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Antropología

El nombre del mundo es bosque

El nombre del mundo es bosque

Ursula K. Leguin, la escritora norteamericana de ciencia ficción, ganó en 1973 el prestigioso premio Hugo con su novela corta El nombre del mundo es bosque. Luego la amplió con otra del mismo título en 1976. La traducción al español de Matilde Horne para la editorial Minotauro (1986) se la presté este verano a Tania Poyuelo, una estudiante aventajada de griego clásico.

Tania me ha pasado un breve y jugoso comentario que tengo el gusto de publicar aquí:

En esta obra de Úrsula K. Le Guin podemos ver la invasión de otro planeta por los terráqueos. Estos destruyen sus bosques y los athsianos, los habitantes de este planeta, cambian. 

 

Ellos son muy pacifistas, gente que no guarda rencor a nadie. Pero el odio hacia los terráqueos y ver la forma de actuar de estos los hace cambiar. Pasan de ser gente que no haría daño ni a una mosca a matar a miles y miles de personas. Nace el odio en ellos.
Esto es un claro ejemplo de como el odio nos puede cambiar a todos. Da igual que seamos muy tranquilos, que no seamos violentos o que queramos mucho a una persona, que si comenzamos a sentir odio, somos capaces de las cosas más atroces. Así de simple. Esto está en nuestra naturaleza y no podemos cambiarlo.
Así que cuando salga en las noticias que alguien ha hecho una cosa atroz y todos sus vecinos salgan diciendo que es muy raro, que era una persona muy buena, muy tranquila..., no os alarméis. El ser humano tiene sentimientos, sí, pero hay algunos que le cuesta controlarlos, como el odio; y además, es el animal que ha cometido y que comete las mayores barbaries. 

 

El bokononismo

El bokononismo

Si leí Matadero cinco (1969), no me acuerdo. Muchos la consideran la obra maestra de Vonnegut. Sé que disfruté del humor ácido de Dios le bendiga, Mr. Rosewater (God Bless You, Mr. Rosewater, o Pearls Before Swine, 1965), aunque no me acuerdo para nada de su argumento. El autor, el norteamericano Kurt Vonnegut (1922-2007), probablemente perdió definitivamente su fe en el género humano después de haber sufrido, como prisionero de guerra, el bombardeo de Dresde.

Que una universidad –como la de Chicago- acepte la novela Cuna de gato (Cat’s Cradle, 1963) como “tesina” para conceder la maestría en antropología a su autor me deja alucinado. Me parece una muestra extraordinaria de tolerancia. Es lo bueno del sistema usamericano: admiten la parodia de sí mismos. Cuna de gato no es un ensayo sobre el ser humano sino una descalificación global del mismo, una sátira posmoderna y demoledora, irreverente y cínica. De ahí la gracia, el humor negro de su “trama enloquecida, que se descontrola hasta acabar como el rosario de la aurora” (Julián Díez).

Cat’s Cradle es el nombre que usan los anglosajones para referirse a un “juego de cuerda” que los argentinos llaman “juego de hamacas” (véase la ilustración de esta entrada). En el caso que nos ocupa, el juego sirve de metáfora, pues la estructura de las hilos –como los de la vida- no ofrece nada que se parezca a una "cuna de gato", sino un montón de equis, como incógnitas existenciales sin solución. La novela de Vonnegut es una sátira perfectamente libre de adornos retóricos. Los seres humanos somos así, nos dice Vonnegut: un desastre sin paliativos. Y la madurez –según sentencia Bokonon- es una decepción amarga que no tiene remedio, a menos que se diga que la risa es el remedio para todo.

El ausente leitmotiv de la novela es un científico ficticio, coinventor de la bomba atómica y ganador del premio Nobel: Félix Hoenikker. Dejó tres hijos putativos: una giganta con cara de caballo, genio del clarinete, Ángela; un manitas rebelde, Frank; y un enano sensible, Newt. El narrador es un periodista atribulado que quiere escribir un libro sobre el día que USA tiró la bomba atómica sobre Hiroshima.

