Polémicas feministas
Historia de las Polémicas Feministas
En su documentado libro sobre la Polémica feminista en la España ilustrada (Almud, Eds. De Castilla la Mancha, 2010), Oliva Blanco Corujo deja muy claro desde el prólogo su concepto de feminismo: “La idea de mejorar la condición política-social, educativa y económica de la mujer, así como todo cuanto tienda a reconocer en ella una personalidad independiente, aunque no necesariamente antagónica del hombre”.
Así entendido, el feminismo ampara tanto el humanismo feminista, de la igualdad como el feminismo de la diferencia y tiene un valioso componente utópico y filosófico, irrenunciable. El feminismo –dice nuestra autora- ha tenido desde la más remota antigüedad partidarios y detractores… “Pero es en el siglo XVIII, el siglo de la controversia y de la razón, cuando la mujer entra de lleno en el escenario de la historia”.
La obra de Oliva Blanco dice -con modestia- que se ciñe al discurso XVI del tomo 1 del Teatro Crítico Universal de Feijoo (publicado desde 1726 a 1739) y a las opiniones suscitadas principalmente en la primera mitad de la centuria, por medio de la oposición de una serie de conceptos fundamentales en el siglo XVIII: Opinión/Verdad // Moral/Política // Placer/Trabajo // Educación/Cultura // Igualdad/Diferencia. Sin embargo, muestra estas oposiciones y cuestiones en un contexto mucho más amplio, occidental y universal.
Además, la obra se salpimenta con referencias al feminismo más actual, hasta Virginia Woolf. Así, por ejemplo, la autora de Una habitación propia afirma que la mujer es un ser mixto: en el terreno de la imaginación tiene la mayor importancia, como entelequia masculina; en la práctica es totalmente insignificante. “Reina en la poesía de punta a punta y en la Historia casi no aparece”.
Polémicas anteriores a la Ilustración
En su libro, Oliva presenta los antecedentes históricos hasta el siglo XV respecto de la situación de la mujer con tintes necesariamente obscuros: A mediados del siglo XIII se introduce con la literatura oriental el fermento antifeminista común a toda la Edad Media, que se agrega al antifeminismo autóctono de raíz eclesiástica y que confinó a las mujeres en el gueto del hogar, reduciéndolas a su condición de esposas y paridoras. En el Libro de Alexandre se le asigna a los filósofos, caso tópico de Aristóteles, un papel misógino[1], que apoya la figura de la mujer como tentación (Eva) de la que es preciso huir, y cuya figura antagonista es la Virgen María en su papel de mera intercesora ante el poder de Dios (Padre o Hijo)[2].
Se puede decir que las concepciones de Alfonso X, en las Partidas, son “progresistas” pues reconocen el derecho de la mujer a la cultura y a la elección de esposo, aunque ese derecho a la cultura se ve mediado por la utilidad de alejar a las mujeres de la ociosidad. Sin embargo, su sobrino, don Juan Manuel, en El Conde Lucanor, se atrinchera en posiciones “reaccionarias” en una de las cimas más elevadas de la literatura misógina.
El ensalzamiento –que a Oliva le parece ficticio- de la mujer por parte de los trovadores, tiene su contrapartida en las Coplas de maldecir mujeres de Torrellas. Frente a este aluvión de invectivas se alza la voz de Teresa de Cartagena, de la que apenas sabemos nada, sino que sus obras se conservan en un manuscrito de la Biblioteca del Escorial.
El siglo XV es un campo de batalla. Los debates entre profeministas y antifeministas son frecuentes, y son muchos los que usan su pluma en defensa del sexo femenino. Enrique de Villena, Álvaro de Luna, fray Alonso de Córdoba, o mosén Diego de Valera, ensalzan la virtud y nobleza de las mujeres. La polémica alcanzó el teatro de Torres Naharro, la novela de Diego de San Pedro (Cárcel de amor) o el Tractatus de Grisell y Mirabella de Juan de Flores, a principios del XVI.
Al finalizar el siglo XV, por lo menos se reconoce el “valor moral” de la mujer, frente a la tradición milenaria que la hacía introductora del pecado en el mundo (Tertuliano) o la condenaba al silencio en la asamblea (Ecclesia) cristiana (Pablo de Tarso). Sin embargo, Alfonso Martínez de Toledo, arcipreste de Talavera, no es partidario todavía de la educación de la mujer, que debe estar sujeta al hombre, en su opinión, no sólo por motivos religiosos, sino por mandato de la Naturaleza, que la hizo inferior (El Corbacho o reprobación de las malas mujeres). A la vez que se reprueba el amor mundano se satiriza a las mujeres de toda condición.
En el siglo XVI la polémica se planteará a nivel intelectual, más que moral. En la transición, una obra insólita, Triunfo de donas, de Juan Rodríguez de la Cámara, proclama la superioridad del sexo femenino, “mediante un relato alegórico, una ninfa prueba basándose en razones teológicas, naturales y psicológicas, la superioridad de las mujeres:
Et si algunas carescen de sciencias es por envidia que los ombres ovieron de su grand sotileza, por el su presto consejo e responder improviso, no solamente el estudio de las liberales artes mas de todas las sciencias les defiendo.
