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Estética

SINIESTRO, OBSCENO Y BELLO

SINIESTRO, OBSCENO Y BELLO

Sobre "Circe", capítulo 15 del Ulises de Joyce

Daniel J. Boorstin, historiador y director que fue de la Biblioteca del Congreso de Usamérica, describe la literatura de la primera mitad del siglo XX como "literatura de la perplejidad". Los dioses han huido y el vacío que han dejado, profetizado por Nietzsche, se ha convertido en un recurso para el arte. No hay mal que por bien no venga. O la expresión de tal perplejidad es prueba de la extraordinaria capacidad humana para sacar provecho de la nada (o del nihilismo) y de la desesperanza ante un destino incierto. Tal vacío o nadismo puede sintomatizar también en angustia existencial... Camus expresó esta situación en El mito de Sísifo (1942), un año después de la muerte de James Joyce:

"En un universo súbitamente despojado de ilusiones y luces, el hombre se siente ajeno, extraño. Su exilio no tiene remedio, ya que no tiene memoria de un hogar perdido ni esperanza de una tierra prometida. Este divorcio entre el hombre y la vida, entre el actor y su escenario, es justamente el sentimiento del absurdo".

Uno de los maestros indiscutibles del sentido del absurdo, quiero decir de su representación teatral, será Samuel Beckett (1906-1989), amigo íntimo de James Joyce. Entre ambos –explica Boorstin– se creó una relación prodigiosa y tácita. Al parecer intercambiaban silencios y conversaciones, sumidos en la tristeza. La infeliz hija de Joyce, Lucía, se prendó de Beckett, quien la llevó a restaurantes y al teatro, aunque al final tuvo que decirle que cuando iba a su apartamento era sólo para ver a su padre. Más tarde pidió disculpas a la importante mecenas Peggy Guggenheim por no haber podido enamorarse de Lucía.

La perplejidad dura todavía. Desde la perplejidad es el título de la obra más original del filósofo Javier Muguerza. Joyce dio forma teatral y en gran medida "absurda" al decimoquinto capítulo de su Ulises (1922). Su escenario es Nighttown, el barrio rojo de Dublin. El capítulo lleva el alias de "Circe" en honor a la célebre maga de la Odisea homérica. El escritor convierte la atmósfera de lupanar en plató de sueños, apariciones tétricas, alucinaciones perversas, fantasías sexuales, delirios sadomasoquistas y automatismos psíquicos.

A la vista de este capítulo no extraña que los surrealistas idolatraran a Joyce, su expresionismo surreal, su "stream of consciousness", esa corriente de conciencia y esos monólogos interiores de su principal protagonista, Leopoldo Bloom, que hicieron época en la historia de la literatura, aunque el recurso del monólogo interior ya usado por Édouard Dujardin en su novela Han cortado los laureles (1887) y Azorín también lo usó en La voluntad (1902), aunque alcanzará su auge y cima en la obra de Joyce y de Virginia Woolf.

Como se sabe, la novela de Joyce es el relato de un día, 16 de junio, en el Dublín de 1904, que algunos críticos quieren ver como símbolo de la actividad (¿trivial, banal?) del hombre en el mundo moderno. Salman Rushdie consideró el Ulises una revelación y destaca cómo Joyce construyó un universo a partir de un grano de arena. Fue precisamente en 1904 cuando el irlandés marchó a Trieste para enseñar inglés, con Nora Barnacle, una muchacha sin estudios ni interés por la literatura, pero a la que el escritor apreciaba por su vitalidad e instinto natural. Se casaron en 1931 y tuvieron dos hijos. Sus vidas fueron duras, con escaseces económicas, dificultad para publicar y refugio en la bebida. Durante sus últimos años, Joyce perdía la vista, su hija sufría trastornos mentales y sus amigos tuvieron que ayudarle para poder salir adelante hasta su muerte en Zurich a principios de enero de 1941.

