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Mitad de Memorias de Medardo Fraile

Mitad de Memorias de Medardo Fraile

Publicado en el Ideal de Jaén (24 VII 2009)

por José Biedma López 

con el título "Las Memorias de Medardo Fraile"

 

Medardo Fraile es un orgullo para Jaén y para Úbeda, de donde fueron su madre y madrina. Y ha escogido muy bien el título de sus memorias: El cuento de siempre acabar, que alude al cuento que, ¡ay, sin remedio!, somos todos. El suyo no acaba en estas memorias, que sólo refieren una parte de su vida, tal vez la más decisiva y emocionante. Nuestras vidas son ríos que van a la mar, pero también cuentos de muchos personajes; y nuestras biografías, nudos de relaciones sociales y de conversaciones íntimas; o sea, puro teatro.

Por las páginas de El cuento de siempre acabar circulan muchísimas de las figuras importantes en la cultura española, literaria, teatral y artística, de la postguerra, tantas que a veces marean. La cultura –en un sentido general y antropológico- no la hacen sólo los intelectuales, claro; pero en un sentido moral e ideal, sí es cierto que son ellos quienes conservan o inventan sus grandes símbolos, y crean su sentido, en la medida en que nos es dado crear a los pobrecitos humanos, bajo libertad vigilada, o limitada por las circunstancias.  

Los primeros capítulos de esta obra tienen un extraordinario valor añadido para los ubetenses. Hemos conocido o conocemos a quienes han conocido… o hemos oído hablar de muchos de los paisanos, ilustres o corrientes, que circulan por sus páginas, a pie, en moto o en cochaco.

Medardo ofrece un zoom de aproximación a la obra y el autor, en contacto con la vida y la obra de muchos otros autores. Lo vemos carteándose con Pemán (más liberal de lo que se cree), tertuliando en el café Gijón con Buero Vallejo o Aldecoa, yendo al cine con Carmen Martín Gaite, sincerándose con Sánchez Ferlosio, intercambiando lecturas con José García Nieto, conversando con José Hierro, o bebiendo vino y hablando de toros con Díaz-Cañabate, fundando el grupo Arte Nuevo (“una luz y un eco hacia la eternidad”) con Alfonso Paso, Alfonso Sastre et al. Y renovando la escena en la segunda mitad de los cuarenta con obras que fueron bien acogidas por el público y la crítica: 23 obras estrenadas en 2 años, algunas de las cuales “piden que las recordemos o, en cualquier caso, merecen una mención o comentario” (8, V). Pero también lo vemos retratándose con Aleixandre, entrevistando a Menéndez Pidal y a  Pedro Laín Entralgo, felicitado por Gerardo Diego, aprendiendo de Antonio Machado, telefoneando a Dámaso Alonso, o invitando a una obra de teatro de Arte Nuevo a doña Carmen Polo de Franco…

Tras haber tenido la suerte de conocerle personalmente, y después de haber leído la mayoría de sus cuentos y artículos (La familia irreal inglesa), todavía me ha sorprendido el desparpajo sincero y liberal con que nos cuenta Medardo en El cuento de siempre acabar sus primeros escarceos sexuales en aquella España en que todo estaba prohibido y, por tanto, se deseaba apasionadamente, y sus maduros desahogos, romances y amoríos.

Aprecio mucho el equilibrio y la modestia de su punto de vista, mucho más por cuanto resulta extraordinario en un país tan dado a la exageración y la desmesura. Contra la inveterada costumbre española de “tomar partido hasta mancharse” o empalar sin compasión al oponente político (simbólica o realmente), la “memoria histórica” de Medardo, que padeció la guerra en Madrid y no está dispuesto (pg. 353) ni a olvidarla ni a ponerla en marcha otra vez,  no tiene nada de triunfalista, nada de revanchista, nada de resentida, respecto a los acontecimientos “inciviles” que presenció, en un entorno familiar partido entre “republicanos” y “nacionales”.

Medardo sabe que la diferencia fundamental no es la que separa a los de izquierdas y a los de derechas, rojos y azules, sino la que distingue a las buenas de las malas personas. No escatima juicios morales benevolentes y tiene el decoro de no descalificar a quien no se portó bien. Sabe perdonar y lamenta la ocasión perdida en los cuarenta y cincuenta para una reconciliación real de los españoles tras la tragedia de todos. Lamenta también el desconocimiento total de la realidad española que tenían los que hacían política de oposición fuera de España. Desgraciadamente, en aquellos años “no había nadie capaz de aguar el rojo o el azul para convertir a España en rosa –ni rosa ni azul-. (…) Desde el final de la guerra, la política la hicieron los muertos, no los vivos” (pg. 154).  

No insulta a nadie. Su vena satírica –que la tiene y socarrona- no se desborda nunca. Se detiene en la fina frontera que separa la fina ironía del cruel sarcasmo. Pueden leerse como ejemplos de lo que digo la descripción de una conferencia de Santiago Carrillo en Glasgow, a principios de los setenta, o la excursión realizada –en calidad de reportero- en la compañía de Otto de Habsburgo -y su pintoresco chófer- al retiro de su ilustre ascendiente: Carlos I de España y V de Alemania.

Las descripciones de Medardo Fraile son magistrales –en el sentido genuino de esta palabra-. No sólo traza en quince líneas el retrato psico-fisiológico de un personaje, sino que también nos ofrece un video dinámico, con que percibe el lector su potencial creador o destructor, de genio singular o común, o de mentecato.

Para quienes estamos interesados por la historia del pensamiento español, ofrece el autor nombres que tal vez merezcan ser investigados: Tomás Ducay, Francisco Soler, Francisco Pérez Navarro. También hallarán, el historiador de la literatura o el crítico, sugestiones interesantes y bien ponderadas sobre teatro y narrativa de obras y autores injustamente postergados (Alejandro Núñez Alonso. La gota de mercurio) o incomprensiblemente “galardonados”.

Autor nómada y andaluz cosmopolita, Medardo acabará viviendo en Glasgow y casado con una escocesa, sus memorias tienen también el adobo del libro de viajes, entre Madrid y Úbeda, primero; luego París: “no subí a la torre Eiffel porque no quise ver París sin la torre Eiffel”. Me agrada compartir con él la sorpresa ante el descubrimiento de la encantadora Place des Vosgues. También anduvo por África, Mallorca, Inglaterra. La memoria retiene momentos –no sabemos por qué- que no podemos engarzar en el argumento principal de nuestra vida: una mujer madura montando en una motocicleta, el comentario de la dueña de una pensión, la mirada de una meretriz… El escritor los salva del sinsentido, ofreciéndonos con ellos algo tan sentido como universal.

El encuentro precoz del niño Medardo con el Andrenio del Criticón de Gracián fue sin duda premonitorio.  (Confieso que también a mí me ha fascinado siempre esta obra que aún no he podido concluir). La mirada del autor de El cuento de siempre acabar ha heredado mucho de la aguda e inocente curiosidad de Andrenio, pero ahora, en su madurez, también posee la juiciosa lucidez desengañada de Critilo. A fin de cuentas, como le oí una vez a Antonio Gala –otro de los personajes que transitan vestido de hombre por estas memorias- la vida es una historia que siempre acaba mal.

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