Pretende además que fueron las mujeres quienes inventaron las artes útiles y los hombres los vicios, y reclama para la mujer un puesto en la vida política.
En La Celestina, paradigma de una época, Calixto y Sempronio representan el choque de dos mentalidades: la teoría del amor cortés, frente a la rancia tradición de diatribas basadas en argumentos de autoridad. Oliva destaca el hecho de que en esta obra el denuesto de las mujeres queda para las clases bajas. La obra muestra lúcidamente como el único fin de la mujer, pública o privada, es agradar al varón. Y en ella, Areuxa prefiere se prostituta a criada.
En el Renacimiento, tanto Juan Luis Vives como Fray Luis de León se ocuparán de la instrucción de la mujer. Vives no se libra de la carga de misoginia eclesiástica que hunde sus raíces en la Patrística. Lidia Falcón afirma que Vives expresa las ideas de Tertuliano, ya que considera a las mujeres directoras de la humanidad para el bien y para el mal: “todo el bien y todo el mal que en el mundo se hace, se puede sin yerro decir ser por causa de las mujeres”.
Vives se muestra puritano: “Hágote saber –escribe Vives- que el pensamiento de la mujer no es muy firme, movible es y ligero, y en poco espacio de tiempo corre mucha tierra (…). De aquí se sigue que se ha de vigilar severísimamente su instrucción con ánimo inquisitorial hasta e los más mínimos detalles, lecturas, comidas, vestidos, adornos” (Instrucción de la mujer cristiana)… Pone el acento en la honra, virginidad y castidad de las doncellas.
Fray Luis es todavía menos liberal que Vives y no se muestra partidario de la cultura para la mujer, defiende la “santa ignorancia” para quien debe ser sobre todo madre, nodriza y educadora (La perfecta casada). No deja de ser contradictorio negar la educación a quien ha de educar… La mujer, reducida al ámbito hogareño, apartada de los oficios sagrados, es condenada a la castidad, la sumisión y el silencio, basándose en la autoridad de San Pablo y de San Agustín, quien en sus Confesiones cuenta cómo su madre, Santa Mónica, entendía el contrato de matrimonio como un pacto de servidumbre. Fray Luis cita además a Huarte de San Juan, quien en su Examen de ingenios considera a la mujer incapacitada para cualquier tarea intelectual a causa de su fisiología. Ello no le impidió dedicar a una mujer, Ana de Jesús, su Exposición del libro de Job.
Por otra parte, Cervantes consideró a la mujer responsable de su destino, custodia única de su propio honor y dueña de la elección de compañero, aunque, lamentablemente, no se muestre muy exigente respecto de su cultura.
Góngora expresa en su poesía su recelo:
Ni en amor confíes ni en mujeres creas
que su fe es fingida y su ley es recta.
Olvidadas quieren, queridas desprecian,
lo bueno aborrecen, lo malo desean.
Para Quevedo, las mujeres son un mal necesario:
Es la mujer compañía forzosa que se ha de guardar con recato, se ha de gozar con amor y comunicar con sospecha. Si las tratas bien algunas son malas, si las tratas mal muchas son peores. Aquel es avisado que usa de sus caricias y no se fía de ellas.
El Mismo autor que escribe eso, en La hora de todos y la fortuna con seso pone en boca de la protagonista todo un programa de reivindicaciones que van desde la igualdad sexual hasta la participación política, pasando por el derecho a la cultura. Aunque la pugna se resuelve con el antiguo argumento de que las mujeres gobiernan en el mundo a través de los hombres. El tópico tiene tanta fuerza aún que, a fines del siglo XX, Esther Vilar (Buenos Aires, 1935) soliviantó a las feministas granjeándose sus ataques tras la publicación de El varón domado[3].
En 1586, un director de teatro, Jerónimo Velázquez, se propuso organizar una representación sólo para mujeres, con gran éxito. En la comedia aúrea la mujer desempeña un papel central como protagonista, desde Tirso a Calderón, pasando por Lope. En el Amor médico de Tirso, Gerónima estudia medicina animada por su padre, porque le gusta y por razones feministas. En el teatro del siglo de oro se discuten sobre todo dos cuestiones: el derecho de la mujer a la instrucción, que en general se rediculiza; y el derecho de la mujer a escoger esposo, que empezaba a tener una acogida favorable.
En las novelas picarescas, sólo en bellaquerías, desparpajo y maldad la mujer es igual, y hasta superior, al hombre: en La Pícara Justina, tal vez de Francisco Lope de Úbeda; La Hija de la Celestina, de Salas de Barbadillo, y en la Garduña de Sevilla de Castillo Solórzano.
