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Daniel Pennac y las excelencias del internado

Daniel Pennac y las excelencias del internado

En Mal de escuela (Barcelona, 2008) Daniel Pennac aborda el problema de la educación desde una perspectiva original, la del zoquete (cancre), la del zoquete que él mismo fue, antes de convertirse en profesor y escritor. La reflexión del autor es bastante humanitaria y humanista, positiva y esperanzadora, aunque se basa en su propia experiencia como profesor de instituto, y me temo que en unos institutos (los públicos franceses) donde la autoridad del profesor tal vez no estuviera -en los años a que se refiere- tan deteriorada como hoy, o la heterogeneidad del alumnado no fuera tan problemática. Chagrin d’École (Gallimard, 2007) se lee con facilidad, y puede ofrecer al profesional de la enseñanza algunas sugestiones útiles sobre el papel de profesores, padres y medios de comunicación en la educación de nuestros jóvenes.

Por ejemplo, y a la luz de lo que el propio autor relata de su experiencia de interno (a partir de los doce años), experiencia gracias a la cual salió por fin de su angustiante agujero de zoquete, resulta chocante la actitud de muchos padres de alumnos “disruptivos” en la actualidad, que te dicen que no pueden con sus hijos, y sin embargo te miran como si les propusieses un crimen cuando les ofreces la posibilidad de una plaza gratuita en una residencia escolar pública, aún cuando les explicas que sus hijos sólo estarán fuera de casa de lunes a viernes, y que hay un montón de días de vacaciones para ejercer de padre y disfrutar de su compañía. Como el propio Pennac me confirma (II, 14), los padres –franceses o españoles- miran hoy el internado como un penal, o como un abandono de la paternidad. Sólo contemplan la posibilidad del internado como una amenaza y no conciben que pueda ser una solución. El internado, ¡que fue un lujo sólo por las clases altas!, es hoy despreciado por todos, hasta el punto de que los nuestros ofrecen plazas libres, mientras el absentismo en la secundaria se convierte en un problema irresoluble.

El autor explica por qué la condición de interno le fue infinitamente más soportable que la de externo. Pensemos en el externo “en caída libre”, “fuera de juego”, en un curso donde no entiende nada por “falta de base” o de voluntad, o porque ha ido pasando “por imperativo legal”, en Francia o en España. Pensemos en el “objetor escolar”, querido por su familia y que no le desea la muerte a nadie, pero que no da ni golpe, ni en casa ni en la escuela, sin hábito de trabajo y aturdido por una sociedad que lo descuida y le halaga, que le atiborra de chucherías y le carga con mil objetos, pero que apenas controla lo que mira, dice o hace. Una sociedad que ha renunciado a "vigilar y castigar" (¡qué disparate!), porque Foucault –mentor intelectual del Mayo del 68, que llamó así a uno de sus más conocidos libros- dijo que eso de vigilar y castigar eran sólo estrategias represivas y despersonalizadoras del monstruoso Estado. Nuestro/a zoquete llega tarde a clase (o no llega), se olvida de los libros, pierde los cuadernos, y hasta la flauta, imprescindible en las clases de música. No hace los deberes, se tira el día jugando a la “plei”, chateando, pintándose las uñas, acariciandose el percing, o dándole patadas al balón, soñando que vale 95 millones de € como Cristiano Ronaldo; o peor: aburriéndose con los/las “colegas” e introduciéndose en el placer de las hierbas y los mejunjes legales o ilegales, pues se sabe que el aburrimiento es el padre de todos los vicios; o se pasa la tarde macerándose los sesos con el tamtam de la tribu juvenalista, supuestamente alternativa y tal, con los cascos puestos a toda pastilla, aislado de la realidad, o mirando en la televisión cómo la “gente guapa” gana dinero provocando escándalos o entregándose a la maledicencia (preferiblemente sexual). Respecto a su capacidad para distinguir el bien el mal, puede que vislumbre un vago concepto de “vicio”, pero no ha oído hablar siquiera de la palabra “virtud”, ni mucho menos de la palabra "obediencia" o del "cuarto mandamiento", y está claro que el diablo es gótico y mola: lo bueno, lo “de puta madre” es disponer de un gran coche “tuneao” o de un novio tan guapo como Brad Pitt. Sabe mucho -o cree que sabe mucho- y todo lo ha malaprendido de la tele. Para los profes, trabajo doble, pues primero deberá desaprender.

