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Estreno de Stanislaw Lem

Estreno de Stanislaw Lem

El hospital de la transfiguración es una novela tan redonda, melancólica y trágica, que resulta difícil creer que fuese terminada por alguien con veintisiete años, alguien que tiene toda la vida por delante. Cuando por fin la censura comunista lo consintió, fue la primera publicada por Stanislaw Lem, en 1956, ocho años después de que su autor la terminara, sin duda uno de los más importantes escritores polacos -si no el mejor- del último siglo.

El tono e incluso el estilo de esta obra están muy lejos del humor cáustico y la especulación estelar, distante y desenfadada, de las obras de ciencia ficción y crítica inteligente que más tarde conquistaron el mundo de las letras, y sin embargo se nota en germen, al final de algún capítulo, cierto atisbo de humor, como una chispa en mitad de una profunda, sombría y desangelada reflexión sobre la condición humana: el hombre como proyecto inconcluso, la extrañeza de los insectos como máquinas vivientes, las limitaciones del materialismo y la desesperación amoral del nihilismo, el valor de la igualdad y la desigualdad, la revolución y la filantropía, el sentido de la historia, la complejidad del cosmos, la miseria humana, la relación entre la demencia y el arte, la idiotez del especialista y, por fin y destruyéndolo todo, el gran interrogante que crea sobre nuestro ser y nuestro destino la barbarie nazi, con la que se cierra la obra.

Menos mal que a la noche aún entra por el ventanuco de una choza incólume un tenue rayo de esperanza, como posibilidad de un renacer y un intentarlo de nuevo, tras un borrón y cuenta nueva, y gracias al tierno y consolador abrazo de una mujer enigmática: la doctora Nosilewska.    

La obra comienza por un funeral y termina en el infierno de un holocausto: los alemanes exterminando sin compasión a los pacientes de un manicomio, para convertirlo en un hospital de la SS. Como su acción transcurre en el aparente aislamiento de un hospital psiquiátrico, es deudora por momentos de La montaña mágica, publicada por Thomas Mann en 1924, y a la que el autor menciona una vez-, nos recuerda las extrañas cavernas y las atmósferas alucinadas de Kafka, aunque también se hallan en ella referencias a la tradición lírica polaca y a los autores clásicos universales.

El poeta Sekulowski, uno de sus personajes centrales –principal interlocutor de su protagonista, Stefan Trzyniecki-, podría haberse sentado a la mesa de Hans Castorp, haber intentado seducir a Madame Chauchat con su labia poética, o departido interminablemente con Settembrini, discutiendo sobre lo humano y lo divino, allá en las alturas, en el sanatorio para tuberculosos soñado por Mann. Sus reflexiones sobre el arte y la locura, breves y directas, poéticas y terribles, dan mucho que pensar.

Así, Sekulowski describe al ser humano como efecto de una rarísima casualidad…

 “Cientos de miles de ardides sujetan ese rarísimo salto de energía que, como un relámpago, desgarra la materia persistente y ordenada: un lazo en el espacio, arrastrándose en medio de un paisaje vacío, pero ¿para qué? ¿Para que el cielo pueda encontrar su confirmación en el ojo de alguien? En el ojo, ¿comprende? ¿No se ha parado nunca a pensar por qué las nubes y los árboles, de color dorado en otoño, pardos en invierno, todo ese paisaje marcado por las estaciones del año, por qué todo nos golpea con su belleza como con un martillo? ¿Con qué derecho sucede así? Si debiéramos ser negro polvo interestelar, jirones de la nebulosa de Orión, la norma es el bramido de las estrellas, el diluvio de meteoritos, el vacío, la oscuridad, la muerte…”.

 Para Sekulowski, la lectura literaria es un intento de olvido; la escritura, un intento de salvación… “como todo”. Cada uno de nosotros, una posibilidad transformada en necesidad. Recoge con gusto la sentencia inimaginable de su amigo médico: “Yo, que una vez fui un espermatozoide y un óvulo…”. Mucho más allá de la vida en el psiquiátrico, más allá de los bosques que rodean el manicomio, los políticos quedan muy al fondo… demasiado tontos para que el poeta pueda prever sus acciones racionalmente, demasiado locos para que resulten afables…

 “Se acerca la época de los enanos acuartelados, de la música en lata, de los cascos que no dejan ver las estrellas. Y dicen que después vendrá la igualdad y la hermandad, pero ¿por qué la igualdad, ¿por qué la libertad? ¡Si precisamente de la desigualdad surgen escenas visionarias y de la desesperación el fuego creador!”