El fallecido científico Hoenikker, sin duda genial en lo suyo, aparece a través de las entrevistas recabadas como un inútil completo para las relaciones humanas, una inteligencia deforme, un niño grande e irresponsable, sólo atento a los problemas de la ciencia pura. Presionado por un mandamás del ejército USA, acaba inventando un producto para que los marines no se atasquen en el lodo, el resultado es el hielo-nueve que solidifica el agua a temperatura ambiente y sólo se licúa a casi cincuenta grados, un arma capaz de destruir a todo ser vivo, por contacto, transformándolo en una estatua muerta. El resultado será el fin del mundo, convertida la Tierra en un estéril planeta helado.

Desde el principio, el narrador confiesa su bokononismo. La religión de Bokonon es el colmo del descreimiento: irreverente, nihilista y cínica. En sus libros, Bokonon empieza diciendo que todo cuanto se diga allí –como en cualquier otra religión- es mentira. Pero tácitamente, su presupuesto es que el ser humano no puede vivir de la verdad. Miss Faust, un personaje secundario al que el protagonista entrevista para su novela lo expone claramente:

 -El doctor Breed siempre me dice que lo más importante en el caso del doctor Hoenikker era la verdad.

-Parece no estar usted de acuerdo.

-No sé si estoy de acuerdo o no. Es sólo que me cuesta comprender cómo la verdad, por sí misma, puede ser bastante para una persona.

Miss Faust ya estaba madura para el bokononismo.

Los personajes esperpénticos de Vonnegut son más listos de lo que parece. Resultan ridículos pero lo suficientemente lúcidos para percatarse de la ridiculez de sus congéneres. Un  presuntuoso, patriotero e intolerante fabricante de bicicletas puede ser un excelente cocinero, desde cuya perspectiva los intelectuales aparecen como “cagalibros”, que “andan por ahí buscando vías nuevas para que todo el mundo sea feliz”.

El bokononismo recuerda posiciones propias del helenismo, del ocaso del mundo antiguo: una esperanza para los desesperados, un fatalismo (como el estoico) que ofrece serenidad en lugar de esperanza, un cosmopolitismo distanciado del militarismo y del poder político que ponen la ciencia bajo sus tenebrosas pretensiones de dominio: “No hagáis ningún caso del César. El César no tiene la menor idea de lo que realmente pasa”.

También su maniqueísmo resulta crepuscular: “Bokonon tenía la creencia de que se podía desarrollar una buena sociedad oponiendo el bien al mal, y manteniendo la tensión elevada entre ambas fuerzas constantemente”. Por eso, el profeta añade glamur a la religión que funda confabulándose con el tirano para que éste la prohíba.

Nada es lo que parece, ni siquiera el tirano de San Lorenzo, una república bananera paupérrima, desde donde irradiará el efecto apocalíptico del hielo-nueve.

El fundador del bokononismo, llamado Bokonon en San Lorenzo, pero de joven Lionel Boyd Johson, se educó en colegios episcopalianos y “debido a su gran interés por el boato de la religión organizada, parece que de joven fue un juerguista”. Por eso en su Decimocuarto Calipso (poema religioso) nos invita a cantar con él:

 Cuando yo era joven,/ era muy alegre y ruin./ Bebía y perseguía a las chicas/ igual que de joven San Agustín./ San Agustín llegó a ser santo./ O sea, que si yo llego a tanto,/ por favor, mamá, que no te dé un desmayo.

 El núcleo del  bokanonismo es un providencialismo tan simple como éste: “Johson había llegado a convencerse de que algo intentaba hacerle llegar a alguna parte por algún motivo”. En San Lorenzo, Bokonon y su colega McCabe intentaron mejorar la condición económica de la población aborigen. Pero…

 Cuando ya era evidente que ninguna reforma en el gobierno o en la economía harían a la gente menos miserable, la religión se convirtió en el único instrumento de la esperanza. El enemigo del pueblo era la verdad, porque la verdad era algo horrible, de modo que Bokonon se asignó la tarea de proporcionarle al pueblo mentiras cada vez mejores.