"Circe" es el capítulo más extenso del Ulises y puede leerse como microcosmos de toda la novela, porque aquí aparecen todos los fantasmas que atormentan u obsesionan a Stephen Dedalus, alterego de Joyce, y al judío irlandés, convertido al cristianismo, Leopoldo Bloom, que puede también interpretarse como un heterónimo del autor. Los espectros de la memoria de ambos danzan en el tablado de "Circe" al ritmo de ansiedades sexuales, diríamos que muy freudianamente.

Podría decirse que Joyce se abre en este psicodrama como un sujeto fragmentado que oxida palabras en un mar rizado de dudas y de ansiedades, de deseos, vergüenzas, temores, culpas y arrepentimientos. Los protagonistas bracean como náufragos en mitad de un torrente de expresiones, de acertijos y de jeroglíficos anímicos. Según el Barón de Hakeldama, la obra de Joyce preludia la novedad de lo inevitable: el hombre que se desploma de la vivencia a la supervivencia y cambia la existencia por la asistencia (la que Bloom brinda a Stephen Dedalus al final del capítulo).

En su preciso y muy documentado análisis, Rafael Rivlin habla de la dramatización del inconsciente en acción, desde la culpa a la redención, del trauma a la transformación, curso simbolizado en la pérdida y recuperación del talismán de Bloom, una patata mineralizada. Los personajes, en efecto, acaban su viacrucis por "los antros de perdición" transformados para mejor, como los hombre de Odiseo cuando Circe, que los había convertido en cerdos, les devuelve la forma humana: "Tornaron a ser hombres, pero más jóvenes aún y mucho más hermosos y altos".

Quizá sea pertinente aquí recordar la formación jesuítica de Joyce (Foucault indagó, en los manuales de confesión católicos e ignacianos, su microfísica del poder y del deseo). El profesor Francisco J. Ramos recuerda, evocando a Lacan, cómo el inconsciente es "la otra escena" y de qué modo la lógica de su temporalidad (ni la de la "duración real" bergsoniana) no coincide con la crono-logía de nuestros relojes. Rivlin trae a colación la influencia de Otto Weininger (1880-1901) en Joyce, el autor de Sexo y carácter (1903) que se suicidó con 23 años y que influyó también en Wittgenstein. Joyce contravendría en este capítulo el androcentrismo misógino de Weininger.

A Joyce la Gran Guerra (1914-1918) ni le iba ni le venía, tanto Bloom como Dedalus son declaradamente pacifistas y Joyce pasó el conflicto en la neutralidad de Zurich pudiéndose ocupar de la Literatura, que le interesaba más que la historia contemporánea. En sus años de universidad ya había abandonado tanto el catolicismo como el nacionalismo, de modo que su posición es distante y escéptica, irónica y hasta sarcástica, lo que le permite contemplar con absoluta ecuanimidad la complejidad contradictoria de la naturaleza humana, de lo sublime a lo ridículo.

La lectura, interpretación y explicación de este capítulo 15 del Ulises me ha llevado al reencuentro con la estética de Eugenio Trías y su filosofía del límite o de la razón fronteriza. Es precisamente en su "cerco fronterizo" donde los opuestos interactúan: espacio de encuentro y de transformación, de cruce entre lo usual –en el caso que nos ocupa, el burdel– y lo extraordinario, entre lo racional y lo misterioso.

El capítulo Circe escenifica provocativamente lo que Trías llama "lo siniestro", que incluye también lo obsceno, lo familiar pero inquietante, lo que provoca extrañeza en lo cotidiano. Lo "obsceno" es precisamente lo que queda o debe quedar "fuera de escena", lo que se oculta y se margina, como hacemos normalmente con las casas de prostitución o los "locales de alterne", lo que rompe con las normas establecidas y puede aparecer como transgresión anticonvencional.

Para Trías –y esto es lo importante a la hora de juzgar el valor artístico de una obra– lo siniestro es el fondo obscuro de la belleza. Aquí hemos de aventurar el concepto de lo que se resiste precisamente a su penetración, a la penetración del pensamiento abstracto, pues resulta muy difícil dilucidar intelectualmente lo que nos causa "vértigo", lo que nos conmueve, nos obsesiona, nos fascina o nos atormenta, es decir, no es fácil hablar de la singularidad salvaje del hecho artístico, lo que Kant llamó, genialmente, "la universalidad sin concepto". Trías sostiene que lo siniestro es condición y límite de lo bello o de lo sublime. Si bien la inmediatez y patencia de lo siniestro o de lo obsceno destruyen todo posible efecto estético. Por eso el misterio debe mantenerse como tal. Sin embargo, la pura y simple represión de ese fondo obscuro hace a su vez imposible que el efecto estético se produzca. Por eso lo siniestro es a la vez condición y límite de lo bello.