Por la misma época, María de Zayas y Sotomayor en sus Novelas ejemplares y amorosas o Decamerón español, defiende obsesivamente a las mujeres y denuncia su opresión, adelantándose a muchas de las tesis feministas de Feijoo. Exclama:
¿Por qué, vanos legisladores del mundo, atáis nuestras manos para la venganza, imposibilitando nuestras fuerzas con vuestras falsas opiniones, pues nos negáis letras y armas? ¿Nuestra alma no es la misma que la de los hombres? Pues si ella es la que da valor al cuerpo, ¿quién obliga a los nuestros a tanta cobardía? Yo aseguro que si entendierais que también había en nosotras valor y fortaleza, no os burlaríais como os burláis; y así por tenernos sujetas desde que nacimos, van enflaqueciendo nuestras fuerzas con temores de la honra, y el entendimiento con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas, ruecas, y por libros, almohadillas.
La discusión sobre la mujer en la Ilustración
En general, el siglo XVIII reinvindicará los dones y la dignidad del sexo femenino. Será feminista en la medida de que la polémica sobre el feminismo estalló en todos los frentes con fuerza incontenible. Sin embargo, las posturas reaccionarias superarán a las defensoras de la igualdad, y si hiciéramos un balance al fin de la centuria, los frutos conseguidos quedarían muy por debajo de las aspiraciones formuladas por Feijoo al principio de la misma, y serán las ideas misóginas las que se hayan impuesto al alborear el siglo XIX.
Feijoo defiende la aptitud de la mujer para cualquier ciencia y conocimiento, frente a la opinión común. Al “Verulamio español” le replicarán desde distintos frentes…
El siglo XVIII va a conocer un fenómeno interesante y nuevo: la mujer ya no será sólo la musa o consejera del escritor u orador, o la delicada corresponsal (Descartes con Cristina de Suecia o Isabel de Bohemia), sino que el incipiente negocio editorial las va a reconocer como público. Este fenómeno explica que se escriban obras dedicadas a mujeres (como la traducción de la Historia de las Mujeres de Monsieur Tomas, 1773, a la que me referiré luego), que las mujeres asomen a la literatura como traductoras, como lectoras de ciencia y filosofía, como del tratado Newtonismo para Damas, escrito por Francesco Algarotti y que alcanzó gran éxito. Y por fin, la mujer aparecerá como autora, ¡y no carecerá de importancia el incentivo económico! Numerosas mujeres en esta época destacarán en filosofía, literatura, pedagogía, etc., sobre todo en Francia, y fueron conocidas en España por traducciones que de ellas se hicieron. Las obras, cartas y consejos de Madame Laprince de Beaumont alcanzaron gran éxito, así como las Obras morales de la Marquesa de Lambert, alabada por Mirabeau.
La Condesa de Genlis escribió 80 obras, la mayoría de las cuales versan sobre educación. De ellas se hizo eco la Gaceta de Madrid con elogiosos comentarios. Sus Veladas de la Quinta fueron muy apreciadas por las madres de familia… Algunas de estas autoras representaban el Preciosismo como una reacción aristocrática frente al oscurantismo y moralismo doméstico burgués que dominaba ya en la última década del 700.
Madame Gómez fue apodada “la Séneca del siglo XVIII”. Madame Live d’Espinay alcanzó un gran éxito editorial con sus Conversaciones con Emilia, escogido por Luis XVI como lectura para los colegios de niños y niñas del reino.
En 1770 se publica en Madrid y Córdoba la obra de Teresa González, Apología a favor de las mujeres, y en 1790 La educación física y moral de la mujer de Josefa Amar y Borbón, donde se denuncia el papel asignado al sexo femenino a lo largo de la historia, rebatiendo la idea de que no sea apto más que para las tareas domésticas en Discurso de defensa de las mujeres, publicado en el mismo año. También gozaron de gran fama como escritoras la hija de Cabarrús y Madame de Grafigny[4] cuya obra La Paulina alcanzó el favor del público. La Marquesa de Fuerte Híjar escribió dos novelas notables, El engreído y La sabia, que algunos malintencionados atribuyeron a Cienfuegos, que frecuentaba el salón de la marquesa.
Galantería y salones
El XVIII es el siglo de la galantería[5]. En él, muchas mujeres promovieron una institución muy particular: los salones, con frecuencia al margen de la vida mundana oficial. En opinión de Oliva, abriendo un salón, las mujeres esquivaban las alternativas que les imponía la idea de feminidad: una vida galante u oscura si eran jóvenes; o hacerse devotas o intrigantes, si tenían más de treinta años. Demostraban por medio de estas instituciones y tertulias que el sexo débil era capaz de participar de y promover la vida intelectual, cultural y política, atacando a quienes defendían que la educación femenina debía reducirse a unas lecciones de gramática, música, dibujo y danza, y frente a quienes, amparándose en una supuesta “naturaleza femenina” limitaban el ancho campo ofrecido por el siglo a la mujer. Entre ello se encontraba Rousseau, quien pretendía que la decadencia del siglo se debía en gran parte a que las mujeres habían dejado de ser madres.
