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SIGNAMENTO

Estética

INTEGRACIÓN ORSIANA

INTEGRACIÓN ORSIANA

Adoro las bibliotecas. Se me abren las carnes en ellas, en ese "ámbito ordenado de los libros" -que decía J. L. Borges, enorme lector-. Así que no hablaré mal de ninguna. Aunque me angustia la duda de que empiecen a ser ya víctimas de la "subcultura o incultura o barbarie de la cancelación". Estoy seguro de haber podido acceder al Glosario completo de Eugenio d'Ors en una de ellas. Y sin embargo hace unos días, buscándolo en la misma, me encuentro conque, entre decenas de miles de libros, sólo me es posible encontrar una monografía dedicada al gran filósofo y esteta catalán. ¿Cómo es posible? ¡Ni siquiera su monumental obra sobre Lo barroco, que tanto influyó en Europa! Ni El hombre que trabaja y juega, ni El secreto de la filosofía, ni la póstuma Ciencia de la cultura...

Encontré algo y algo es algo, así que tomé en préstamo el libro de Antonino González: Eugenio d'Ors. El arte y la vida. Antonino considera con motivo que la obra de D'Ors merece ser considerada aportación fundamental a la filosofía del arte y la estética del siglo XX. Pienso por mi parte que la contribución orsiana no debe restringirse al campo específico de la historia del arte, sino que también fue decisiva en el ámbito más general de la metafísica o filosofía general, si bien es posible que el nervio del "ironismo orsiano", de su eclecticismo sistemático e integrador, de su ludismo pospragmatista, deba encontrarse en su sentido del orden y de la belleza. La propia crítica del arte tiene para D'Ors -como afirma Antonino- un interés metafísico.

El libro de Antonino González citado (FCE, Madrid 2010) examina los años de formación de nuestro filósofo, su vinculación al noucentisme catalanista, sus primeras obras estéticas: El Cézanne y las Tres horas en el Museo del Prado. El debate en torno a lo barroco, las obras estéticas de madurez, su Teoría de los estilos, las sistematización madura de su pensamiento (El secreto de la filosofía, 1947 y La Ciencia de la Cultura, 1964) y por último, las fuentes de la filosofía del arte orsiana así como su originalidad en el debate y la superación del formalismo y el historicismo, desde una perspectiva que aspiró a ser abierta, en discusión con el subjetivismo anárquico, y narcisista, de la modernidad, conjugando pensamiento y vida mediante su Heliomaquia o lucha por la luz y su Principio de figuración inserto en su rica doctrina de la Inteligencia, que opone a la razón abstracta.

Hay que lamentar que en una obra tan interesante como la publicada por la editorial tecnos (a la que me he referido en un "signamento" anterior), coordinada por Leopoldo La Rubia et al. y titulada Teorías contemporáneas del arte y la literatura (Madrid, 2021), no se le dedique ningún artículo a Eugenio D'Ors, aunque sí a "La estética fenomenologíca de Ortega y Gasset" (Noé Expósito Ropero, cap. III de "Las alternativas y réplicas al formalismo"), cuando estoy seguro de que el conocimiento, tanto del formalismo como del historicismo estéticos, fue mucho más exhaustivo en don Eugenio que en don José, y desde luego fue D'Ors quien le dedicó más atención a la discusión con ambas corrientes estéticas y críticas, que integró en una visión originalísima, que merecería mayor cuidado por nuestra parte.

Por desgracia, Eugenio d'Ors parece hoy un gigante de nuestras letras y humanidades injustamente "cancelado".

BOLLING & ROMERO

BOLLING & ROMERO

En un mundo inevitablemente globalizado hay que agradecer los esfuerzos por conjugar armónicamente culturas y estilos, en lugar de enfrentarlos violentamente. No otra cosa es lo que ha hecho ejemplarmente el compositor francés, nacido en Cannes en 1930, Claude Bolling. Aficionado al jazz desde su juventud y con formación clásica fue amigo de Duke Ellington, al que también tuvo por mentor.

Bolling grabó en Paris con figuras internacionales como Lionel Hampton o Kenny Clarke. Exploró el ragtime, el Dixieland, el boogie-woogie, el blues... y compuso para Liza Minelli y Juliette Greco, entre otros artistas indiscutibles; para el cine, la música de la violenta historia de gánteres: Borsalino.