"Sin referencia indirecta a lo siniestro el objeto estético carece de fuerza y de vitalidad. Aquí lo sagrado se conserva segregado, separado (joristós) como aquello que no puede ser mancillado ni violado. Si ese efecto de violación se produce, lo sagrado asume un carácter ominoso y execrable (sacer) sobreviene entonces lo siniestro: aquello que 'debiendo permanecer oculto, se ha manifestado' (Schelling)".

Eugenio Trías piensa que lo siniestro asume también el sentido ambivalente de lo inhóspito freudiano (Unheimliches) que resulta contrario al hogar, donde "siniestro" se contrapone a dextero ("agüero dextero", aparece en el Mío Cid). Lo siniestro es así lo aciago, lo torcido, lo que se presenta con obscenidad, allí donde lo más familiar asume el carácter de lo espantoso. Sin embargo, un artificio –pongamos la pornografía– que figura o representa crudamente lo obsceno, sin mediaciones y en pura patencia, se autodestruye como arte. Pero un arte que reprime lo siniestro impide que el efecto estético de lo bello o de lo sublime se produzca. El arte es por eso un velo de ilusión que deja entrever el misterio y lo preserva. Trías cita a Novalis: "el caos debe resplandecer en el poema bajo el velo incondicional del orden". Tal sentido del orden –recordemos a D'Ors– se halla en el fondo de toda lógica como preservartorio de la vida.

En el "cerco fronterizo" del arte, aparecen los daimones medianeros, lo metaxý, los ángeles o mensajeros que pueblan el intervalo entre los dioses –o las potencias irredentas de la naturaleza– y los mortales, como el Eros platónico, bien acompañado de Mnenosyne (madre de las Musas) y de Anamnesis (reminiscencia), así como de un logos dia-lógico, teatral (cómico, dramático y trágico), fruto sabroso de ese descenso a los ínferos y de ese ascenso a los cielos, hacia lo que trasciende el límite (Bien o Belleza), entonces puede hablarse de una poiésis, de una auténtica creación.

De este modo, la singularidad salvaje del arte se abre a la universalidad sin concepto mediante un "juego de formas simbólicas" en donde todo símbolo conserva un núcleo místico, de reserva, como su enigma y misterio. Para Trías, el efecto del arte logrado es el vértigo, una experiencia límite de desorientación que surge en el encuentro entre lo conocido y lo desconocido, lo racional y lo emocional, cuando nos enfrentamos a lo sublime y lo siniestro al mismo tiempo.

El límite no es para Trías una barrera que separa, sino una especie de encuentro. El humano es precisamente el animal limítrofe, que se alimenta de los frutos de ese espacio liminal del arte, de la filosofía y de lo sagrado (las formas o especies libres del espíritu hegeliano), porque en el límite se despliega el ser y allí se produce el diálogo entre lo finito y lo infinito, lo cotidiano y lo trascendente, como en lo pucheros teresianos. En el espacio fronterizo podermos vislumbrar el horizonte de sentido (ineludible para Charles Taylor) donde el hombre se encuentra con lo divino más allá de la comprensión racional, "toda ciencia trascendiendo".

INTEGRACIÓN ORSIANA

INTEGRACIÓN ORSIANA

Adoro las bibliotecas. Se me abren las carnes en ellas, en ese "ámbito ordenado de los libros" -que decía J. L. Borges, enorme lector-. Así que no hablaré mal de ninguna. Aunque me angustia la duda de que empiecen a ser ya víctimas de la "subcultura o incultura o barbarie de la cancelación". Estoy seguro de haber podido acceder al Glosario completo de Eugenio d'Ors en una de ellas. Y sin embargo hace unos días, buscándolo en la misma, me encuentro conque, entre decenas de miles de libros, sólo me es posible encontrar una monografía dedicada al gran filósofo y esteta catalán. ¿Cómo es posible? ¡Ni siquiera su monumental obra sobre Lo barroco, que tanto influyó en Europa! Ni El hombre que trabaja y juega, ni El secreto de la filosofía, ni la póstuma Ciencia de la cultura...

