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Mejor un duelo de esperanzas

Mejor un duelo de esperanzas

En los conflictos históricos no suele haber malos ni buenos, al contrario que en las antiguas películas del Lejano Oeste. Pero la guerra es tan atroz, tan mala –como decía Erasmo- que la hacen “mejor” los peores. Respecto a la guerra incivil española, era hora de que algún escritor ecuánime pusiera lo obvio, con todas sus contradicciones, en claro. Es lo que ha hecho Andrés Trapiello con Ayer no más.

Ni los unos ni los otros se empeñaron seriamente en consolidar la democracia en España en los años treinta del siglo pasado. Prefirieron matarse. Si unos estetizaban la política o la absorbían en la religión y el mito, otros politizaban la estética, pero el fin era el mismo: el totalitarismo.

No hubo una posición claramente progresista y otra claramente reaccionaria. Y desde luego, los republicanos, los demócratas fueron demasiado escasos. Ya sabía Aristóteles que sin una clase media fuerte la democracia no se sostiene. Las conductas se volvieron criminales sin solución de continuidad y la República estalló por todas sus costuras. Pero no es cierto que la guerra fuese una fatalidad, ni un azar del destino ni un destino del azar. En los dos bandos hubo quienes la deseaban y esos acabarn por llevarse el gato al agua y ya se sabe lo poco que les gusta a los gatos que los bañen. Los que encendieron la mecha, prefiriendo el fuego a las razones. Vengar injusticias seculares, defender derechos y privilegios, no con la persuasión, sino con las armas. Unamuno se percataba de ello en mayo del 36, en una carta que cita el autor de Ayer no más: anarquistas y fascistas afilaban ya sus espadas. “Y uno y otro [anarquismo y fascismo] en una forma peor que de barbarie, de estupidez” -escribe el vasco agonista.

 “La transformación de la doctrina cristiana o de la utopía del paraíso socialista en eslóganes de violencia despertó en muchos el deseo de asesinato y la seducción de la represión colectiva, y los instintos fratricidas alentados por los padres acabaron también siendo instintos parricidas, que revolvieron a sus hijos contra ellos”.

Eso piensa el atormentado protagonista e historiador de la novela. El cual llega a sospechar que si unos reprimieron y cometieron más fechorías que los otros fue, simplemente, porque pudieron. Si los otros hubiesen podido, sin duda lo hubieran hecho parecido. Recuérdense si no las purgas y las deportaciones masivas de pueblos enteros perpetradas por Stalin. En ambas retaguardias se cometieron excesos de lesa humanidad… “La retaguardia –escribe Trapiello- es por definición tenebrosa”.

Es curioso que hoy algunos saquen a la calle la bandera republicana como símbolo de la resistencia o el derecho al desagravio del bando que perdió la guerra: “durante la guerra por cada bandera republicana había veinte de la Cnt, de la Fai, del Poum, del Pce, de la Ugt, de cualquier partido menos de la República; esto fue algo que les chocó incluso a los fascistas cuando tomaban una posición y se apoderaban de alguna: en el frente republicano no había banderas republicanas”…

Por otra parte, “las verdaderas aspiraciones de los republicanos más centrados: subsidio de desempleo, seguridad social, jubilaciones, matrimonios civiles y divorcios, aborto e igualdad entre hombre y mujeres han quedado cumplidas y rebasadas en muchos casos en esta monarquía”… Y durante el final de la dictadura, en los años del aperturismo. Monarquía, por cierto, que ha jurado respetar un Pacto en el que se afirma, en sus primeras líneas, que el verdadero Soberano es el Pueblo, monarca que, por tanto, reina pero no gobierna, cosa que muchos olvidan.

Desde luego, hay que recordar. La historia es -decía Ortega- el tesoro de los errores. Y es difícil recordar sine ira cuando se ha sido víctima de una terrible injusticia, cuando han matado a tu padre delante de ti o le han encerrado por años sin un juicio justo. Pero no tiene justificación que afecten resentimiento quienes no vivieron aquellos atropellos, y rasquen en el estiércol de la historia con fines propagandistas e con intereses torticeros, como hace la desagradable y maquiavélica Mariví de la novela de Trapiello.