Las duquesas de Osuna, de Alba y la Marquesa de Fuerte-Híjar abrían sus salones a la flor y nata de las Artes y las Letras, y sobre todo la condesa de Montijo, que recibía en su casa a Jovellanos, Iriarte o Moratín. Las tertulias de los salones fueron el origen de las Reales Academias. La mujer aparecía en los salones como la perfecta anfitriona, pero obtuvo como recompensa el ser excluida cuando los salones fueron sustituidos por los clubs o el ser acusada de frivolizar las tertulias cuando se convirtieron en hervideros políticos. Valera, discutiendo el ingreso de doña Emilia Pardo Bazán en la Real Academia de la Lengua dirá que “las verdaderas academias de las mujeres, donde ellas presiden e imperan, son los salones” (Las mujeres y las Academias, Madrid, 1891). Como destacó Simone de Beauvoir, las únicas mujeres a las que los códigos sociales han reconocido capacidades civiles son las comerciantes, almaceneras, granjeras, hosteleras, es decir, aquellas que podían realizar su trabajo en casa.
Moral y política
La patrística (Tertuliano, San Jerónimo, San Agustín) había condenado moralmente a la mujer como instigadora del pecado, cuya redención sólo podría venirle por la castidad, amenazada siempre por la prostitución. La Iglesia coloca a la mujer en la dramática disyuntiva de ser santa o ramera. A pesar de la prohibición del “comercio sexual”, San Agustín reconoce la necesidad política de la prostitución: “Suprimid las prostitutas y turbaréis a la sociedad con el libertinaje”. Santo Tomás repite la misma receta: “Las prostitutas son en una ciudad lo que la cloaca en un palacio; suprimid la cloaca y el palacio se convertirá en un lugar sucio e infecto” (De regimine principium, IV).
Durante el siglo XVIII, el tema de la castidad cayó en desuso, siendo progresivamente sustituido por el tema del recato[6], que ya no se opone al concepto de prostitución sino al de desvergüenza. Feijoo no habla de “recato” como virtud ligada estrictamente al sexo femenino con las connotaciones adversas que conllevaba, sino de vergüenza…
Sobre las buenas cualidades expresadas resta a las mujeres la más hermosa y la más trascendente de todas, que es la vergüenza, gracia tan característica de aquel sexo que aún en los cadáveres no la desampara, si es verdad lo que dice Plinio que los de los hombres anegados fluctúan boca arriba y los de las mujeres boca abajo. Veluti pudori refunctarum parcente natura… En efecto juzgo que ésta es la mayor ventaja que las mujeres hacen a los hombres. Es la vergüenza una valla que entre la virtud y el vicio puso la naturaleza. Sombra de las bellas almas y carácter visible de la virtud la llamó un discreto francés…
Diráse que es la vergüenza un insigne preservativo de ejecuciones, mas no de internos consentimientos; y así, siempre le queda al vicio camino abierto para sus triunfos por medio de los invisibles asaltos que no pueden estorbar la muralla del rubor. Aún cuando ello fuese así, siempre sería la vergüenza un preservativo preciosísimo, por cuanto por menos, precave infinitos escándalos y sus funestas consecuencias (Teatro Crítico Universal, T.I).
Manco de Olivares (Contradefensa crítica a favor de los hombres… 1726), discutirá las tesis de Feijoo, incluso el bello mito del pudor de los cadáveres, pues para Manco, ello se debe a que las mujeres “son de materia más rara y esponjosa que los hombres” (…) “Va el cuerpo de la muger boca abaxo porque los pechos y el vientre hacen con su peso que el cuerpo vaya sobre ellos”.
Jovellanos aceptaría las tesis de Feijoo que reconocía la virtud[7] de la vergüenza a las mujeres, pero esta virtud que se les concede es precisamente el freno a la equiparación en el plano social y cultural con el hombre. Cualquier mujer que pretendiese ser miembro de una sociedad regida y constituida por hombres no sería una mujer recatada, y por tanto se encontraría en una situación difícil.
Oliva dedica un capítulo a la polémica sobre el lujo y otro al tema de las brujas, repasando sus antecedentes históricos.
