El oráculo de Noctiluca
Llevaba años buscando tiempo para leer a Jesús Maeso de la Torre, primo de mi compañero y sobresaliente músico, Jerónimo Maesso (cuyo apellido ha conservado la doble ese). De rey mago, he regalado su obra Al Garzal, el viajero de los dos orientes, 2008 (2003), la que el autor me ha confesado que considera como su mejor novela, con la intención de que un familiar me la regresara cortésmente para leerla, una vez “usada”. Leo poca novela en verdad, y sobre todo ficción científica y en verano. Había comprado en una librería de segunda mano (la única que conozco en España, regentada por una nórdica en la calle San Miguel de Torremolinos) la novela Tartessos, en una edición especial que hizo ABC en 2006. El autor considera esta novela como primeriza.
Quién lo diría, porque Tartessos me enganchó desde el principio. Puede que contenga alguna pequeña imperfección formal, ¿qué obra de arte está libre de ellas?, como la reiteración del verbo “comparecer” o el galicismo “arribar”, pero la novela, aparte de amenísima, está escrita en un español magnífico y resulta un extraordinario alarde de ficción y reconstrucción histórica verosímil –o tal vez habrá que decir proto-histórica, porque por entonces la historiografía, propiamente dicha, aún tendría que esperar a los viajes de Herodoto de Halicarnaso-. Más meritoria resulta la reconstrucción de Maeso por cuanto de la gran y primera civilización ibérica, del legendario reino de Gerión y de los fantásticos Gargoris y Habis, mitificado por los escritores helenos, o sea del Reino del Ocaso, más allá de las columnas de Hércules, sabemos muy poco.
Tartessos es también un extraordinario libro de viajes: por el mar Exterior, la ruta secreta del estaño, hasta la tenebrosa Albión; por el saco del Mediterráneo, que surcaban las galeras helenas, los piratas etruscos, los mercaderes fenicios, hasta las asombrosas islas egeas y la codiciada costa de Asia Menor, esas gloriosas Mileto y Éfeso de las que, unas generaciones después, emergerán, frescas, críticas y decididas, la ciencia y la filosofía; y por el Tertis (Guadalquivir) hasta sus fuentes al Este, hasta las minas de Cástulo, en las montañas argénteas, allá por los finales del siglo VII y principios del VI a. C.
En el marco de las complejas relaciones políticas y mercantiles de la época, con la Persia de Asurbanipal presionando sobre la gran metrópoli cananea de Tiro y ansiando tragarse las ricas colonias jonias de Asia Menor, y con Cartago, la esmeralda de Pigmalión -fundación fenicia en las costas africanas que disputará a Roma la hegemonía del Mediterráneo-, Jesús Maeso elabora una bella, romántica y dramática trama de conspiraciones y tiernas amistades, que no pierde su suspense e interés hasta el final, a medias feliz, a medias melancólico.
La civilización del Ocaso, así como su rey, el magnánimo e inteligente Argantonio, aparecen magistralmente sublimados:
“Los tartesios se significaban entre los pueblos del mar por su inclinación a los lujos, a los banquetes opíparos y sobre todo por la liberalidad de sus costumbres y la sensualidad sin trabas… Se vanagloriaban de cuidar sus cuerpos, los relicarios de sus almas inmortales, con la pulcritud del aseo y el ejercicio, de venerar a los ancianos por su sabiduría, y a las mujeres, por atesorar la misteriosa encarnación del enigma de la vida. Insignes gastrónomos, cada ágape solía derivar en una desenfrenada bacanal donde disfrutaban sin cortapisas de la existencia, dando rienda suelta a sus emociones y libérrimos sentimientos… Sus proveedores fenicios, los dotaban de los más exóticos lujos orientales, que eran pagados magnánimamente con ríos de plata. Odiaban el tedio, rechazaban la imposición severa de los moralizadores, y amaban el sesteo de las fiestas de sus divinidades luminosas, los juegos de destreza atlética y sobre todo se entregaban a los ritos sagrados de la muerte de los toros de Poseidón, donde ensalzaban a los burladores y retribuían de camino a sus dioses, ofreciéndoles su sangre.”
El noble Hiarbas, joven justo, intolerante con la falsedad, fidelísimo a la palabra dada, creía en el destino aunque no en el azar, pues temía las inexorables fuerzas del cielo. Refinado orfebre, pentarca de los Metales en Turpa (la ciudad tartesia apostada frente a la fenicia Gadir), protagoniza la fábula, respeta los más ancestrales ritos de su pueblo, entre los cuales se cuenta el sacrificio del toro… Recuerda así las palabras de su padre, Kulkas, el herrero y fundidor de plata de Egelasta.