El bokononismo es una especie de humanismo desangelado, alimentado por el terror. Así, el castillo de San Lorenzo plantea la pregunta que plantean todos esos montones de piedras: “¿Cómo pudieron hombres canijos mover piedras tan grandes?”. La respuesta: fue el terror ciego lo que movió piedras tan grandes. Se trata de una filantropía negativa: “¿Qué puede esperar un hombre sensato de los hombres del planeta dadas las experiencias del último millón de años?” –es el título de El decimocuarto libro de Bokonon. No lleva mucho tiempo leerlo, porque el contenido del libro, que responde a la pregunta de su título, consiste en una palabra y un punto: “Nada.”.

La cruel paradoja del pensamiento de Bokonon es las desgarradora necesidad de mentir acerca de la realidad, y la desgarradora imposibilidad de mentir acerca de esa misma realidad:

 Enanito, enanito, con qué guiños y contoneos se pasea

pues sabe que la altura de un hombre la dan sus esperanzas e ideas.    

Trabajo doméstico

Trabajo doméstico

En su catecismo sobre materialismo histórico althusseriano, Marta Harnecker llama valor de uso a todo objeto que responde a una necesidad humana determinada, fisiológica o social. En  las más de trescientas cuarenta páginas de Los conceptos elementales del materialismo histórico (ed. española, siglo XXI, 1975),  la “lucha de clases” se traga por completo a la lucha de sexos, o de "géneros".

La autora reconoce que no todo valor de uso puede ser definido como producto, tales son los casos del aire o del agua de las fuentes naturales, que satisfacen necesidades humanas y no han sufrido un proceso de transformación previo.

¿No sería la leche materna de uso valioso, no tendría al menos parecido valor de uso al del agua, la tierra virgen o el aire que respiramos?

Muchas de las cosas que producimos, las producimos para venderlas en el mercado, y adquieren por ello un valor de cambio, es decir, se convierten en mercancías. ¿No puede tener la leche de un ama de cría este valor de cambio? ¿No se pueden alquilar los vientres femeninos para tener hijos biológicos sin asumir los desgastes y riesgos de una gestación y un parto? ¿No ha sido en determinadas épocas, las grandes mamas repletas de leche humana, una valiosa mercancía?

En la teoría marxista, el trabajo es la base del valor. Se podría entonces decir que la leche de un ama de cría no tiene valor de uso ni valor de cambio porque no le cuesta trabajo producirla. Pero, ¿y el trabajo doméstico en general?, ¿y los trabajos de autoaprovisionamiento, la caza, la recolección de espárragos bayas o setas silvestres, la cría de un animal para su consumo  familiar o el cuidado y la producción de un huerto doméstico? ¿No suponen esfuerzo de transformación y trabajo?

El marxismo tiene razón en que las leyes del mercado explican las fluctuaciones de los precios sólo hasta cierto punto. Unas cosas valen más que otras sobre todo en función de sus costes de producción, y el gasto base de producción es el trabajo. La Ley del valor que rige el intercambio de mercancías sostiene que el valor de un objeto está regido, en última instancia, por la cantidad del trabajo incorporado a él. Las cosas son en general más valiosas cuanto más trabajo contienen.

Claro que esta medida economicista del trabajo como esfuerzo de transformación duro seguramente soporta una carga androcéntrica importante. ¿Por qué no podría medirse el valor de uso en general por el amor o el cuidado, ¡o el arte!, que ponemos en la transformación de una materia prima, por ejemplo, el sexo? "Todo necio confunde valor y precio", decía Machado.