Según la autora, y respecto al tema de las brujas, durante tres siglos, la obra de más importancia social y política, que sistematizaba todos los prejuicios del apasionamiento popular fue el Malleus Maleficarum, llamado también Martillo de Brujas, que se imprimió por primera vez en 1486. Q. Schenk (¿) lo califica como “la obra más perniciosa y triste de la literatura universal, una increíble amalgama de maligna necedad y vesánica barbarie, una monstruosa hipérbole de cenagosos fangos espirituales” (Pánico, locura y posesión diabólica, Barcelona, Caralt, s.a.)…
Nuestra autora señala cómo en los países protestantes el número de mujeres torturadas y asesinadas bajo sospecha de brujería fue muy superior al de los países de rancia y persistente raigambre católica. Para explicar este hecho aporta la hipótesis de que la Reforma hizo concebir esperanzas a la mujer de alcanzar una situación igualitaria, permitiéndole el acceso a los mayorazgos, y que las hogueras que iluminaron el ocaso de la Edad Media fue la respuesta del patriarcado en defensa de sus privilegios. Si la tesis no es cierta –dice- es digna de investigarse[8]…
La brujería no es sólo un fenómeno de pervivencia de viejos cultos precristianos, paganos o bárbaros, ni sólo un fenómeno de histeria y locura provocada por la soledad o la melancolía. Bajo el anatema de “brujería” la medicina oficial apartaba de sí una tradición previa dominada por mujeres curanderas y sanadoras. Paracelso afirmó en 1527 que todo lo que sabía sobre la medicina popular lo había aprendido de las bellas mujeres –de ahí el nombre de bella donna-. Muchas de las hierbas curativas descubiertas por las “brujas” forman parte de la moderna farmacología: analgésicos, digestivos, calmantes, acelerantes del parto, abortivos… Este poder femenino no sólo desafiaba a la “naturaleza”, sino que era visto por las autoridades eclesiásticas y la medicina académica como un “contradiós”.
Oliva alude a un manual de Ginecología, Obstetricia y Pediatría editado en la “Universidad de Palermo” en el año 1000[9]. Su autora fue Trótula[10]. Cuando en 1808 se escribe la historia de la medicina italiana, su autor pone en duda la autoría, ¿no lo habría escrito su marido?
Feijoo ridiculiza las diversas categorías en que se halla dividido el concepto de brujas, según las diversas habilidades que le atribuye la superstición popular, que satiriza. Otras veces abandona el terreno de la ironía o de la sátira para adoptar un punto de vista materialista para explicar el fenómeno: la causa de la hechicería estaría en la propensión de los hombres a contar cosas prodigiosas, en la vanidad, en el pacto con el diablo, la enemistad con los sujetos a los que se les atribuye, o la falsa creencia de las hechiceras de que lo son…
Virginia Woolf reinterpretó así el tema:
Cada vez que se habla de brujas o de mujeres poseídas por el demonio, me pregunto si no estaremos en presencia de una escritora, de un poeta, que no pudo revelarse como tal y fue quemada en la hoguera o recorrió los caminos enloquecida, con el rostro espantado.
Feijoo recaba para las mujeres la gloria de la prudencia política, aunque las mujeres que habían alcanzado las altas magistraturas de la nación eran consideradas excepción. Y en el siglo XVIII se utilizaron tanto argumentos biológicos como morales para vetarles el acceso a los órganos de poder.
Si en España Feijoo fue adalid del feminismo, en Francia lo fue Condorcet, que defenderá a las mujeres no sólo en sus libros, sino también en la Asamblea, denunciando la desigualdad y la debilidad de los argumentos sobre los que se cimenta el machismo. “Esta desigualdad (entre hombres y mujeres) no ha tenido más origen que el abuso de la fuerza, aunque después se haya tratado en vano de excusarlo por medio de sofismas” –escribe el francés.
El ideal democrático y el individualismo parecían favorecer a las mujeres, y en efecto éstas gozarán del derecho de subir al cadalso en Francia o de someterse a las leyes en cuya elaboración no habían participado. Olimpia de Gouges subirá al patíbulo tras redactar el texto de la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana donde denunciaba la falacia de hablar de derechos que sólo competían a la mitad de la humanidad.
Pobreza, pereza y vicio se identificaban a los ojos de los ilustrados, y desdichadamente solían definir a la mujer. Era fácil que las hijas fueran excluidas de las herencias, repartiéndose los bienes los varones. Se decía “partir villanamente” cuando hijos e hijas se veían igualmente favorecidos y “partir noblemente” cuando únicamente los varones accedían a la sucesión por primogenitura. Cuando los bienes son repartidos entre ambos sexos, a los hombres les toca la tierra, a las mujeres los muebles.
Para excluir a la mujer del trabajo retribuido se aduce su debilidad, su escasa fortaleza, las menstruaciones, embarazos y partos, “Mullier quasi patiens”.
La Junta de Damas de la Matritense tuvo una actuación muy eficaz en lo tocante al empleo femenino, elaborando un informe sobre los oficios desempeñados por mujeres que eran escasos a pesar de las disposiciones reales favorables, pues los hombres los acaparaban celosamente: sastres, bordadores, pasamaneros, etc.
León de Arroyal señala que “la sabia naturaleza destinó a las mujeres a los trabajos sedentarios”, entendiendo por tales los manuales. Campomanes afirmaba que había sido más útil al género humano la invención de la aguja de coser que la lógica de Aristóteles.