Cuando la profe le pregunta por qué no ha hecho los deberes, miente: tuvo que visitar a su padre, y volver luego con su madre, pues están divorciados. Si no hace maula a segunda hora, o se queda fumando en los aseos, tendrá que echar otra trola a segunda hora, y así hasta la sexta. Luego, nuestro zoquete vuelve a casa: “¿Cómo te ha ido hoy?”. Más mentiras: “Muy bien, la profesora de historia me ha puesto un siete”…  “Toda su energía mental se agota tejiendo una sutil red de pseudocoherencia entre las mentiras proferidas en la escuela y sus medias verdades servidas a la familia, entre las explicaciones proporcionadas a unos y las justificaciones presentadas a otros, entre las descripciones de los profesores que hace a los padres y las alusiones a los problemas familiares que vierte al oído de los profesores, con una pizca de verdad en unas y en otras, siempre, pues esa gente acabará encontrándose, padres y profesores, es inevitable, y hay que pensar en ese encuentro, perfeccionar sin cesar la ficción verdadera que será el menú de esa entrevista” (II, 15).

No hay necesidad de tanta trola en el internado. Y lo mejor todavía -dice Pennac- es que los profesores también sean internos... El interno no tiene más remedio que ordenar su vida a golpe de timbre o campana. Elegir entre el estudio o el estudio. Su existencia es trasparente... también acaba siéndolo para él mismo.

El fracasado o la fracasada escolar pueden caer en un cansancio crónico a causa de esa tensión del incesante fingimiento, de ese esfuerzo por mantener una doble ficción, esfuerzo que puede ser superior al que hace el buen alumno para hacer bien los deberes. Ser mal externo es agotador… “La ficción en la que chapotea le mantiene prisionero en otra parte, en algún lugar entre la escuela que debe combatir y la familia a la que debe tranquilizar”, tapando incesantemente brechas por las que puede colarse la realidad con sus temibles secuelas: sanciones, amenazas, expulsiones, humillaciones, culpas, y al fin, el taciturno deleite masoquista: “soy una nulidad, no sirvo para nada”. Y  “en la sociedad donde vivimos [he aquí una conclusión inquietante de Pennac que deberíamos todos tener muy presente] un adolescente instalado en la convicción de su nulidad (…) es una presa” [las negrillas las pongo yo]. Téngase en cuenta que, entre nosotros, el fracaso escolar, medido por el alumnado que no consigue el título de secundaria, supera con creces el 30 %.

Algunos padres –y sobre todo algunas madres- que quieren muchísimo a sus hijos, no comprenden que lo que sus hijos pueden necesitar, para recobrar el sentido de la realidad propia y mejorarla, sea, precisamente, el alejamiento de tanto “amor”, e incluso el alejamiento de los padres (y a veces, de sus problemas, conflictos, neurosis o "terrorismo doméstico"), al menos por una temporada. Los padres –y también los profesores- se hacen cómplices de las mentiras de los chiquillos por razones complejas que Pennac explora… no siendo tal vez la menos importante la de que la comida o la cena no se conviertan en un drama… al menos hasta que lleguen las notas del trimestre, si es que llegan, puede que “maquilladas con mayor o menor destreza por el principal interesado, que no le quita ojo al buzón familiar”. No son desde luego la mayoría, pero siempre hay alguna madre o algún padre, tan inocente, que toma por real el mundo de yupi que sus hijos se han creado y amenazan al profesor o la profesora, tratándola de acosador o de incompetente. Y eso puede suceder -desde luego- pero es muchísiomo más raro. Lo que suele suceder es que el hijo o la hija se han transformado en un "pinta" o una "hincha", un mentiroso compulsivo o una "pasota", y los padres ni se han enterado.