“Degollar a un animal es propio de matarifes incivilizados, hijo, pero los tartesios expresamos nuestro valor inmolando con respeto a la más poderosa de las bestias creada por Poseidón. Rondamos al toro como la hembra corteja al amante, que da su sangre por la vida y danzamos ante sus ojos reduciéndolo con la seducción. Así honramos al dios, a nuestros antepasados y a nosotros mismos, y es el destino ineluctable el que decide quién debe morir y quién debe vivir tras el sagrado ritual, su sangre derramada nos vivifica y alienta. No mostramos crueldad y sí admiración, pues barbarie sería no concederle ninguna posibilidad para defender su vida. ¿Existe algo más bello y honesto, hijo mío?”
En Egipto, en Creta y en otras partes, también se jugaba y bailaba festivamente con el toro, de hecho, la fiesta que algunos renegados o tradicionalistas a macha martillo llaman "nacional" ha resultado ser bastante internacional, en el pasado y en el presente. Pero en el Tartessos de Jesús Maeso el ritual del toro adquiría -tenía que hacerlo- épicos tintes homéricos.
Hay en toda la obra de Maeso un eco de profundas lecturas clásicas, de erudito historiador y degustador de textos con solera. También, la poética y cercana descripción de un paisaje natural que, como gaditano adoptivo y viajero impenitente, domina. Remedios antiguos, culinaria mediterránea, hábitos y complementos de las distintas razas y pueblos, especias, dulces y salsas, la lectura resulta un regalo para los sentidos y su descuidada memoria…
El autor resucita la sabiduría de un pensamiento mítico-religioso, supersticioso y trágico, que apenas se asoma todavía a la racionalidad presocrática, un pensar que parirá las frutas maduras de la astronomía y las matemáticas, pero que todavía se halla aferrado a un sentir dominado por dioses y diosas de la luz y la oscuridad, por misteriosas y terroríficas fuerzas de los cielos y los mares, la tierra y los infiernos, por un temor conjurado por augurios de sacerdotes y oráculos de pitonisas viperinas y "colocadas", una religiosidad que combina la prostitución sagrada con el enigma trágico, y la recomendación moral con la revelación inspirada y el sacrificio humano. No extrañe que Jesús Maeso se confiese con una mentalidad religiosa, aunque poco afecta a clérigos, jerarquías y rigores dogmáticos. Desde luego, sé de buena tinta que está muy vinculado a la religiosidad popular (su padre, el querido y respetado Marcos, fundó una importante cofradía penitencial en su ciudad natal, Úbeda)… Sibilas y curanderas, y una compasión frente a la esclavitud de profunda raíz cristiana, adquieren en esta excelente obra un protagonismo especial: jóvenes cuyas almas se alimentan de insospechadas armonías, gratitud y venganza, rencores y miedos, deseo, amor y amistad, y galeotes que suplican a sus dioses por que los liberen de una vez de una existencia sin esperanza.
Gracias al Primer Certamen Internacional de Novela Histórica “Ciudad de Úbeda” he podido por fin conocer a Jesús Maeso "en persona", pues ha venido generosamente a mi instituto, el Francisco de los Cobos, a pronunciar una conferencia, un lujo éste que ha sido posible gracias a la mediación de un antiguo alumno particularmente emprendedor: Pablo Lozano Antonelli, organizador del evento.
A Jesús Maeso de la Torre no sólo me une el interés por la lectura de sus ya numerosas obras, sino también cordiales y venerables vínculos de paisanaje, que se remontan a nuestros ancestros, en una ciudad como Úbeda, que aun ostentando el título de “ciudad” concedido por medievales reyes, tiene todavía mucho de pueblo. Tras casi haber concluido de devorar con gusto y provecho su Tartessos, el trato con su persona no ha desmerecido para nada el trato con la calidad de su prosa, más bien todo lo contrario. Su vitalismo y jovialidad son los mismos de la voz en off que ya conozco, como señor de sus formidables historias y demiurgo de aventuras posibles en mundos paralelos. Formidable y llano comunicador, Maeso, con un timbre de voz muy radiofónico, es capaz de ganarse la atención del público más difícil: los adolescentes de un instituto de enseñanza media; y mejor aún: capaz de animarlos alegremente a usar de esa "fuente inagotable de placeres" que puede llegar a ser la lectura, cuando como él, se ha aprendido verdadera y apasionadamente a leer, que es también un saber escuchar la voz de vivos y atender el rumor intemporal de los muertos. Desde luego, prueba con ello sus "tablas" de buen maestro y educador. Y ese aspecto educativo me parece a mí que tampoco me resultará desdeñable en sus estupendas novelas históricas. También animan a escribir, la autonomía y el merecido reconocimiento que él ha ganado con mucho oficio.
Le quedo muy agradecido por su intervención, y por las cordiales palabras que me ha dedicado en las guardas de sus libros: Tartessos y El lazo púrpura de Jerusalén (Mondadori, 2008). Tuvo la gentileza de regalarme un ejemplar de esta última obra, cuyas aventuras transcurren en la época de las Cruzadas (como historiador, Maeso reconoce su predilección por la Edad Media). Tras leerlas, las guardaré como tesoros de mi biblioteca.
Nota bene: La foto que ilustra esta entrada retrata al novelista Jesús Maeso y al autor de la misma en el acto que en ella se comenta (21-XI-2012).
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