La Junta de Damas perseguía fines feministas al incluir como supuesto programático que el trabajo haría que las mujeres se ganasen la vida por sí mismas. Si los gremios podrían haber sido una salida oficial ofreciendo un camino viable en el año 1726 (fecha del primer tomo del Teatro Crítico de Feijoo), en la década de 1775 la situación era diferente. Las nuevas fábricas (de tapices, de cristal, de porcelana, etc., serán ocupadas por hombres, mientras las mujeres irán a la institución gremial.
Lo importante es que la demolida jerarquía feudal va a ser sustituida por la jerarquía de una incipiente burguesía que sólo podrá basarse en la desigualdad económica dentro del marco de la igualdad general ante la ley. La mujer, que no gana ni debe ganar dinero, sólo accederá a los empleos desprestigiados y carentes de atractivo para el varón. La mujer permanecerá como sirviente[11] o parásita gracias sobre todo a los golpes mortales asestados por la doctrina rousseauniana a cualquier intento de emancipación, y alejada de la sociedad técnica, científica e industrial en desarrollo.
El lastre de Rousseau
Feijoo defiende la igualdad de entendimientos y la aptitud de las mujeres para las Artes y las Ciencias. Sabe Feijoo que en esto no cabe apelar a la autoridad, “porque los autores que tocan esta materia (salvo uno u otro muy raro) están tan a favor de la opinión del vulgo, que casi uniforme hablan del entendimiento de las mujeres con desprecio”[12]. Pero desmonta sutilmente algunos sofismas de aquellos a los que se refería Condorcet, pretendidamente basados en la experiencia: “de que las mujeres no sepan más no se infiere que no tengan talento para más”. Se atreve Feijoo a argumentar contra el mismísimo Aristóteles arguyendo que de las mismas máximas físicas con las que pretende rebajar el entendimiento y capacidad de las mujeres se desprende la superioridad del sexo femenino, ya que puesto que la mujer es fría y húmeda, mientras que los hombres son cálidos y secos, aquélla estaría más dotada intelectualmente, por cuanto el mismo Estagirita afirma que los temperamentos más ardientes y fríos están más inclinados al conocimiento intelectual. También arremete contra Malebranche resaltando las contradicciones en que incurre cuando niega a las mujeres igual entendimiento al de los hombres: “en la aptitud para las ciencias no son diferentes los oficios pues no son diferentes los órganos” –añadirá Martín Martínez apoyando las tesis de Feijoo.
Ya en 1637, María de Zayas y Sotomayor clamaba contra la injusticia de que a las mujeres no se les dieran estudios con parecidos argumentos a los del benedictino:
“porque las almas no son ni hombres ni mujeres ¿qué razón hay para que ellos sean sabios y nosotras no podamos serlo”[13]
El razonamiento de María de Zayas es repetido 150 años después por Mary Wollstonecraft, famosa feminista: “los tiranos y los libertinos se empeñan en mantener a las mujeres en la ignorancia, ya que así unos hacen de ellas sus esclavas y los otros sus juguetes”.
El jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, escritor conquense eruditísimo, en su Historia de la vida del hombre (1789-1799), critica el tópico de que la mujer esté inclinada naturalmente a la vanidad:
Si la emulación se pusiera en la enseñanza científica proporcionada, se vería que las niñas ponían más empeño que los niños en hacer progresos en lo que las enseñasen. No nos debemos maravillar de que las mujeres pongan su vanidad en el cuerpo. Una mujer sin ningún cultivo de sus talentos no puede poner la vanidad en su espíritu. Es la vanidad efecto propio de la ignorancia; si una mujer carece de instrucción se abandona necesariamente a la vanidad de las cosas materiales.
El matrimonio y el poco ilustrado machismo de Rousseau
Si hasta entonces los matrimonios de la nobleza eran un contrato entre familias, y de ahí se desprende cierta igualdad entre los cónyuges, en la burguesía el matrimonio es un pacto de servidumbre para la mujer, en el que casarse es someterse a un amo. No extraña que un caballero se lamentara de los privilegios que se concedían a la villanía “dar palos y azotes a sus mujeres” y preguntara: “¿Qué razón había para privar de semejante descanso a los caballeros?”.
Los mercantilistas ven en el matrimonio un interés poblacionista, porque el aumento de la población es bueno para la industria y para el control de los salarios. Los fisiócratas, en cambio, tienen preconcepciones malthusianas, viendo en el matrimonio una de las causas del aumento de los pobres, “ya que lo contraen sin reflexión y cargan al Estado con numerosa familia” (Valentín de Foronda).
La mayoría que se alzó contra las tesis de Feijoo lo hizo al grito de “mujeres, sed sumisas a vuestros maridos”. Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos es el título irónico de un opúsculo de Voltaire (1767) en el que se critica acerbamente las Epístolas de San Pablo. Voltaire se pone del lado del Preciosismo, a favor de una educación igualitaria y contra la “educación” religiosa que no proporcionaba verdaderos conocimientos[14]. Rousseau ridiculiza a “las mujeres sabias”, alabando la maternidad y viendo en el Cristianismo una escuela de democracia, libertad y moral.