Encontré algo y algo es algo, así que tomé en préstamo el libro de Antonino González: Eugenio d'Ors. El arte y la vida. Antonino considera con motivo que la obra de D'Ors merece ser considerada aportación fundamental a la filosofía del arte y la estética del siglo XX. Pienso por mi parte que la contribución orsiana no debe restringirse al campo específico de la historia del arte, sino que también fue decisiva en el ámbito más general de la metafísica o filosofía general, si bien es posible que el nervio del "ironismo orsiano", de su eclecticismo sistemático e integrador, de su ludismo pospragmatista, deba encontrarse en su sentido del orden y de la belleza. La propia crítica del arte tiene para D'Ors -como afirma Antonino- un interés metafísico.

El libro de Antonino González citado (FCE, Madrid 2010) examina los años de formación de nuestro filósofo, su vinculación al noucentisme catalanista, sus primeras obras estéticas: El Cézanne y las Tres horas en el Museo del Prado. El debate en torno a lo barroco, las obras estéticas de madurez, su Teoría de los estilos, las sistematización madura de su pensamiento (El secreto de la filosofía, 1947 y La Ciencia de la Cultura, 1964) y por último, las fuentes de la filosofía del arte orsiana así como su originalidad en el debate y la superación del formalismo y el historicismo, desde una perspectiva que aspiró a ser abierta, en discusión con el subjetivismo anárquico, y narcisista, de la modernidad, conjugando pensamiento y vida mediante su Heliomaquia o lucha por la luz y su Principio de figuración inserto en su rica doctrina de la Inteligencia, que opone a la razón abstracta.

Hay que lamentar que en una obra tan interesante como la publicada por la editorial tecnos (a la que me he referido en un "signamento" anterior), coordinada por Leopoldo La Rubia et al. y titulada Teorías contemporáneas del arte y la literatura (Madrid, 2021), no se le dedique ningún artículo a Eugenio D'Ors, aunque sí a "La estética fenomenologíca de Ortega y Gasset" (Noé Expósito Ropero, cap. III de "Las alternativas y réplicas al formalismo"), cuando estoy seguro de que el conocimiento, tanto del formalismo como del historicismo estéticos, fue mucho más exhaustivo en don Eugenio que en don José, y desde luego fue D'Ors quien le dedicó más atención a la discusión con ambas corrientes estéticas y críticas, que integró en una visión originalísima, que merecería mayor cuidado por nuestra parte.

Por desgracia, Eugenio d'Ors parece hoy un gigante de nuestras letras y humanidades injustamente "cancelado".

BOLLING & ROMERO

BOLLING & ROMERO

En un mundo inevitablemente globalizado hay que agradecer los esfuerzos por conjugar armónicamente culturas y estilos, en lugar de enfrentarlos violentamente. No otra cosa es lo que ha hecho ejemplarmente el compositor francés, nacido en Cannes en 1930, Claude Bolling. Aficionado al jazz desde su juventud y con formación clásica fue amigo de Duke Ellington, al que también tuvo por mentor.

Bolling grabó en Paris con figuras internacionales como Lionel Hampton o Kenny Clarke. Exploró el ragtime, el Dixieland, el boogie-woogie, el blues... y compuso para Liza Minelli y Juliette Greco, entre otros artistas indiscutibles; para el cine, la música de la violenta historia de gánteres: Borsalino.

El increíble flautista Jean Pierre Rampal le animó a componer para él. La sinergia cuajó en una extraordinaria Suite para flauta y pinano jazz a mediados de los setenta. Su grabación fue un éxito también en EEUU. Por su parte, Pinchas Zukerman le encargó a Bolling una Suite para violín y piano jazz en 1977, otra maravilla.