Una despensa bien abastecida, un aseo limpio, unos armarios ordenados, un puchero bien cocinado, unas camisas bien lavadas y planchadas… no sólo contienen trabajo, sino un más valor, una plusvalía si se realizan sin remuneración, por cariño, por sentido de la obligación, o por reciprocidad en un intercambio consensuado, negociado, de bienes y servicios. Y sin embargo, dichas labores son invisibles, tanto para el mercantilismo liberal clásico del que Marx bebió, como para el materialismo histórico estructuralista.

Nos enteramos por la guía althusseriana antes citada de que el trabajo es un proceso. Bien, por proceso de trabajo entiende Marx “la actividad racional encaminada a la producción de valores de uso, la asimilación de las materias naturales al servicio de las necesidades humanas, la condición general de intercambio de materias entre la naturaleza y el hombre, la condición natural eterna de la vida humana, y por tanto independiente de las formas y modalidades de esta vida y común a todas las formas sociales por igual” (Marx. El Capital, I).

El trabajo es la condición natural eterna de la vida humana, no una maldición divina. Vale. Anotaré de paso que sin duda cabe calificar esta consideración del proceso de trabajo como una definición metafísica, de filosofía primera, aunque esta filosofía primera sea la del materialismo dialéctico. Coincidimos en que el proceso de trabajo es la fuente del valor. Si me hago un huevo frito con patatas, ¿no satisface dicho trabajo mi necesidad de alimentarme, incluso mi necesidad de gozar alimentándome? Evidentemente, el hecho de que le haga ese huevo frito con patatas a mi hija que acaba de llegar del trabajo (remunerado) y no lo haga para cobrarle un dinero por mi servicio no le quita valor de uso a mi trabajo culinario, sino que más bien se lo añade. Hago eso por cariño y sin esperar retribución monetaria alguna.

Sorprende constatar cómo la antropología económica de inspiración materialista –o marxista- acaba siendo tan economicista que niega el valor de uso a la producción doméstica o, al menos, a ciertos procesos domésticos o familiares de trabajo.

“Los trabajos obtenidos a partir del autoaprovisionamiento se dirigen a la propia subsistencia y no entran en las relaciones de mercado. De acuerdo con la teoría de Marx, no contribuyen, pues, a crear valor” (Dolors Comas d’Argemir, Antropología económica, Ariel, Barcelona, 1998, cap. 4).

El trabajo doméstico, familiar, al realizarse fuera del mercado, no produciría directamente valores de uso, sino que se limitaría a sufragar los costes de producción y reproducción de la fuerza de trabajo. Estos costes sólo se visualizarían cuando pasan de ser gastos privados (familiares) a ser gastos sociales (guarderías pública, asistencia médica pública…).

Pero las investigaciones feministas han mostrado que las formas de trabajo no remunerado que se realizan en el hogar forman parte de nuestro sistema, se adjetive éste como "capitalista" o "socialdemócrata". El mercado no es ni debe ser el único estándar de valor. Es más, podríamos decir que ciertos bienes con elevadísimas plusvalías vitales muestran su valor, precisamente, porque no tienen precio, como las croquetas de la abuela, el cuento de Periquitico y Periquitica que me contaba mi madre mientras me daba las sopas, o las manos de mi abuelo calentando las mías en el campo cuando era chiquillo. “Ni se compra ni se vende, el cariño verdadero”.

El trabajo no asalariado, las actividades de aprovisionamiento y mantenimiento, que sirven de colchón en épocas de crisis, los procesos de socialización y educación de los cachorros humanos, la transmisión oral –o escrita- de colecciones de recetas, no están fuera, sino dentro del sistema económico, forman parte de él. Apruebo una antropología económica que estudie como variables endógenas lo que el economicismo capitalista o anticapitalista ha tratado como variables exógenas, más aún cuando el declive de los Estados del bienestar incrementará sin remedio estos procesos de trabajo no retribuidos.

