzky, a un Honegger de 38 años. Encontramos en ella el eco tumultuoso y violento de composiciones anteriores, Pacific y Rugby. A la atonalidad del primer movimiento se suman la expresividad melodiosa del segundo y el aire juvenil del tercero (presto).

La Sinfonía número cuatro para orquesta de cámara (1946), subtitulada Delicias Basilienses, es un agradable divertimento que contrasta con el dramatismo trágico de las sinfonías precedentes. La segunda refleja la atmósfera sombría de la segunda guerra mundial, la tecera, Litúrgica (1946) protesta patéticamente contra la guerra. La Cuarta se inspira en la naturaleza de los alrededores de Basilea y sublima una vieja canción suiza carnavalesca.