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SIGNAMENTO

El conformista

El conformista

Matanza y melancolía, así tendría que haberse llamado la novela de Moravia o la película de Bernardo Bertolucci.

Yo no creo que Marcello Clerici mereciera morir como lo mata Alberto Moravia al final de su novela. Tampoco Edipo, ni Yocasta, merecieron su suerte. ¿Quién la merece? 

Para mí, “El conformista” tendrá siempre la finísima cara de Jean Louis Trintignant, esos rasgos suaves, finos, esa mirada elegante y distante, esa sonrisa contenida, aristocrática. También Giulia, su mujer, instintiva y salvaje, inocente y vital, tendrá siempre las formas exuberantes de Stefania Sandrelli, con ese precioso hoyuelo en la barbilla y esa mueca de niña caprichosa. Una pantera con piel de cebra.

Cuando Bernardo Bertolucci  adaptó para el cine en 1969 la novela de Alberto Moravia (1951) escogió para hacer de mujer del profesor Quadri a una jovencísima Dominique Sanda, que sin embargo supo hacer de maestra de ceremonias en la célebre escena del baile con Stefania Sandrelli. Entonces me pareció una mujer fatal, ambigua e inteligente. Hoy me parece casi una niña en la entrevista que le hizo la televisión francesa en 1971, en la que reprime deliciosamente una sonrisa abierta y pícara, seductora, consciente de su propio encanto, mientras habla seriamente de su carrera con un timbre suave y grave, en un francés transparente.

A finales de los setenta, Dominique Sanda se convertiría en una de las más hermosas y sutiles actrices del mundo con un papel central, como una guinda sobre un pastel, en un puñado de excelentes películas europeas.

Marcello Clerici, el Conformista, es una víctima de las circunstancias. Su padre acaba loco, su madre, a la que nunca le ha interesado en serio la maternidad, liada con un jovencito al que mantiene y rodeada de pequineses. De chico, los compañeros se burlan de Marcello por sus modales sensibles, y un chófer, Lino, intenta abusar de él a cambio de una pistola, con la que Marcello cree haberle asesinado. Toda su vida expiará este crimen imaginario. Hay en El conformista como una referencia lejana a un cristianismo crepuscular… Giulia, en el epílogo, comparada a Eva, expulsada del Paraíso pequeño-burgués, tras la caída de Mussolini.

Marcello lucha melancólicamente por una normalidad que debe conquistar al precio más alto: el precio de la complicidad con el régimen fascista. Pero, en realidad, Marcello no cree en nada, o en casi nada, es un héroe existencialista, un funcionario que, simplemente, cumple con su deber. No me extraña que la primera novela de Moravia  (Gli indifferenti, 1929) sea considerada como un buen ejemplo de esta tendencia existencialista.

La novela El conformista podría haberse titulado Matanza y melancolía, palabras que obsesionan al padre orate del protagonista, en el siquiátrico en el que acaba recluido. Nace de esa visión trágica de una Europa, madre de la civilización, engolfada en el canallismo y la barbarie, en dos terribles guerras civiles; nace de “la desolación de los desiertos en los que el hombre va en pos de su propia sombra y se siente perseguido y culpable”. Y no hay solución: entregarse a la fatalidad de un orden en el que no se cree, pero que es a fin de cuentas orden, normalidad, familia... o entregarse a "la torpe paz ofrecida por la naturaleza indulgente".

Marcello es un enigma para todos, menos para Moravia, que disecciona con delicadeza quirúrgica las causas de su gélido comportamiento: su miedo a la libertad. Miedo a la anormalidad, a la diferencia. Lo que ansía Marcello sobre todas las cosas –y no puede conseguir jamás- es ser uno más, huir de la soledad, de la locura a la que nos lleva sin remedio esa misma soledad. Por eso lucha denodadamente contra la repugnancia y el desapego. De pronto, la hermosa frente de una prostituta, o la luminosa frente de Lina, la mujer de Quadri, parecen ofrecer una tabla de salvación, pero se trata de un promesa vana: la prostituta se entrega por dinero al primero que la compra; y a Lina (Dominique Sanda, en la ficción de Bertolucci) le gustan las mujeres y odia al funcionario fascista bajo el que se oculta Marcello.

A Marcello le fastidia el triunfalismo con que la prensa italiana anuncia la victoria de Franco, le repugna la corrupción del fascismo italiano, pero con todo, ha elegido su camino hacia la normalidad, y la normalidad en ese momento es esa especie de locura, ese patrioterismo hueco al que tiene por fuerza que conservarse fiel. Él no es un fanático, sino un siervo trágico de los ídolos tribales -o nacionales- de la historia. Entre el fanatismo y el servilismo no queda más que la indiferencia, una indiferencia que expulsa contradictoriamente de sí –a cada paso- la duda.

Es trágico ver a la inteligencia teniendo que comulgar con ruedas de molino; es trágico ver a la sensibilidad debiendo transigir sin remedio con la ordinariez, pero eso es lo que debe hacer Marcello a cada instante para buscar la normalidad y la respetabilidad de ser uno de tantos.

Marcello profesa un existencialismo kantiano, actúa como si creyera, frente al fascio y frente a la iglesia romana. Ansía redimirse a través de las costumbres vulgares, cumpliendo inmejorablemente lo que se le ordena, pero no puede evitar a cada paso la sensación de extravío: ¿de dónde vengo?, ¿quién soy?, ¿adónde voy?, ¿quiénes son éstos que me acompañan?...

“Este extravío no le hacía sufrir, al contrario, le complacía como un sentimiento que le resultaba familiar y que tal vez constituía el fondo mismo de su ser más íntimo. ‘Eso’, pensó fríamente, ‘¡yo soy como aquel fuego, allá lejos, en la noche… arderé con fuerza y me apagaré sin razón, sin consecuencias… un punto de destrucción suspendido en la oscuridad'”.

Quedan eso sí, los rescoldos que se conservan en el interior de ese fuego, así como la chispa que lo enciende sin cesar, algo más antiguo que la realidad del amor, el deseo:

“El deseo no era en realidad sino la ayuda, decisiva y poderosa, que la naturaleza prestaba a algo que ya existía antes de ella y sin ella”.

Ese furor que se transforma en ideas y sentimientos lejanísimos, debido a una misteriosa y espiritual alquimia, y que ya no parece servir ni estar marcado por el sello de la necesidad.

No somos meros juguetes de la necesidad, de la fatalidad. Escogemos, sí, pero ese escoger deja en nosotros una melancolía teñida de remordimiento, que provoca el recuerdo de las cosas que hubieran podido ser y a las que, al escoger, era preciso por fuerza renunciar.

Nadie puede conformarse hasta el punto de volverse otro. Pero esa angustia sartriana de elegir, se traduce en Moravia en una romántica y simpar melancolía.

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