LOS TRES ESTADOS DEL YO
El primer mandamiento del humanismo debiera ser: “No tomarás en vano tu nombre propio”. Es lo que nos recomienda Juan David García Bacca (Antropología y ciencia contemporáneas, Anthropos, 1983). En nuestros días, único es cualquiera, y para confirmarlo se escriben los nombres de las personas con minúscula, en los créditos, en los apodos de las redes sociales de internet.
La negación del yo revierte a su afirmación, pues es el yo quien niega. Ya lo vio San Agustín, antes que Descartes: si fallor, sum. La verdad de yo es tan concreta como el aire que respira. No hay manera de aniquilarla. Aunque uno pueda encogerse de hombros –como Hume- cuando se pregunta por su propia esencia, o describirla como un teatro de fenómenos mentales. Por más que el yo pueda ser tan inesencial como menesteroso de contenidos ajenos, ahí está, tozudo, como soporte de todo cuanto pasa.
Una de sus propiedades paradójicas es que al yo todo se le convierte en universal cuando piensa o cuando habla, pero en realidad el verdadero nombre del yo es tan secreto que no se puede hablar de él en singular, so pena de hablar de El Singular, en universal. Tiempo y espacio real son determinados por la existencia del yo, aquí y ahora. El yo funciona como atmósfera en que todo lo otro, colores, sonidos, pensamientos… está sumergido. Existe como mí y en forma de mí, por esto mismo –aclara oscuramente García Bacca- el yo se empapa, impregna y embebe en cada cosa en particular y no queda aparte de ninguna.
Pues bien, como el agua, que puede darse sólida, líquida y gaseosa, el yo puede encontrarse en tres estados: el de uno cualquiera, el de particular y el de individuo.
Por mucho que mi cuerpo sea mío, su crecimiento y erosión difícilmente se pliega a mi arbitrio (¡ojalá!), sometido como está a leyes físicas y biológicas, es un cuerpo de tantísimos, es por eso, en rigor de realidad, un universal. Y deja de ser mío no porque yo lo abandone, sino porque me deja a mí, el muy ingrato, por su base fisicoquímica se deshace tanto que –bien a pesar mío- dejará de ser mío. El cuerpo de cada uno es un cuerpo cualquiera, tratado, como uno cualquiera, según leyes universales.
Es consistente por tanto que una época como la nuestra, cuyos sujetos se piensan sólo como cuerpos, escriba el nombre propio con minúsculas. Consistente y triste.
Mejor se impone el yo en el estado de particular. Los seres humanos poseen además de propiedades físicas, cualidades morales, religiosas, científicas, literarias, políticas, etc. Como particulares, deben ser miembros de un de una institución, partidarios de una opción política, fieles de una religión… ¿Cómo impone el yo su mismidad a la religión, al arte, a la ciencia, a la política? Estas realidades culturales se dejan hasta cierto punto poseer en forma personal, particular, y entonces puedo hablar de mi religión, mi arte, mi conocimiento…
El yo tiene que ser, por fuerza, uno cualquiera, debe ser un particular, y –esto es lo más grande- puede ser un individuo. A partir del Renacimiento, el yo moderno cree poder ser dentro del orden o estado individual. No todos desde luego, pueden llegar a ser políticos eminentes, artistas originales, inventores o reformadores religiosos… El Renacimiento se caracterizó, según García Bacca, por la exigencia de que el máximo número posible de seres humanos se ponga en estado individual.
Pero el dominio de la estadística disminuye al ascender de la categoría de cualquiera a la de particular y a la de individuo. El número de individuos ha crecido, pero no se cuentan por millones, como el número de buenos ciudadanos, buenos fieles, buenos particulares, mas se cuentan sin nombres propios o llevando en vano el nombre propio.
Y sin embargo triunfa el narcisismo, triunfa el egoísmo…
El egoísmo –nos previene el filósofo- no es tan sólo un feo vicio; es irrealizable, se queda en pura tentación o intención. Esto es así porque el proyecto filosófico de ser yo, un ente dotado de singularidad, de unicidad, únicamente se puede mantener en la esfera personal: de yo a yo, de yo a tú, de yo a otro; pero no en la esfera del yo frente a objetos.
La experiencia de quedarse uno a solas consigo mismo –maldición del egoísta- es la más desagradable experiencia que pueda darse. La soledad es la locura. Nadie puede ser perfectamente yo por mucho que acaricie esa idea. Hemos de admitir que podemos ser yo individual, debemos ser yo particulares y, sin evasión posible, somos uno de tantos, uno cualquiera. Si intentamos transformar todo en originalidad, en yo, hay que tener presente la frase orteguiana: “La dosis de personalidad se mide por la dosis de soledad que uno puede aguantar”. ¿Cuánta soledad podemos aguantar los modernos, asediados por radios, televisiones, ruidos, agobiados por la superpoblación, acostumbrados a la emoción segura de la canalla en el estadio…
“Me temo –concluye García Baccca- que podamos aguantar y nos dejen aguantar muy pequeña dosis de soledad; y seamos, por ello, los modernos, de muy pequeña personalidad”
1 comentario
Ana A -
necesitamos a los otros , pero no menos que necesitamos los momentos de alejamiento para no diluirnos en la masa indiferenciada de "gentes"... Y otra cosa: Tememos correr el riesgo de la universalidad por miedo a equivocarnos cuando hablamos, pero sin ese riesgo no hay pensamiento.
El pensamiento que no se publica ¿qué es?