Ningún Estado con “sentido común”, si es que tal capacidad puede atribuirse a los Estados, olvidará que “la familia es la principal institución asistencial, donde se realizan tareas asociadas a la reproducción humana, mantenimiento y cuidado de las personas” (Ibidem., pg. 106), y eso en un régimen que puede ser desigualitario, de opresión de un género por otro, o igualitario. No se puede ocultar el hecho de que este trabajo que produce valor, supervalor diría yo, ha sido y es soportado fundamentalmente por las espaldas de las mujeres.

En la sociedad tradicional, rural, preindustrial, las fronteras entre trabajo doméstico y retribuido no estaban tan claras. Históricamente, la separación entre el ámbito doméstico y el laboral se institucionalizó con la proletarización masiva de la población rural, que luego redujo la presencia de mujeres y niños en la fuerza de trabajo.

El marxismo tiene razón al insistir en la fuerza del sistema económico, como una presión esencial para entender la entrada o salida de las mujeres del mercado de trabajo, su papel como “ejército de reserva”.

Las mujeres constituyen una mano de obra idónea en la expansión del sector terciario, donde realizan actividades que se consideran prolongación de las que realizan o realizaban en el ámbito doméstico: salud, educación, servicios…

Un prejuicio machista otorga menos valor y mérito a dichas labores, un prejuicio que comparten muchas mujeres. Lo que sí es cierto es que un sector de fuerte crecimiento, como el de servicios, que exige formación, se nutre de factores extraeconómicos, como es la percepción social del género en las relaciones de producción. A su vez, estas divisiones del trabajo basadas en la percepción del género, deben relacionarse con el sistema de clases. De hecho, en el “capitalismo avanzado”, el empleo femenino se corresponde con niveles educativos elevados de mujeres de las capas medias y altas; las mujeres de la clase obrera tienden a emparejarse y ser madres antes, y a quedarse en el hogar.

El reparto equitativo del trabajo remunerado y del trabajo doméstico puede contar como un ideal o una exigencia ética, pero en ninguna parte es un hecho. Incluso cuando las mujeres trabajan en puestos de alto nivel fuera de casa, suelen ser otras mujeres, sobre todo inmigrantes de países “de la periferia”, las que asumen el trabajo doméstico, si bien este trabajo sí pasa a tener un valor de cambio, convirtiéndose en mercancía retribuida.

La preferencia industrial por mano de obra femenina de empresas multinacionales deslocalizadas se debe a la presunción de una mayor docilidad, productividad en ciertas operaciones que requieren paciencia y cuidado, o a la mayor flexibilidad laboral (contratos a tiempo parcial o temporal) y menor remuneración, que aceptan las mujeres.

El descrédito público del trabajo doméstico no es sólo una consecuencia del mercantilismo capitalista y de la ideología machista rousseauniana que inspiró al marxismo y halló su funesta continuación en el estalinismo. ¿Puede el Estado asumir estas funciones que mantienen y reproducen socialmente a las personas? ¿Podrá el Estado en el futuro asumir los costes de una desestructuración sistemática de las familias? Los gastos de mantenimiento y reproducción de las fuerzas de trabajo se hacen visibles y se elevan considerablemente para que hombres y mujeres se dediquen indistintamente al trabajo remunerado y puedan pagar sus hipotecas, consumir masivamente ocio, divorciarse con frecuencia...

En la actualidad, las actividades no mercantilizadas o no remuneradas tienden a aumentar en los países del primer mundo y por distintas causas: disminución del empleo, jubilaciones anticipadas, deslocalización de las industrias... Las actividades de autoaprovisionamiento, el huerto, el corral, la pesca furtiva, la recolección de frutos silvestres, son una forma de producción defensiva. Las redes de ayuda mutua, el voluntariado, el trabajo informal, el trueque de servicios, son especies económicamente relevantes que no puede soslayar el análisis antropológico.

A la vez que disminuyen los bienes y servicios que proporciona el Estado, se retransfieren a las familias parte de sus funciones y obligaciones. Lo estamos viendo en educación. El discurso cambia, se responsabiliza a los padres de nuevo de la (mala) educación de sus hijos. Se reprivatizan así los costes de mantenimiento y reproducción social.