Nada más triste, después de tantos años, que resucitar aquel horror con una “guerra de esquelas”, en que los azules exhiben las de las víctimas del “terror rojo”, y los rojos las de las víctimas franquistas. Por supuesto, tanto la mala como la buena memoria pueden ser un obstáculo para el buen pensamiento. Un buen pensamiento sería el que estuviese gobernado por el afán de conciliación y la voluntad de paz, antes que por el afán de venganza y la búsqueda de un nuevo enfrentamiento, como si España no pudiera dejar de ser jamás aquel “país ineficiente entre dos guerras civiles” del que habló con íntima tristeza don Antonio Machado, cuyo hermano, por cierto, cayó en el otro bando. Traigo igualmente aquí a colación -como Trapiello- el epitafio que adorna la tumba de don Manuel Azaña en Montauban, de un Azaña descorazonado porque era muy consciente de que se habían y se estaban cometiendo fechorías en nombre de la República:

 “Paz, Piedad, Perdón”

 La transición fue posible –Trapiello recoge esta reflexión de Fernando Savater- precisamente por el acuerdo tácito de todas las fuerzas políticas de pasar página… Es inútil querer desenterrar, no ya a los muertos, sino a la propia Guerra Civil para que ahora, por fin, ganen “los buenos”…

Todos fueron culpables, menos, quizá, los tibios, los que tuvieron la suerte de escaparse a tiempo, como algunos líderes liberales, o los que, pudiendo dar rienda suelta a sus malos instintos y ejercer la crueldad con la fuerza en la mano, omitieron hacerlo. El que se comprometió hasta las cachas, muy fácilmente pudo mancharse las manos de sangre, por acción u omisión. Es lo que pasa cuando la razón de la fuerza sustituye a la fuerza de las razones, y la persuasión se subordina a la amenaza y la violencia. De esos, seguramente, de los que pudiendo hacer el mal lo evitaron, hubo también bastantes en ambos bandos y en todas las zonas. Pero el mal es más vistoso y espectacular que el bien. 

Pasada la guerra, todos han querido justificarla en nombre de los más altos ideales: la Libertad, la Justicia Social, la Religión, la Unidad de España… Pero ninguna idea, ningún ideal, valen lo que la vida de un solo hombre. Lo cierto es que “muchos lucharon en el lado bueno con las peores razones, y otros en el lado malo con los mejores propósitos”. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido pedir responsabilidades a los suyos, sino a los contrarios. Es la justificación del Mal a la que aludió Hannah Arendt, filósofa esta a la que se cita varias veces en este libro-novela, pero también libro-ensayo, y muy ajustado y crítico con el programa político de la “Memoria Histórica”.

Dice Hannah Arendt:

“El que se venga no desea perdonar, sino poder hacer lo mismo que le han hecho a él, o sea, reproducir el mal, igual que el que perdona renuncia necesariamente a vengarse, porque también él habría podido ser culpable”.

La memoria hay que cultivarla, desde luego, porque el olvido crece solo. Pero, ¿no servirá la “memoria histórica” al propósito de refundar el mito de una España superior a otra? Para todos nosotros, los hechos acaban por ser interpretaciones, y estas pueden hacerse bajo el peso de una fantasía halagüeña, una ficción que nos retrate como ángeles, y pinte como demonios a los que no piensan como nosotros. La Historia (la historiografía) es siempre una reconstrucción incompleta y problemática de lo que ya no es, y es un hecho que la memoria colectiva deforma el pasado. Omitimos por naturaleza lo que no nos conviene recordar y alimentamos fácilmente ambiciones ilegítimas y deseos destructivos de venganza a base de reproches.

Si nos acercamos demasiado al bosque, solo vemos árboles. La verdadera inteligencia requiere distancia, ascético control de las emociones, ese que nos permite “atinar a saber en qué punto el pasado debe olvidarse para que su peso no sepulte el presente, porque una paz verdadera es imposible sin el olvido”. También el perdón requiere del olvido. Por eso la frase esa de “perdono, pero no olvido” me resulta tan ladina. Al menos, para perdonar es necesaria la voluntad de olvidar el mal que nos causaron.

Puede que -como insinúa Trapiello- a veces sea preferible la paz a la verdad y que otras veces lo sea la justicia a la paz. Sin duda, discernir esto, resulta de lo más difícil.

 

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