El increíble flautista Jean Pierre Rampal le animó a componer para él. La sinergia cuajó en una extraordinaria Suite para flauta y pinano jazz a mediados de los setenta. Su grabación fue un éxito también en EEUU. Por su parte, Pinchas Zukerman le encargó a Bolling una Suite para violín y piano jazz en 1977, otra maravilla.

El guitarrista malagueño Ángel Romero (n. 1946) pertenece a una amplia saga de guitarristas y es experto en la música de Joaquín Rodrigo, cuyos conciertos para guitarra ha interpretado con sobresaliente suficiencia. Él y Bolling se conocieron en 1979. En el Concierto para guitarra clásica y piano jazz, cuya carátula ilustra esta entrada, el británico George Shearing enfrenta a la guitarra de Romero su virtusismo con el piano, el veterano percusionista es el neoyorquino Shelly Mane y el bajista Ray Brown, que nació en Pittsburgh, Pensynlvania, en 1926. 

Este concierto se divide en siete secciones que combinan ritmos y danzas hispanoamericanas con lamentos de blues; frescura, melodía y armonía, con un lirismo exquisito: Danza hispánica, Mejicana, Invención, Serenata, Rapsódica, Africana y Final. Este último movimiento lo añadió Bolling tras su estreno, como regalo de un virtuoso a otro. La grabación es de 1980.

Filosofía de la pintura

Filosofía de la pintura

 “La naturaleza es el alma del arte y el arte el alma de la naturaleza”

Cayetano Aranda Torres

 Una sola palabra servía a los griegos de la época clásica para referir a lo que nosotros llamamos arte y técnica: ‘techné’. Tanto en el arte como en la técnica la metafísica se realiza, la idea toma forma, la función gana fórmula de satisfacción práctica, el espíritu se torna sensible.

Técnica y arte son prácticas específicamente humanas, el arte quizás más que la técnica, no dejemos de hallar gérmenes de conductas teleológicas (o teleonómicas, como escribe Monod) en otras criaturas: el ave rapaz que lanza la tortuga contra la roca para romper su caparazón, el mono que arma una pajita para arrancar las sabrosas termitas de su madriguera, el pájaro que adorna su nido para gustar a la hembra, el lagarto que muestra su salud en el cromo de su piel…, pero los modernos hemos consagrado las “bellas artes” segregándolas de la utilidad técnica, dando por decirlo así al arte una función puramente gratificante y teórica, contemplativa y libérrima[1].

Así, el arte tendría que ver con el libre juego de las facultades (Kant), donde la libertad es espontaneidad gratuita que no aspira a más utilidad que la de gozar la hábil mecánica intencional de sus potencias. La sensibililidad artística suspende la voluntad de actuar e intervenir en lo real para su transformación práctica, enseñándonos a considerar el mundo como realidad esencialmente libre, y no como un instrumento para satisfacer nuestras necesidades de subsistencia y consumo o nuestra ambición de poder. En este sentido, el arte más noble se identifica con la contemplación desinteresada a la que los griegos llamaron teoría. “El arte amplía, esencializa y hace más verdadera la realidad” (Cayetano Aranda).

Lo esencialmente artístico no sirve para nada o sólo sirve -¡ahí es nada!- para hacer visible lo invisible, sensible lo inteligible, material lo espiritual. Tal es el caso de la pintura de museo. “El arte o es idealismo o no es nada” (Idem). El profesor Cayetano Aranda Torres ha hecho bien en entroncar su crítica con la estética idealista, la última gran estética. Heidegger, Adorno o Gadamer son deudores y herederos de aquel esfuerzo gigantesco del romanticismo alemán. Se percatan del valor cognitivo y filosófico del arte. La filosofía no se acuesta con menos naturalidad con la poesía que con la técnica.

Ninguna crítica puede dejar de ser idealista, a no ser que aspire a reducir groseramente el arte a otra cosa: ideología, crítica social, síntoma neurótico... En su libro Filosofía de la pintura en imágenes (ediciones de la Universidad de Murcia, 2009) Cayetano Aranda supone, con razón, que la pintura es pensable y sirve, a efectos humanísticos y educativos, como objeto de reflexión filosófica. El espíritu también se conforma plásticamente, sus figuras pictóricas, su forma (Gestalt) ocupa ese lugar intermedio entre lo sensible y lo intelectual.