En cualquier caso, la familia y el trabajo doméstico son una parte constitutiva del sistema económico y político existente, no un elemento externo, como a menudo se considera (Dolors Comas d’Argemir, op. cit. pg. 112).

Es evidente “la necesidad perentoria de relativizar la visión estándar de la familia como agente económico que la reduce a concebirla, desde una visión neoclásica, exclusivamente como consumidora de bienes y servicios, habitáculo del ocio; y desde la marxista, tanto consumidora como partícipe en la reproducción de la fuerza de trabajo. Ambas visiones demarcan sectores económicos, productivos y no productivos; con ello desarticulan la integralidad de la producción, vista como los procesos productivos tendientes a la generación de energía humana que, convertida en cosas útiles, se aplica a la subsistencia y mantenimiento de los seres humanos” (Valoración económica del trabajo doméstico, María Olga Loaiza Orozco
Gloria Inés Sánchez Vinasco y Guillermo Villegas Arenas
).

 

 

Estructuras de la vida humana

Estructuras de la vida humana

 
El hombre (varón o mujer) no es para Julián Marías una realidad primera, sino una realidad radicada. Esto quiere decir que es algo que encuentro en algo previo y radical: "mi vida". El hombre, como el mundo, se dan en mi vida.

El hombre es un conjunto de estructuras empíricas que estudia la antropología filosófica.
 
Buscando sentido, puedo interpretar o teorizar (contemplar) la realidad de mi vida. Lo que obtengo por análisis es un marco de posibilidades necesarias, un conjunto de requisitos, o sea, de condiciones sin las cuales mi vida sería imposible ("condiciones trascendentales" en el lenguaje kantiano, o sea, que hacen posible la realidad de mi vida), "ineluctables", las llama Javier San Martín, o sea, contra las que no puedo luchar: corporeidad, sensibilidad, mundanidad, temporalidad, futurición, creencias, ideas, sociabilidad, historicidad... y estructura empírica .
Según Marías, la máxima condensación de esta estructura analitica de la vida humana la ofrece Ortega en su célebre tesis de 1914: "yo soy yo y mi circunstancia". La dos condiciones de existencia del yo ejecutivo son pues la circunstancia, como marco, escenario o mundo; y el yo (ese "segundo yo" de la tesis categórica), como quién, proyecto, pretensión o programa vital.
Resumiendo. La E. analítica es el conjunto de requisitos que descubro por análisis de mi vida (que es algo previo) en el que todo lo demás se radica, pues "mi vida" es realidad radical.
¿Cúáles son estos requisitos previos y dados? Los repito.
Corporeidad, sensibilidad, mundaneidad, temporalidad, futurición (capacidad anticipadora y proyectiva), creencias (en que me hallo ya instalado), ideas, socialidad, historicidad... ¡y estructura empírica! La estructura empírica es un requisito o ingrediente de la estructura analítica.
No puedo ser sin cuerpo, de ahí que las condiciones analíticas de mi vida sean trascendentales (condiciones de posibilidad). Puedo decidir desarrollar mis biceps levantando pesas, o mi memoria, pero no puedo decidir existir sin cuerpo ni sin memoria... [¿no sería también la representabilidad, imaginación y memoria, condición trascendental de mi existencia?]
 