El guitarrista malagueño Ángel Romero (n. 1946) pertenece a una amplia saga de guitarristas y es experto en la música de Joaquín Rodrigo, cuyos conciertos para guitarra ha interpretado con sobresaliente suficiencia. Él y Bolling se conocieron en 1979. En el Concierto para guitarra clásica y piano jazz, cuya carátula ilustra esta entrada, el británico George Shearing enfrenta a la guitarra de Romero su virtusismo con el piano, el veterano percusionista es el neoyorquino Shelly Mane y el bajista Ray Brown, que nació en Pittsburgh, Pensynlvania, en 1926. 

Este concierto se divide en siete secciones que combinan ritmos y danzas hispanoamericanas con lamentos de blues; frescura, melodía y armonía, con un lirismo exquisito: Danza hispánica, Mejicana, Invención, Serenata, Rapsódica, Africana y Final. Este último movimiento lo añadió Bolling tras su estreno, como regalo de un virtuoso a otro. La grabación es de 1980.

Filosofía de la pintura

Filosofía de la pintura

 “La naturaleza es el alma del arte y el arte el alma de la naturaleza”

Cayetano Aranda Torres

 Una sola palabra servía a los griegos de la época clásica para referir a lo que nosotros llamamos arte y técnica: ‘techné’. Tanto en el arte como en la técnica la metafísica se realiza, la idea toma forma, la función gana fórmula de satisfacción práctica, el espíritu se torna sensible.

Técnica y arte son prácticas específicamente humanas, el arte quizás más que la técnica, no dejemos de hallar gérmenes de conductas teleológicas (o teleonómicas, como escribe Monod) en otras criaturas: el ave rapaz que lanza la tortuga contra la roca para romper su caparazón, el mono que arma una pajita para arrancar las sabrosas termitas de su madriguera, el pájaro que adorna su nido para gustar a la hembra, el lagarto que muestra su salud en el cromo de su piel…, pero los modernos hemos consagrado las “bellas artes” segregándolas de la utilidad técnica, dando por decirlo así al arte una función puramente gratificante y teórica, contemplativa y libérrima[1].

Así, el arte tendría que ver con el libre juego de las facultades (Kant), donde la libertad es espontaneidad gratuita que no aspira a más utilidad que la de gozar la hábil mecánica intencional de sus potencias. La sensibililidad artística suspende la voluntad de actuar e intervenir en lo real para su transformación práctica, enseñándonos a considerar el mundo como realidad esencialmente libre, y no como un instrumento para satisfacer nuestras necesidades de subsistencia y consumo o nuestra ambición de poder. En este sentido, el arte más noble se identifica con la contemplación desinteresada a la que los griegos llamaron teoría. “El arte amplía, esencializa y hace más verdadera la realidad” (Cayetano Aranda).

Lo esencialmente artístico no sirve para nada o sólo sirve -¡ahí es nada!- para hacer visible lo invisible, sensible lo inteligible, material lo espiritual. Tal es el caso de la pintura de museo. “El arte o es idealismo o no es nada” (Idem). El profesor Cayetano Aranda Torres ha hecho bien en entroncar su crítica con la estética idealista, la última gran estética. Heidegger, Adorno o Gadamer son deudores y herederos de aquel esfuerzo gigantesco del romanticismo alemán. Se percatan del valor cognitivo y filosófico del arte. La filosofía no se acuesta con menos naturalidad con la poesía que con la técnica.

Ninguna crítica puede dejar de ser idealista, a no ser que aspire a reducir groseramente el arte a otra cosa: ideología, crítica social, síntoma neurótico... En su libro Filosofía de la pintura en imágenes (ediciones de la Universidad de Murcia, 2009) Cayetano Aranda supone, con razón, que la pintura es pensable y sirve, a efectos humanísticos y educativos, como objeto de reflexión filosófica. El espíritu también se conforma plásticamente, sus figuras pictóricas, su forma (Gestalt) ocupa ese lugar intermedio entre lo sensible y lo intelectual.