Platón –como buen griego- debió estar demasiado apegado al ser real, geométrico, inmóvil y eleático, como para darse cuenta hasta sus últimas consecuencias de ese papel trascendental, intermediario (metaxý) de la imaginación y de la imagen, que sirven para salvar el abismo entre los objetos y el espíritu. Entre la sensibilidad y la inteligencia median, obviamente, las funciones representativas: imaginación y memoria. Paradójicamente, el ateniense, que fue un extraordinario artista y un formidable inventor e intérprete de imágenes (alegorías), incomprendió el papel demiúrgico del arte, dejando sin fundamentación teórica su propio hacer artístico al expulsar de su república ideal a los poetas. No se percató de que el arte auténtico es –como nos recuerda Cayetano- a la vez un telescopio y un microscopio de nuestro interior.

Es valiente y atrevida la tesis del profesor Cayetano Aranda de que “el proceso verdaderamente fundamental de la modernidad es la elevación, en el sentido de toma y conquista, del mundo a y con la categoría de imagen”. En efecto, el arte nos pone a mano lo espiritual: hace táctil, visible y audible su contenido.

Si, como afirma Cayetano, “la imagen no es nada antes de lo que de ella se enuncia en un discurso”, entonces el arte apela a la crítica, esa tarea de comprensión de las facultades humanas y sus objetos. La filosofía debe también hacerse cargo de la imagen, porque “hay realidades intramundanas que cumplen su esencia en el proceso de ser representadas en una imagen, que ganan espesor y consistencia cuando son imagen, sin la que no serían pensables, ni siquiera existirían”.

La pintura profundiza, enriquece y da valor y dignidad a lo meramente aparente. El cuadro re-presenta, pero también presenta, revela lo real por sí mismo como revelación de la libertad de nuestras facultades. La pintura -incluso cuando pretende representar los aspectos más oscuros, siniestros o sórdidos de la realidad- es siempre una idealización, una metamorfosis del mundo de la percepción en mundo de sentido y significado. Por eso -afirma Cayetano-, la pintura tiene más densidad óntica y ontológica que la realidad extra-artística.

Por más que la filosofía –como no podía ser de otro modo- busque la verdad del arte en su unidad con lo bello, nunca agota ni descubre del todo la consistencia de su oculto subyacente: ese enigma que se esconde en el lienzo, en la tabla, en el fresco. Si la obra tiene un contenido de verdad, hay en esa verdad algo que no puede del todo ser dicho o que puede generar infinitos dictados, una verdad que sólo se acredita como presencia sensible en su aparecer insólito, inédito, original y único. De este modo, la filosofía del arte resulta tan exuberante como deficiente, se comprende como un intento provisional y provisorio, jamás agotado ni agotable, de descifrar el lenguaje de las imágenes, entendiéndose que nunca agotará las posibilidades expresivas de la obra. Esa forma privilegiada de conocimiento que nos ofrece el arte es, antes o más allá de un mero modo de conciencia, una experiencia vivida como materia espiritualizada o espíritu materializado, una vivencia en que se anudan sujeto y objeto, pensamiento y realidad, una reconciliación posible de naturaleza y espíritu: autocomprensión, pero también autocompasión. En su epílogo, Cayetano Aranda alude a la imposibilidad de concebir la objetividad y la subjetividad en el arte sin la referencia a lo que Freud llama la “investidura afectiva” (Versetzung). Empatía y simpatía son claves en el ejercicio de pensar la pintura.

A fin de cuentas, ciencia, arte y religión son imaginarios universales propiamente humanos (demasiado humanos) “para emigrar del dolor y malestar producto de la indigencia humana”. Las formas más nobles y trascendentes de cultura funcionan como conjuros contra la muerte.