 Desde la óptica egocéntrica y destructiva de Sekulowski, entre la lucidez desesperada, el entusiasmo estético y la locura, la filantropía aparece como algo propio de vírgenes diplomadas a las que se les han agostado las hormonas, y las teorías revolucionarias como aquello a lo que se han dedicado cuatro rebeldes que destacaban entre los bien alimentados, ya que “los indigentes no tienen tiempo para semejantes asuntos”. Y la historia, dominada por el poder del más fuerte, siempre gana, siempre tiene razón y deja al margen a los que no se adaptan. Por eso, para Sekulowski, los manicomios destilan el espíritu de la época.

 “Todas las deformaciones, las jorobas psíquicas y las excentricidades están tan diluidas en la sociedad que resulta difícil percibirlas, pero aquí, concentradas, revelan claramente el rostro de los tiempos que vivimos. Los manicomios son los museos de las almas…”

 Para Marglewski, médico del hospital en el que el poeta Sekulowski se ha recluido voluntariamente, el genio está asociado necesariamente a la demencia. Balzac es un psicópata maniático; Baudelaire, un histérico; Chopin, un neurasténico; Dante, un esquizoide; Goethe, un alcohólico; y Hölderlin, un esquizofrénico… No extraña que Marglewski describa en una conferencia una forma de locura que consiste en la nostalgia de la locura, una depresión patológica por no poder disfrutar ya de las alucinaciones de la demencia. Sin embargo, para su colega Stefan, nuestro protagonista, las grandes obras no nacen gracias a la demencia sino a pesar de ella.

En el Viejo Mundo, una y otra vez, parecemos destinados a elegir entre formas nobles de sufrimiento, mientras que los norteamericanos, muy contentos de sí mismos, se muestran incapaces de dedicar un minuto a la metafísica: “¡No tienen tiempo para entender la crueldad de las Cosas!”.

El arte, por su parte, no tiene nada que ver ni con la belleza ni con la fealdad, sino con las cosas bien hechas. Y así, por más que un chapucero intente pintar a la mujer más bella del mundo, el resultado será un adefesio; pero Van Gohg pinta un orinal y el resultado nos tira de espaldas. El arte desentraña al hombre, desvela el resplandor del mundo, el eterno paso del tiempo, la katharsis

La perspectiva de Sekulowski es la de la panspermia de Anaxágoras:  

 “todo está en todo. Las estrellas más lejanas influyen en la orla del cáliz de una flor. El rocío de la mañana contiene la neblina de la noche pasada. Todo está entrelazado por una omnipresente dependencia. No hay nada que pueda librarse del poder de todo lo demás”.

 El hombre mismo captura en sí la belleza del mundo entero sometido a miles de leyes mágicas, pero como una esbelta escultura arrastrada hacia el fondo de un estercolero. Toda esa fina arquitectura de huesos, fibras, sentidos y nervios, resulta completamente inútil y, al fin, es el mismo cuerpo el que nos mata. La analogía del cáncer resulta aquí oportuna: “Un tumor es como un pequeño brote que crece en una célula que se rebela”.

El poeta aparece como el mejor interlocutor de este joven Stanislaw Lem, tal vez como un alter ego del protagonista, que a su vez lo es del autor y, seguramente, Sekulowski sea una fuerte tentación para el pensar del genial polaco, Una tentación narcisista, atea, materialista, relativista, una tentación que es castigada en la novela, como si ésta fuese una catarsis y una superación del nihilismo. Pues el poeta –representante de la desesperación más existencialista- delata a los pacientes escondidos y al final es ejecutado por los alemanes, como un frenético más, mientras el protagonista llora por el mucho mal que ha contemplado, en brazos de su compañera. 

Nota: Añadiré que la edición de Impedimenta (Madrid, 2008) es elegante y cómoda para el lector, la traducción directa del original polaco, pero hubiera merecido una revisión final que corrigiera ciertos lapsos.

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