¿Qué es la estructura empírica de la vida humana? Julián Marías pone un ejemplo: Cervantes, si leemos su biografía en una enciclopedia, se dice que quedó manco en Lepanto, que tuvo relaciones con una mujer, que de viejo escribió el Persiles, dando por supuesto: 1) que tenía dos brazos, 2) que era varón varonil, 3) que envejecía activo... no son requisitos tan amplios como la temporalidad, la sexualidad o la corporalidad, pero tampoco son contenidos azarosos o casuales, funcionan como supuestos de cada vida concreta y son previos a la singularización o concreción individual. Podríamos decir que son propiedades particulares de esta biografía, o de ésta, o de ésta, o sea, que son realidades circunstanciales que existen disyuntivamente (o...o...o): la vida humana es ésta, o ésta, o ésta. Y tiene que ser una de ellas.
Marías compara los elementos de la Estructura empírica con el aristotélico Ídion (de donde viene el término español "idio-sincrasia") o con el proprium de los latinos, o sea con la propiedad, como característica que tienen todos los individuos de una especie y sólo ellos, característica necesaria aunque no esencial (como la capacidad de reír o el bipedismo en el hombre). Admitiendo su proximidad, rechaza la idea porque ídion se refiere a propiedades de cosas, y aquí no se trata de una cosa sino de vida humana que no es cosa alguna sino una realidad dramática que es, al mismo tiempo, el área o ámbito en que se dan las cosas. Además, frente al carácter de "nota" que tiene el proprium, hablamos de una estructura, de un orden complejo...
La estructura empírica no es un requisito, pero pertenece de hecho a las vidas humanas en las cuales empíricamente la descubro y de una manera estable, aunque no necesariamente permanente. Le pertenece un cierto apriorismo, no respecto a las vidas posibles, sino respecto a las vidas reales. La vida humana es "así", aunque pudiera en principio no serlo. Este "así" tiene un carácter estructural y configurador.
La E. empírica es el campo de posible variación humana en la historia. La estructura analítica se articula de hecho en formas estables y duraderas, pero en principio variables, en las cuales se realiza.
Pongamos varios ejemplos: la temporalidad es un requisito analítico, pero la longevidad, o mejor, la esperanza de vida es un compomente estructural empírico. No es lo mismo vivir con una esperanza de vida de 40 años que con una esperanza de vida de 75 u 80, como sucede en la actualidad en muchos países. Los cambios estructurales de longevidad que están produciéndose en las sociedades avanzadas introducen variaciones insólitas en la totalidad de la vida humana.
¡No digamos en la corporeidad! con la posibilidad efectiva y empírica de introducir mecanismos cibernéticos en el interior de órganos, estirar la piel, curar la miopía...
Otro ejemplo: el requisito de circunstancialidad mundana. Cuando el hombre puso el pie en la Luna, la estructura empírica del mundo cambió para los hombres. El "mundo" ya no podría ser más lo que había sido, puesto que el "allí" de la Luna, pasó a ser un "aquí".
Marías concluye que entiende por Antropología la ciencia de la estructura empírica (antropología filosófica), mientras que la teoría de la vida humana como realidad radical sería la Metafísica.
 
Fuente
Julián Marías. Antropología Metafísica. Capítulo X. Alianza, 1970, 1998, Madrid. Nota bene: Ilustro la entrada con la misma estampa de Durero que sirve de portada al libro de Marías

LOS TRES ESTADOS DEL YO

LOS TRES ESTADOS DEL YO

 El primer mandamiento del humanismo debiera ser: “No tomarás en vano tu nombre propio”. Es lo que nos recomienda Juan David García Bacca (Antropología y ciencia contemporáneas, Anthropos, 1983). En nuestros días, único es cualquiera, y para confirmarlo se escriben los nombres de las personas con minúscula, en los créditos, en los apodos de las redes sociales de internet.

La negación del yo revierte a su afirmación, pues es el yo quien niega. Ya lo vio San Agustín, antes que Descartes: si fallor, sum. La verdad de yo es tan concreta como el aire que respira. No hay manera de aniquilarla. Aunque uno pueda encogerse de hombros –como Hume- cuando se pregunta por su propia esencia, o describirla como un teatro de fenómenos mentales. Por más que el yo pueda ser tan inesencial como menesteroso de contenidos ajenos, ahí está, tozudo, como soporte de todo cuanto pasa.