Señala Pennac que es curioso que mientras el internado tiene tan mala prensa, tres de los mayores éxitos del cine y la literatura populares entre la juventud han ido de internados: El club de los poetas muertos, Harry Potter y Lo chicos del coro. A estos éxitos internacionales habría que añadir el éxito de la serie El Internado en España. Los tres primeros son, además, internados bastantes arcaicos: uniformes, rituales y castigos, batas grises, edificios siniestros, profesores polvorientos…

Todos los zoquetes del mundo son regenerables. Un adolescente es -por definición- un patito feo que no sabemos en qué se convertirá. Puede ser que en un cisne, porque descubra el interés del saber, gracias a un manojillo de profesores excelentes, o a uno solo, que le llega al corazón; o puede que acabe comprendiendo la necesidad de querer antes que la de ser querido o querida, porque la realidad y el tiempo –testigos insobornables- le cambie a tortas y acabe domesticándole sin remedio. Los profesores capaces de despertar el deseo de saber son, naturalmente, aquellos que lo sienten, que padecen de curiosidad insaciable y que contagian la emoción del saber como un virus letal, aquellos que comparten y no reducen a su alumnado a una masa común y sin consistencia… “Estadísticamente todo se explica, personalmente todo se complica” -con esta frase abre Pennac su libro. Y desde luego, la educación tiene mucho más de arte que de técnica, mucho más de relación personal, que de relación instrumental. Todos los métodos sirven, o también: nunca sabremos cuál será el apropiado para quién, pero lo que no debemos es confundir los medios con los fines. A veces, simplemente, uno hace el bien o despierta vocaciones… por pura casualidad, sin saber ni cuándo ni cómo. Y todos nos equivocamos muchas veces.

El autor acaba llamando Maximilien a todos los zoquetes del mundo. Los Maximilien “pueden reconocerse por la atención crispada o la mirada exageradamente benévola…, por la sonrisa anticipada de sus compañeros y por un no sé qué desplazado en su voz, un tono de excusa o una vehemencia algo vacilante”. Y cuando callan son reconocibles por su “silencio inquieto u hostil, tan distinto del silencio atento del alumno que capta. El zoquete oscila perpetuamente entre la excusa de ser y el deseo de existir a pesar de todo, de encontrar su lugar, imponerlo incluso, aunque sea con violencia, que es su antidepresivo.” (V, 5).

Maximilien dice: “Los profes nos comen el tarro”.

La respuesta de Pennac: “Los profes no te comen el tarro, intentan devolvértelo”.

¿Quiénes les comen el tarro a nuestros adolescentes? Aquellos que les adiestran desde los monitores, ante los que han sido arrojados, si no abandonados. La Internacional Publicitaria y Propagandística les ha persuadido de que el universo no es para comprender, sino para consumir. La diferencia fundamental entre los alumnos de hoy y los de ayer –dice Pennac- no es que los de hoy estén peor educados por sus padres o completamente asilvestrados y mimados por los demagogos y los medios, es que los de hoy “no llevan los jerséis de sus hermanos mayores”. “Hoy… la Gran Madre marketing se encarga de vestir a mayores y pequeños. Viste, alimenta, da de beber, calza, toca, equipa a cada cual, provee al alumno de electrónica, le pone sobre unos patines, bici, scooter, moto, patinete. Le distrae, le informa, le conecta, le propina una permanente transfusión musical y le dispersa por los cuatro puntos cardinales del universo consumible, ella es quien le duerme, ella es quien le despierta y, cuando se sienta en clase, vibra en el fondo de su bolsillo para tranquilizarle: Estoy aquí, no tengas miedo, estoy aquí, en tu teléfono móvil, ¡no eres un rehén del gueto escolar!”

Es muy difícil, incluso trágico, hacer de aguafiestas… del “niño cliente”.

VI. 9. “Hoy en día existen en nuestro planeta cinco clases de niños: el niño cliente entre nosotros, el niño productor bajo otros cielos, así como el niño soldado, el niño prostituido y, en los paneles curvos del metro, el niño moribundo cuya imagen, periódicamente, proyecta sobre nuestro cansancio la mirada del hambre y del abandono.

Son niños, los cinco.

Instrumentalizados, los cinco.”

El joven adquisidor de nuestras “sociedades del bienestar” (por los antidepresivos que se consumen en dichas sociedades ese nombre resulta más bien un sarcasmo) accede sin dar golpe a la propiedad privada… “sus deseos, como los de sus padres, deben ser despertados y renovados permanentemente para que la máquina siga funcionando”. Desde este punto de vista es un cliente con todas las de la ley, “cuya satisfacción se considera medida del amor que por él sienten”. Así, en la sociedad mercantil, “querer a tu hijo… es querer sus deseos”. Tienen derecho a todo, sin contrapartida. Sin embargo, en la escuela o el instituto no se puede jugar a este juego, en él no se pueden satisfacer deseos superficiales por medio de regalos, ¡“se satisfacen necesidades fundamentales por medio de obligaciones”! La contradicción está servida; el malestar de escuela, también.