Platón –como buen griego- debió estar demasiado apegado al ser real, geométrico, inmóvil y eleático, como para darse cuenta hasta sus últimas consecuencias de ese papel trascendental, intermediario (metaxý) de la imaginación y de la imagen, que sirven para salvar el abismo entre los objetos y el espíritu. Entre la sensibilidad y la inteligencia median, obviamente, las funciones representativas: imaginación y memoria. Paradójicamente, el ateniense, que fue un extraordinario artista y un formidable inventor e intérprete de imágenes (alegorías), incomprendió el papel demiúrgico del arte, dejando sin fundamentación teórica su propio hacer artístico al expulsar de su república ideal a los poetas. No se percató de que el arte auténtico es –como nos recuerda Cayetano- a la vez un telescopio y un microscopio de nuestro interior.

Es valiente y atrevida la tesis del profesor Cayetano Aranda de que “el proceso verdaderamente fundamental de la modernidad es la elevación, en el sentido de toma y conquista, del mundo a y con la categoría de imagen”. En efecto, el arte nos pone a mano lo espiritual: hace táctil, visible y audible su contenido.

Si, como afirma Cayetano, “la imagen no es nada antes de lo que de ella se enuncia en un discurso”, entonces el arte apela a la crítica, esa tarea de comprensión de las facultades humanas y sus objetos. La filosofía debe también hacerse cargo de la imagen, porque “hay realidades intramundanas que cumplen su esencia en el proceso de ser representadas en una imagen, que ganan espesor y consistencia cuando son imagen, sin la que no serían pensables, ni siquiera existirían”.

La pintura profundiza, enriquece y da valor y dignidad a lo meramente aparente. El cuadro re-presenta, pero también presenta, revela lo real por sí mismo como revelación de la libertad de nuestras facultades. La pintura -incluso cuando pretende representar los aspectos más oscuros, siniestros o sórdidos de la realidad- es siempre una idealización, una metamorfosis del mundo de la percepción en mundo de sentido y significado. Por eso -afirma Cayetano-, la pintura tiene más densidad óntica y ontológica que la realidad extra-artística.

Por más que la filosofía –como no podía ser de otro modo- busque la verdad del arte en su unidad con lo bello, nunca agota ni descubre del todo la consistencia de su oculto subyacente: ese enigma que se esconde en el lienzo, en la tabla, en el fresco. Si la obra tiene un contenido de verdad, hay en esa verdad algo que no puede del todo ser dicho o que puede generar infinitos dictados, una verdad que sólo se acredita como presencia sensible en su aparecer insólito, inédito, original y único. De este modo, la filosofía del arte resulta tan exuberante como deficiente, se comprende como un intento provisional y provisorio, jamás agotado ni agotable, de descifrar el lenguaje de las imágenes, entendiéndose que nunca agotará las posibilidades expresivas de la obra. Esa forma privilegiada de conocimiento que nos ofrece el arte es, antes o más allá de un mero modo de conciencia, una experiencia vivida como materia espiritualizada o espíritu materializado, una vivencia en que se anudan sujeto y objeto, pensamiento y realidad, una reconciliación posible de naturaleza y espíritu: autocomprensión, pero también autocompasión. En su epílogo, Cayetano Aranda alude a la imposibilidad de concebir la objetividad y la subjetividad en el arte sin la referencia a lo que Freud llama la “investidura afectiva” (Versetzung). Empatía y simpatía son claves en el ejercicio de pensar la pintura.

A fin de cuentas, ciencia, arte y religión son imaginarios universales propiamente humanos (demasiado humanos) “para emigrar del dolor y malestar producto de la indigencia humana”. Las formas más nobles y trascendentes de cultura funcionan como conjuros contra la muerte.

Cayetano pretende entender la figuración plástica, o por lo menos aquellos cuadros que le han hechizado (que son bellos porque le atraen), desde la fusión de horizontes temporales propuesta por la hermenéutica, en la suposición de que “el sentido y la visibilidad de un cuadro siempre superan al proporcionado por su autor y su época”. El método es interdisciplinar, pues arte y filosofía resultan inseparables de la historia, la filología, las lenguas clásicas…

La intención final de esta obra, particularmente interesante para todos aquellos que -como quien suscribe- son amantes de la pintura, es expresamente humanista, pues subordina al saber a los fines esenciales de la razón: la promoción de la libertad, la igualdad y la solidaridad.

