Nerópolis
Se piensa mal con la barriga vacía, pero tampoco se comprende muy bien cuando está demasiado llena. La penuria económica condena el conocimiento a la miseria, sin embargo pasa lo mismo con la opulencia: ‘después de comer, ni una carta leer’. Las comilonas lastran el vuelo del pensamiento... Las épocas de miseria material no favorecen los avances del saber y las ciencias; pero el lujo y el hartazgo sólo engordan una curiosidad malsana y estéril.
Algunas relaciones se repiten en la historia como constantes que hacen pensar que los dioses han repartido la misma harina por todas partes, con la que cada pueblo y cada época amasan panes diferentes. Aunque los bollos y las roscas sean distintos, están hechos de la misma masa, porque los hombres son bastante parecidos en todos los tiempos y en todas partes. Hoy se exagera la influencia del medio, sobre todo la llamada “ideología de género”, pero la naturaleza tiene mucho más peso del que se cree en nosotros y en nosotras mismas.
Leyendo las completísima reconstrucción de la Roma de Nerón que hizo Hubert Monteilhet en su Nerópolis (1984), uno creería que aquellos personajes y modos son nuestros contemporáneos. Nerón vive. Desde luego, si aquellos primeros cristianos hubieran sabido que, diecinueve siglos después, Nerón volvería con unos medios y una determinación mayores y a escala planetaria a un mundo en el que el mensaje de Jesús había sido anunciado por todas partes, lo habrían considerado como un probable signo de que el fin del mundo estaría próximo. Si les hubieran dicho que nuevos Nerones incendiarios jugarían con los átomos de Epicuro y de Lucrecio, habrían considerado ya inminente el Apocalipsis. Pero si se les hubiera explicado que, después de dos mil años de sujeción y dispersión, los judíos volverían a su tierra para construir con las armas en la mano un Estado independiente, entonces tendrían por seguro el final de los tiempos.
A Pedro y Pablo les hubiera parecido inverosímil que durante mil novecientos años dominaran y se difundieran las ideas y creencias cristianas... Sabían que el pueblo renuncia muy difícilmente a la exposición y la venta pública de niños, la libertad de divorcio y sodomía, a los juegos pornográficos y violentos, al culto de guías divinizados y dioses ambivalentes, o al placer de exterminar a las minorías que el monstruo frío de la razón de Estado, sobre todo en tiempos de penuria, designa como chivos expiatorios para su venganza.
Hoy como ayer se repiten parecidas ilusiones, desesperaciones, incertidumbres, ansias de maravillas extraterrestres y de milagros, abducciones a los cielos, mezcladas con el espectáculo incesante de los reales infiernos de aquí abajo. Pan y circo: feroz deseo de salvación, evasión o narcótico. Inmigración incontrolable, crecimiento vertical de los barrios populares, mientras los señores abandonan el lupanar de Roma para retirarse a villas más tranquilas y dignos espacios campestres en que poder meditar, como sénecas, sobre la vanidad de los placeres de este mundo, después de saciarse de todos. Nerón toca la cítara, rodeado por una plebe a la que halaga, juerguista y vociferante, de oportunistas y libertos insolentes, mirados con ojeriza por una aristocracia afligida, estoica y decadente...
Parecida repugnancia de los intransigentes, los fundamentalistas del dios sin imágenes, ante la mediática babel, la babilónica metrópolis global y monstruosa. La holgazanería ya incurable de una Roma invadida por la cigarras, exigiendo subsidio y diversión constante de un Estado providente, tiranizado por la megalomanía del príncipe. La miseria de la muchedumbre de esclavos fabricando baratijas en Corea, China o Singapur, o concentrándose en inmensos suburbios de basuras. El número creciente de prostitutas y prostitutos de todas clases, edades, especialidades y condiciones. La obscenidad y la sangrienta violencia reproduciéndose, como en los munera de los circos y anfitreatos, sólo que más "virtualmente". La brutalidad y la política, próxima a los deportistas y mercenarios, esos gladiadores modernos. La lujuriosa y cruel vulgaridad de los espectáculos públicos.
Sin duda, para que la analogía sea completa, los políticos modernos todavía deben aprender mucho de los métodos de Nerón, quien, tanto por íntima convicción como por calculada demagogia, llevó hasta un grado nunca visto todos los vicios de Sodoma y Gomorra. El programa era simple: hacer disfrutar al pueblo por cualquier medio sin el menor pudor, embrutecerlo a base de placeres incesantes, vaciarlo de sensibilidad y pensamiento, manteniendo así la paz y la tranquilidad al mínimo coste.
Tranquilos. Nosotros somos más delicados. Apreciamos mucho más un accidente de impacto o una boda principesca que una ejecución artística y una degollina escénica. ¡Aún nos quedan restos de escrúpulos cristianos! Menos mal que se debilitan rápidamente. Por desgracia, a medida que perdemos ilusiones se nos va contagiando esa enfermedad que estuvo de moda en el tiempo de los Claudios: el taedium vitae, ese hastío de la vida que se apodera de repente de un enamorado desengañado, un estudiante fracasado, un ama de casa maltratada, un vividor arruinado o un misántropo incurable. El mismo afán de lucro o de consumo expresa esa desesperación: comprar por puro aburrimiento.
La locura de la moral, los abusos de las reglas, las exageraciones del puritanismo, están siendo sustituidos rápidamente por el espectáculo del artista histérico. El mundo se agota en un éxtasis orgiástico y ruidoso, sin enriquecerse ya con nuevas vidas por falta de savia y generosidad. Se diría que la historia tiene leyes que limitan sus esperanzas. De hecho, cuanto más se refina una civilización, menos hijos alumbra. Los pueblos más prolíferos son siempre los más primitivos. Es como si tuviéramos que elegir entre la exquisita pederastia platónica y el machismo infantil y fanático. Es fácil entender que las cosas tengan que ser así. Si hacemos un cálculo racional, es evidente que los hijos traen más preocupaciones y disgustos que satisfacciones, de manera que, o bien se tienen por instinto, o sea por ignorancia, o bien por patriotismo, o por motivos religiosos. Cuando el sacrificio pierde su valor, el bloqueo del crecimiento demográfico es inevitable. No se traen razonablemente niños al mundo, salvo si se mira más allá del placer para defender causas que sobrepasen al individuo. Pero los Medios Masivos de Comunicación repiten una y otra vez que, más allá del individuo, no hay nada.
Es dulce el encanto del ocaso, aunque los días de Roma estén contados. Tarde o temprano, los bárbaros impondrán sus brutales instintos, por razón de su mismo número. Serán más y sus instintos se conservan son fuertes y sus ambiciones intactas.
0 comentarios