Una de sus propiedades paradójicas es que al yo todo se le convierte en universal cuando piensa o cuando habla, pero en realidad el verdadero nombre del yo es tan secreto que no se puede hablar de él en singular, so pena de hablar de El Singular, en universal. Tiempo y espacio real son determinados por la existencia del yo, aquí y ahora. El yo funciona como atmósfera en que todo lo otro, colores, sonidos, pensamientos… está sumergido. Existe como y en forma de , por esto mismo –aclara oscuramente García Bacca- el yo se empapa, impregna y embebe en cada cosa en particular y no queda aparte de ninguna.

Pues bien, como el agua, que puede darse sólida, líquida y gaseosa, el yo puede encontrarse en tres estados: el de uno cualquiera, el de particular y el de individuo.

Por mucho que mi cuerpo sea mío, su crecimiento y erosión difícilmente se pliega a mi arbitrio (¡ojalá!), sometido como está a leyes físicas y biológicas, es un cuerpo de tantísimos, es por eso, en rigor de realidad, un universal. Y deja de ser mío no porque yo lo abandone, sino porque me deja a mí, el muy ingrato, por su base fisicoquímica se deshace tanto que –bien a pesar mío- dejará de ser mío. El cuerpo de cada uno es un cuerpo cualquiera, tratado, como uno cualquiera, según leyes universales.

Es consistente por tanto que una época como la nuestra, cuyos sujetos se piensan sólo como cuerpos, escriba el nombre propio con minúsculas. Consistente y triste.

Mejor se impone el yo en el estado de particular. Los seres humanos poseen además de propiedades físicas, cualidades morales, religiosas, científicas, literarias, políticas, etc. Como particulares, deben ser miembros de un de una institución, partidarios de una opción política, fieles de una religión… ¿Cómo impone el yo su mismidad a la religión, al arte, a la ciencia, a la política? Estas realidades culturales se dejan hasta cierto punto poseer en forma personal, particular, y entonces puedo hablar de mi religión, mi arte, mi conocimiento…

El yo tiene que ser, por fuerza, uno cualquiera, debe ser un particular, y –esto es lo más grande- puede ser un individuo. A partir del Renacimiento, el yo moderno cree poder ser dentro del orden o estado individual. No todos desde luego, pueden llegar a ser políticos eminentes, artistas originales, inventores o reformadores religiosos… El Renacimiento se caracterizó, según García Bacca, por la exigencia de que el máximo número posible de seres humanos se ponga en estado individual.

Pero el dominio de la estadística disminuye al ascender de la categoría de cualquiera a la de particular y a la de individuo. El número de individuos ha crecido, pero no se cuentan por millones, como el número de buenos ciudadanos, buenos fieles, buenos particulares, mas se cuentan sin nombres propios o llevando en vano el nombre propio.

Y sin embargo triunfa el narcisismo, triunfa el egoísmo…

El egoísmo –nos previene el filósofo- no es tan sólo un feo vicio; es irrealizable, se queda en pura tentación o intención. Esto es así porque el proyecto filosófico de ser yo, un ente dotado de singularidad, de unicidad, únicamente se puede mantener en la esfera personal: de yo a yo, de yo a tú, de yo a otro; pero no en la esfera del yo frente a objetos.

La experiencia de quedarse uno a solas consigo mismo –maldición del egoísta- es la más desagradable experiencia que pueda darse. La soledad es la locura. Nadie puede ser perfectamente yo por mucho que acaricie esa idea. Hemos de admitir que podemos ser yo individual, debemos ser yo particulares y, sin evasión posible, somos uno de tantos, uno cualquiera. Si intentamos transformar todo en originalidad, en yo, hay que tener presente la frase orteguiana: “La dosis de personalidad se mide por la dosis de soledad que uno puede aguantar”. ¿Cuánta soledad podemos aguantar los modernos, asediados por radios, televisiones, ruidos, agobiados por la superpoblación, acostumbrados a la emoción segura de la canalla en el estadio…

“Me temo –concluye García Baccca- que podamos aguantar y nos dejen aguantar muy pequeña dosis de soledad; y seamos, por ello, los modernos, de muy pequeña personalidad”