 Las obras interpretadas, reproducidas a todo color en el libro (aunque por desgracia han quedado cortadas por arriba en el corte final), van desde El enterramiento de Cristo (1304-1306) de Giotto di Bondone, hasta Coca-Cola (1962) de Andy Warhol.

Cayetano no desdeña el arte abstracto, pero nos extraña que a la hora de explicar su apuesta, en los análisis de los cuadros de Klee o Mondrian, no eche mano del concepto de iconicidad, recurriendo a la descripción del arte abstracto como aquel que carece o tiende a carecer de “forma aparente” o no responde a un “esquema perceptivo estándar”. Nada perceptible puede carecer de forma, aunque sí de iconicidad (parecido analógico).

En realidad, la pintura no representa el estar ahí de las cosas, sino nuestro modo de representárnoslas. Toda pintura es una representación de la representación, una meta-representación o representación de segundo orden. El arte de máxima iconicidad aspira a ser un doble o retrato de la representación[2]; por el contrario –y aquí resultan muy pertinentes las afirmaciones del profesor Cayetano Aranda-, el arte abstracto es medio y método para lograr no lo concreto de la percepción, sino lo concreto del pensamiento y la imaginación, o, por decirlo así, sus a priori. Ciertamente, el arte tiene todo el derecho a inventar mundos nuevos y proponerlos como verdaderos, igual que puede reducir la figuración a la forma subjetiva de representación (colores, puntos, líneas, figuras geométricas).

No obstante, nos parece tan soberbia como ilusoria la afirmación de Mondrian, según la cual el arte abstracto podría lograr “una nueva naturalidad” por encima de lo deseado o esquemático, “obras que son semejantes a las obras de Dios” –presume-.

“Yo no represento, sino que creo nuevas presencias” –algo así podría haber dicho-. Pero los hombres no creamos de la nada, sino que combinamos innovadoramente lo dado para inventar lo nuevo. Al renunciar a la función representativa resaltamos sin querer la meramente decorativa, legítima también, desde luego. El arte “abstracto” no apela a otros mundos, no trae al presente espacial y temporal otras presencias pretéritas, antes bien sólo representa nuestro modo general de representarnos este mundo. Y sin embargo, esa presencia no es menos “figura”, pura figura, de nuestro modo subjetivo de representación, sólo que lo es in vacuo.

Allá donde no se sincere el deseo de lo vivido concreto o la intención se represente referencialmente -como sabían los surrealistas-, la fantasía del espectador fingirá, buscará los referentes y, al fin, los hallará, pero el mérito deberá entonces reconocérsele al espectador, no al “artista”. Los espectadores que aplauden un concierto de música atonal carente de ritmo y melodía, aunque los sonidos pudieran contar con cierto cromatismo no horrísono -al que siempre cabe atribuir una estructura computable-, si han disfrutado con ello, deberían aplaudirse a sí mismos, más que al compositor.

Es ineducado dejar todo ese trabajo de interpretación (significados, sentidos) al espectador, es inútil que el artista no asuma o contenga al artesano que debe empezar siendo. Habría que recordar a los partidarios del arte “abstracto” (en pintura o en música), lo que Kant arguyó contra los racionalistas dogmáticos: que las formas a priori, sin contenido empírico, sin lo dado, son vanas. Allá donde la forma pura pone luz o geometría, la iconicidad de la melodía o la figuración (dibujo, perspectiva, sombreado…), verdadera Gestalt, dan y otorgan tempo, emoción y calor.

 



[1] Habría que exceptuar o analizar la función artística del diseño industrial, en el que, no cabe duda, pueden confluir de nuevo utilidad y belleza.

[2] El arte abstracto emerge cuando la fotografía se acredita como una técnica –o arte- con un potencial de máxima iconicidad. Pregunta para Antonio López: ¿para qué “retratar” lo percibido si la fotografía puede hacerlo mejor?