Se impondrá Rousseau. Una nueva línea de separación entre los dos sexos se instaurará a partir de la segunda mitad del XVIII. Rousseau pretenderá encontrarle un lugar “natural” a la mujer. Y sus tesis se expandirán por doquier y llegarán también a España. Las tesis no eran nuevas, la originalidad del ginebrino consiste en transformar la lectura mística de los textos cristianos en un sistema ético-económico que representará el encierro y mutilación del sexo femenino y propiciará el apogeo del oscurantismo y moralismo doméstico que empezará a dominar.
A su juicio, las mujeres y los hombres son esencialmente diferentes:
El uno debe ser activo y fuerte, el otro pasivo y débil; es preciso necesariamente que el uno quiera y pueda, basta que el otro resista algo”. “Establecido este principio, se sigue que la mujer está hecha especialmente para complacer al hombre. Si el hombre debe complacerla a su vez, esto es de una necesidad menos directa; su mérito está en su potencia; él complace por esta sola condición de ser fuerte (Emilio o de la Educación).
Y continúa:
Si la mujer está hecha para complacer es para ser subyugada; debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo”. Y debe hacerlo así aun cuando el varón cometa injusticia. Porque “la mujer está hecha para someterse al hombre y para soportar incluso su injusticia (Ibidem).
Al contrario que la mujer, el hombre no está hecho para tolerar la injusticia. Es importante no sólo que la mujer asuma su condición “natural”, sino que la opinión pública crea que lo hace. No sólo que sea fiel sino que sea considerada como tal por su marido, por sus familiares, por todo el mundo.
“Por lo mismo que la conducta de la mujer está sometida a la opinión pública, su creencia lo está a la autoridad. Toda hija debe tener la religión de su madre, y toda esposa la de su marido. Aun cuando esta religión fuese falsa…” (Ibidem).
Para Rousseau, como para otros utilitaristas de la Ilustración, el fin principal que debe cumplir la educación femenina es la erradicación de la ociosidad. Las mujeres se deben a su sexo, y sólo deben aprender aquello que conviene a su trabajo doméstico. A Rousseau le escandaliza que las mujeres se quejen de ser educadas en frivolidades para la coquetería, perpetuando así su dependencia del varón. Y entonces, el gran educador de Sofía, da una muestra de insuperable cinismo:
¡Qué locura! Y desde cuando son los hombres quienes se mezclan en la educación de sus hijas ¿Qué es lo que impide a las madres educarlas como les parezca? (Ib.)
La cosa está clara, las mujeres deben quedar sometidas desde edad temprana a “sus labores”. “Esta desdicha es inseparable de su sexo, y jamás se librarán de ella como no sea para sufrir otras más crueles. Toda su vida estarán sojuzgadas por el tormento más continuo y más severo, que es el de las conveniencias… Si ellas quisieran trabajar siempre, deberíamos forzarlas algunas veces a no hacer nada; es justo que este sexo comparta el dolor de los males que nos ha causado” (Ibidem). Cada sexo tiene sus facultades propias, así, el gusto de las mujeres se inclina por las cosas físicas y sensibles, el de los hombres por las cosas morales e inteligibles. Las mujeres carecen de capacidad para la abstracción, su talento es meramente práctico y aplicado, basándose en la observación… “en cuanto a las obras de la inteligencia, éstas las exceden”. En definitiva: “la mujer tiene más espíritu y el hombre más inteligencia; la mujer observa y el hombre razona”.
Rousseau ni siquiera puede reconocer a las muchas mujeres ilustradas de su siglo, para él se trata de un fenómeno de “masculinización”.
Las posición de Rousseau es contradictoria con su propia ideología sentimentalista, pequeñoburguesa, que otorga privilegios en lo moral al sentimiento frente a la razón. Para el ginebrino la razón no puede fundamentar la conducta moral, sólo la conciencia y el sentimiento guían correctamente nuestros actos, permitiéndonos prescindir de la filosofía, “dispensándonos del estudio de la moral, de la funesta manía de los libros”.
Tampoco halla la religión natural su base en la razón, pues tiene su fundamento en el sentimiento de la necesidad de una voluntad directora y que Rousseau pone por encima de la filosofía justificando incluso el fanatismo religioso: “el espíritu razonador y filosófico apaga la vida, afemina, envilece las almas”.
Entonces, si la mujer es menos razonadora y más religiosa que el hombre, ¿no debería tener más protagonismo social aquella que es la natural depositaria de los sentimientos y del “espíritu”? ¿No son las ideas generales y abstractas –según el propio Rousseau escribe- fuentes de los mayores errores de los hombres?
La influencia de Rousseau y de su pedagogía respecto del feminismo y el avance de la mujer hacia la igualdad será nefasta. El autor de la Nueva Eloisa se empeña en que todo estaba bien en los orígenes y ese pasado nostálgico encerrará un proyecto de futuro que sellará el destino de las mujeres durante siglo y medio. De nada servirá que Josefa Amar defienda una educación igualitaria y el derecho de las féminas a intervenir en los negocios públicos y la vida política, el poder patriarcal se afianzará basado en los mitos de las virtudes domésticas y el amor maternal como esencia natural de la mujer.
