La maldición de Adán
Rafael Bellón Barrios. La maldición de Adán. Ed. “El genio maligno”, Granada 2008.
Primera, precoz obra, de un jovencísimo universitario ubetense. Una colección de artículos iconoclastas, cultos, sofisticados, de un moralismo paradójico que ronda la sátira. Tienen por ventaja una prosa ágil, sugerente, a veces demasiado rotunda, casi siempre interrogadora, reflexiva, lírica, melancólica...
La obrita posee valor añadido para quienes vivan en Úbeda o hayan estudiado humanidades en Granada, pues podrán comprender el alcance concreto de los nombres y episodios, humanes y desmanes, que en ellos se refieren y critican.
¡Muy recomendable para melómanos! En estos artículos hallarán magistrales descripciones de las óperas de Wagner o la música de Mozart: “de luz septembrina y de lascivia adolescente; de niebla primaveral y de ternura juguetona; de dulce absolución de los pecados que no cometemos y de tierno, licuante encuentro con las personas que perdemos de vista o que no llegamos a conocer”… También podrá encontrar el curioso musicólogo interesantes comentarios sobre la música popular: música de plenitud, como la bossa-nova; o de la carencia: como el flamenco, el blues o el tango.
En “Contra los poetas”, el autor arremete contra los poetas solipsistas, descreídos y trepas, contra el poeta neurótico y/o mala persona, “parodia de hombre con parodias de sentimientos”. Propone por ello que devolvamos el cetro de la cultura a los sabios, a los eruditos. Hay cierta “gótica” pulsión en esta pugna autolesiva o autoinvalidante. A fin de cuentas, todos los poetas exageran, y el mismo autor tiene mucho de poeta.
Aguda reivindicación de autores injustamente olvidados o elididos: Eugenio d’Ors, Aquilino Duque, Pedro Cerezo… El autor explota hasta el esperpento el contraste entre la alta cultura en que se mueve como pez en el agua y las trompetas “apocalípticas” o las sombras sicotrópicas de la cultura de masas, como un náufrago obligado a capear sus juveniles ardores en la caverna platónica de cualquier discoteca.
Como buen platónico, niega que la actualidad de los Media, y su “conjunto dispar de acontecimientos vagos y pintorescos” sea la realidad: “Un campesino se entera de que un tal Ibarretxe tiene orejas de murciélago y se siente muy feliz de ser vasco. Son cosas que no tienen nada que ver con la vida de uno y que constituyen simplemente una manera de evasión mucho más aburrida desde luego que las novelas de Stevenson o Ridder Haggard”.
Frente a los ídolos de la tribu progresí, traza el “elogio de lo pijo” o canta la belleza de la pasión semanasantera (¿podríamos escapar de la idolatría?). Frente a los ídolos de la tribu nacional, se pregunta por su incapacidad para entender las maravillas del fútbol. Frente a los ídolos de la carpa juvenil, ensaya la blasfemia: el rock ha sido una maldición para la música popular; el divo del rock, “ese ser a medio camino entre el diletante, la eminencia parda, el bardo adolescente y el loco caligulesco”. No obstante, fiel a su edad en esto, declara al botellón como “el acto civil más hermoso desde que se inventó la noche de San Juan”.
Juega Rafael Bellón con interesantes paradojas, como esa de que nuestros mayores fueran al cura a confesar gratis los pecados que cometían, mientras que nosotros vamos al psicoanalista para confesar pagando los pecados que no cometemos.
Como aficionado a la antropología social, reflexiona con particular agudeza sobre la prensa del corazón, la del esplendor y la de la miseria, y sobre las causas de su éxito; cuestiona muy compasivamente la indignidad de la prostitución; divide a los articulistas en dos: aquellos que escriben “homilías progres” y aquellos que escriben “españoladas campanudas”; y define a los frikis, con los que se siente solidario, como la “triste y poco dionisíaca fermentación de una vendimia que sólo dio uvas pasas”, neuróticos marginados entre los que él mismo se incluye autocompasivamente.
Luce su capacidad para la sinopsis de una travesía alucinada en “Fandangos de Copenhague”, sobre su viaje por la babel en que se ha convertido la globalizada Europa. Me ha parecido particularmente interesante su alegato sobre el sentido del dolor. Aunque sólo puedo admitir como una licencia poética eso de que el masoquismo nos haga independientes y libres, o sea, como una exageración, comparto el desdén del autor por ese orgullo hedonista que ahora se alía con el ateísmo en torpes proclamas de autobús en nuestra atontada sociedad analgésica, porque el placer es sólo “una luz que alarga la sombra de sus obstáculos. Mientras el dolor es una sombra que deja ver la luz de los placeres”… ¡“Que no nos obliguen a gozar, por favor”!
Estos breves y sugestivos ensayos no se caen de las manos, se leen de un tirón, son una muestra fresca de un periodismo de ideas que cultivaron Ortega y d’Ors, y hoy siguen cultivando con solvencia y éxito Marina o Savater, un periodismo tan preclaro como raro. Parecen describir la tensión entre un poeta y un erudito en ciernes, entre un creador y un sabio, entre un estudioso solitario y algo atrabiliario, y un ciudadano de pro, educador y moralista. A mí estas aparentes antítesis siempre me parecen integrables, compatibles, pero admito que esas guerras interiores suelen ser padres y madres de nuevas obras. La tendencia juvenil a dogmatizar se mide aquí muy seriamente ya con la reflexión y la duda.
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