-Es que no le gusta el francés, es que no le gusta el inglés, es que no le gustan las matemáticas -dice la madre.

-Y usted –le podemos contestar a la madre-, ¿disfruta siempre haciéndole la cama por las mañanas, lavándole las bragas, planchándole los calzoncillos?

 

A continuación, ofrezco al curioso lector una recensión en francés, un fragmento original del libro y una breve biografía que imprimí para mi alumnado de bachillerato.

 

Chagrin d’École, 2007

Résumé du livre

'Chagrin d'école',  aborde la question de l'école du point de vue de l'élève, et en l'occurrence du mauvais élève. Daniel Pennac, ancien cancre lui-même, étudie cette figure du folklore populaire en lui donnant ses lettres de noblesse, en lui restituant aussi son poids d'angoisse et de douleur. Le livre mêle les souvenirs autobiographiques et les réflexions sur la pédagogie, sur les dysfonctionnements de l'institution scolaire, sur le rôle des parents et de la famille, sur le jeunisme dévastateur, sur le rôle de la télévision et des modes de communication modernes, sur la soif de savoir et d'apprendre qui, contrairement aux idées reçues, anime les jeunes d'aujourd' hui comme ceux d'hier.

 

« Donc, j'étais un mauvais élève. Chaque soir de mon enfance, je rentrais à la maison poursuivi par l'école. Mes carnets disaient la réprobation de mes maîtres. Quand je n'étais pas le dernier de ma classe, c'est que j'en étais l'avant-dernier. (Champagne!) Fermé à l'arithmétique d'abord, aux mathématiques ensuite, profondément dysorthographique, rétif à la mémorisation des dates et à la localisation des lieux géographiques, inapte à l'apprentissage des langues étrangères, réputé paresseux (leçons non apprises, travail non fait), je rapportais à la maison des résultats pitoyables que ne rachetaient ni la musique ni le sport ni d'ailleurs aucune activité parascolaire. 

- Tu comprends? Est-ce que seulement tu comprends ce que je t'explique?

Je ne comprenais pas. Cette inaptitude à comprendre remontait si loin dans la nuit de mon enfance que la famille avait imaginé une légende pour en dater les origines: mon apprentissage de l'alphabet. J'ai toujours entendu dire qu'il m'avait fallu une année entière pour retenir la lettre a. La lettre a, en un an. Le désert de mon ignorance commençait au-delà de l'infranchissable b.

- Pas de panique, dans vingt-six ans il possédera parfaitement son alphabet.

Ainsi ironisait mon père pour distraire ses propres craintes. Bien des années plus tard, comme je redoublais ma terminale à la poursuite d'un baccalauréat qui m'échappait obstinément, il aurait cette formule :

- Ne t'inquiète pas, même pour le bac on finit par acquérir des automatismes...

Ou, en septembre 1968, ma licence de lettres enfin en poche:

- Il t'aura fallu une révolution pour la licence, doit-on craindre une guerre mondiale pour l'agrégation?

Cela dit sans méchanceté particulière. C'était notre forme de connivence. Nous avons assez vite choisi de sourire, mon père et moi. »

 

BIOGRAPHIE
Né à Casablanca d'un père officier, Daniel Pennacchioni a grandi en Afrique et en Asie, avant d'obtenir une maîtrise de lettres à Nice. Professeur de français à Soissons puis installé dans le quartier populaire de Belleville, il travaille à donner le goût de la lecture à ses élèves. En 1985, il donne naissance à une famille bellevilloise dans le roman Au bonheur des ogres. C'est le début de la série Malaussène, qui se déclinera en La fée carabine, La petite marchande prose, Monsieur Malaussène et Aux fruits de la passion. Cet insatiable raconteur d'histoires publie également un essai sur la lecture (Comme un roman, 1992), une bande dessinée avec Tardi et une myriade de livres pour enfants. 

 

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