Según Oliva, el amor maternal como pasión dominante de las mujeres no existe, al menos tal y como lo conocemos, hasta el siglo XIX. Igual que el concepto de infancia es un concepto nuevo, que a partir del XVIII se irá imponiendo paulatinamente. Por otra parte, esta atribución de las tareas hogareñas y esta reclusión de las mujeres en el santuario doméstico anuncia el ocaso y abstención progresiva de la función de padre…
La mujer natural se identificará con la mujer ideal, la noción de igualdad, tan querida a los ilustrados de la primera mitad de siglo, será olvidada, y “al finalizar el siglo XVIII la mujer sigue siendo un ser adicional para la reproducción de la especie, vínculo de la divinidad o umbral del mundo animal, esfera privada o pietas.”
[1] Sobre este asunto, cfr. mi entrada Aristóteles y las mujeres.
[2] En La Historia de mi vida de Giacomo Casanova, Hedvige (un personaje ficticio, probablemente Anne-Marie May) reinterpreta en clave ilustrada el mito de Eva: “Eva no engañó a su marido; sólo lo sedujo, con la esperanza de darle una perfección más. Por otra parte, Eva no había recibido la prohibición de Dios mismo, la había recibido de Adán; en su gesto hubo seducción y no engaño; además, es probable que su buen sentido de mujer no le permitiese creer que la prohibición iba en serio” (V. 8, cap. 4).
[3] El varón domado (1971) tuvo su continuación en El varón polígamo (1976). La controversia que suscitó la primera fue tal que la autora alemano-argentina recibió amenazas de muerte y vivió décadas de desprecio. La tesis fundamental es que la mujer controla al hombre mediante estrategias de seducción, mediante condicionamiento pauloviano: “Como compensación por su labor los hombres son premiados periódicamente con una vagina”.
[4] “Una Dama de mucho ingenio (Madama de Grafiñi, Cartas Peruanas) dice, que al formar la Naturaleza a los Franceses, se le escaparon de las manos cuando aun no había entrado en su composición más que el aire y el fuego; yo añado, que podría haber dicho lo mismo acerca de su sexo, pero naturalmente dicha Señora no quiso revelar su secreto” (Historia de las mujeres de Monsieur Tomas, académico francés, trad. Alonso Ruiz de Piña, Madrid, 1773).
[5] “El ingenio superficial nacía del deseo de pasar por hombre de talento: la galantería, que en todo se mezcla y nada destruye, porque no tiene cosa sólida, consistiendo más en circunloquios del entendimiento que en afectos del corazón (…); adoptaba todas las mixturas, y se forjaba un nuevo guirigay, ya místico, ya metafísico o ya romancero. Todo se fundaba en disertaciones sobre las delicadezas y sacrificios del amor; y aunque se suele disputar poco sobre lo que está bien gravado en el corazón, no obstante, todas estas conversaciones y máximas anunciaban tal giro o ardid de imaginación, que tolerando la galantería, le unían la ternura, y enlazaban siempre con la idea de las mujeres la sensibilidad y el respeto” (Historia de las mujeres, 1773, op. cit., pg. 168).
[6] Puede que sea útil restaurar el recato como virtud moral en nuestros días, si bien librándole de la carga sexista que denuncia la autora.
[7] François López, en La Historia de las ideas en el siglo XVIII: Concepciones antiguas y revisiones necesarias, Oviedo, 1975, afirma que la palabra “virtud” no alcanzaría otro significado distinto del religioso hasta la década de 1760-70, lo cual da idea del retraso sociocultural de España en relación a los países en que surgieron las Luces.
[8] No nos parece verosímil que ésta sea la única causa (machista), ni que el prejuicio contra las brujas fuese exclusivamente masculino.
[9] La autora debe referirse a otro tipo de institución académica o haber errado en la fecha, pues la Universidad de Palermo (Sicilia, Italia) no hunde sus raíces más allá de 1498, con la creación de las Escuelas de Medicina y Derecho.
[10] Trotula de Salerno, Trotula di Ruggiero, Trota y Trocta, fue una sanadora que vivió en Salerno entre los siglos XI y XII. Escribió varios influyentes trabajos de medicina femenina, siendo el más prominente de ellos Passionibus Mulierum Curandorum, también conocido como Trotula Major.
[11] “Esclava parásita” escribe Oliva Blanco, lo cual nos parece excesivo, al menos como hecho general.
[12] Discurso XVI del Tomo I del Teatro Crítico Universal.
[13] Novelas Ejemplares y Amorosas o Decamerón español, Madrid, Alianza, 1968.
[14] “educadas en un convento por unas imbéciles que les enseñan (a las mujeres) lo que hay que ignorar y les dejan en la ignorancia de lo que hay que aprender” dice la mariscala de Grancey.
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