Cayetano pretende entender la figuración plástica, o por lo menos aquellos cuadros que le han hechizado (que son bellos porque le atraen), desde la fusión de horizontes temporales propuesta por la hermenéutica, en la suposición de que “el sentido y la visibilidad de un cuadro siempre superan al proporcionado por su autor y su época”. El método es interdisciplinar, pues arte y filosofía resultan inseparables de la historia, la filología, las lenguas clásicas…

La intención final de esta obra, particularmente interesante para todos aquellos que -como quien suscribe- son amantes de la pintura, es expresamente humanista, pues subordina al saber a los fines esenciales de la razón: la promoción de la libertad, la igualdad y la solidaridad.

 Las obras interpretadas, reproducidas a todo color en el libro (aunque por desgracia han quedado cortadas por arriba en el corte final), van desde El enterramiento de Cristo (1304-1306) de Giotto di Bondone, hasta Coca-Cola (1962) de Andy Warhol.

Cayetano no desdeña el arte abstracto, pero nos extraña que a la hora de explicar su apuesta, en los análisis de los cuadros de Klee o Mondrian, no eche mano del concepto de iconicidad, recurriendo a la descripción del arte abstracto como aquel que carece o tiende a carecer de “forma aparente” o no responde a un “esquema perceptivo estándar”. Nada perceptible puede carecer de forma, aunque sí de iconicidad (parecido analógico).

En realidad, la pintura no representa el estar ahí de las cosas, sino nuestro modo de representárnoslas. Toda pintura es una representación de la representación, una meta-representación o representación de segundo orden. El arte de máxima iconicidad aspira a ser un doble o retrato de la representación[2]; por el contrario –y aquí resultan muy pertinentes las afirmaciones del profesor Cayetano Aranda-, el arte abstracto es medio y método para lograr no lo concreto de la percepción, sino lo concreto del pensamiento y la imaginación, o, por decirlo así, sus a priori. Ciertamente, el arte tiene todo el derecho a inventar mundos nuevos y proponerlos como verdaderos, igual que puede reducir la figuración a la forma subjetiva de representación (colores, puntos, líneas, figuras geométricas).

No obstante, nos parece tan soberbia como ilusoria la afirmación de Mondrian, según la cual el arte abstracto podría lograr “una nueva naturalidad” por encima de lo deseado o esquemático, “obras que son semejantes a las obras de Dios” –presume-.

“Yo no represento, sino que creo nuevas presencias” –algo así podría haber dicho-. Pero los hombres no creamos de la nada, sino que combinamos innovadoramente lo dado para inventar lo nuevo. Al renunciar a la función representativa resaltamos sin querer la meramente decorativa, legítima también, desde luego. El arte “abstracto” no apela a otros mundos, no trae al presente espacial y temporal otras presencias pretéritas, antes bien sólo representa nuestro modo general de representarnos este mundo. Y sin embargo, esa presencia no es menos “figura”, pura figura, de nuestro modo subjetivo de representación, sólo que lo es in vacuo.

Allá donde no se sincere el deseo de lo vivido concreto o la intención se represente referencialmente -como sabían los surrealistas-, la fantasía del espectador fingirá, buscará los referentes y, al fin, los hallará, pero el mérito deberá entonces reconocérsele al espectador, no al “artista”. Los espectadores que aplauden un concierto de música atonal carente de ritmo y melodía, aunque los sonidos pudieran contar con cierto cromatismo no horrísono -al que siempre cabe atribuir una estructura computable-, si han disfrutado con ello, deberían aplaudirse a sí mismos, más que al compositor.

Es ineducado dejar todo ese trabajo de interpretación (significados, sentidos) al espectador, es inútil que el artista no asuma o contenga al artesano que debe empezar siendo. Habría que recordar a los partidarios del arte “abstracto” (en pintura o en música), lo que Kant arguyó contra los racionalistas dogmáticos: que las formas a priori, sin contenido empírico, sin lo dado, son vanas. Allá donde la forma pura pone luz o geometría, la iconicidad de la melodía o la figuración (dibujo, perspectiva, sombreado…), verdadera Gestalt, dan y otorgan tempo, emoción y calor.

 



[1] Habría que exceptuar o analizar la función artística del diseño industrial, en el que, no cabe duda, pueden confluir de nuevo utilidad y belleza.

[2] El arte abstracto emerge cuando la fotografía se acredita como una técnica –o arte- con un potencial de máxima iconicidad. Pregunta para Antonio López: ¿para qué “retratar” lo percibido si la fotografía puede hacerlo mejor?