El peligro de los libros
Debí de ver por primera vez Farenheit 451, la película de Truffaut (1966), a esa edad en que todo lo que impresiona deja huella fértil y perdurable, en plena adolescencia. Enseguida me enamoré de sus protagonistas, de Montag (Oskar Werner) el bombero rebelde, y de Clarisse (Julie Christie) la melancólica sirena que libera a Guy Montag con la llamada seductora, la música de palabras y el rumor de conversaciones de los antiguos libros, sacándole así del destructor barco de la censura, el coche inquisitorial de bomberos bibliófobos. La película transcurre en un clima frío, nórdico, otoñal. En su sobria pero misteriosa y sugerente atmósfera se esparcen los prohibidos libros por el suelo como aúreas y rojas hojas que llevan al infinito el pensamiento (parafraseo a Juan Ramón).
La novela fue escrita por el empedernido lector y escritor autodidacta Ray Bradbury (1920-2012), quien me sedujo definitivamente con sus Crónicas marcianas, y a quien me gustaría rendir homenaje con esta entrada. Publicada en 1953, es un potente alegato a favor de la libertad, y la cultura, nacido al hostigo y a la sombra tenebrosa de la censura del macartismo, y puede entenderse y sublimarse como un monumento universal contra los enemigos de los libros, y como una advertencia frente al riesgo de decaer en una sociedad tan tecnificada como ignorante. El más peligroso de todos los enemigos de los libros es un gobierno que impone el pensamiento único con el afán de robotizar a su población, concediéndole, a cambio de la renuncia al cultivo personal y diferenciado de su imaginación, la igualdad de una felicidad consumista, trivial y plana.
Como a Rodrigo Fresán, no me preocupa que las casas se llenen de robots, sino que las ciudades, sus estadios y sus aulas, se llenen de seres humanos robotizados, de rebaños digitales. Y tal vez también de gendarmes que persigan y denuncien a quienes se empeñen en ser diferentes y siguan leyendo a los clásicos, en lugar de degustar los fragmentos de naderías que "regala", como cebo, la publicidad. No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que sólo (se)mira en el espejo de la tecnología. Parlotean pero no escuchan.
Si, como Bradbury profetizó, el fútbol o el baloncesto inundan el mundo y la enseñanza básica se disuelve en un espectáculo mediático e igualador, ¿quiénes serán los nuevos yesqueros y cerilleros de Hitler o de Stalin?, ¿llevarán barba negra y turbante, o crestas de colores?, ¿en qué bandera se envolverán?, ¿bajo qué nuevo o antiguo "-ismo" legitimarán sus crímenes contra la memoria común de los textos inmortales? Como los describe Bradbury, serán sin duda almas tristes que creen que la filosofía, la fantasía, la ironía, la sátira, el romance, la crítica, el ensayo, el erotismo o el teatro, son perjudiciales para la mente. Mirarán con desdén a los lectores porque leer llena a la gente de angustia frente a una realidad reducida a actualidad, porque la gente descubre con la lectura la existencia de otros mundos, de mundos perdidos para siempre o por construir, de mundos posibles o paralelos... de realidades alternativas. Y es que al leer los humanos empiezan a hacerse preguntas, y con ellas, a modelarse diferentes al buscar respuestas originales, cuando para que rindan y consuman, como obedientes borregos, deben de ser todos iguales, productos standarizados y homogéneos que ansíen la basura que interesa producir.
Pero "el mejor polen del mundo, el polvo de los libros" (Bradbury). A ese ámbito ordenado de las bibliotecas lo soñó Borges como un cielo infinito, que tal vez sobrevivirá clandestino en altos áticos, en sótanos encantados, o en bosques donde puedan hallar cobijo y soledad sonora los hombres y las mujeres-libro.
Mi amiga Encarnación me ha enviado un texto sobre el estreno de la película Prometheus de Ridley Scott (muy inferior, desde luego, a Blade Runner) y la publicación de la novela Robopocalipsis, de Daniel Wilson. Las palabras del jefe de bomberos de Farenheit 451 que en el se citan no han perdido actualidad, como advertencia verosímil y siniestra:
"En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era ancho. Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos, de bocas. Población doble, triple, cuádruple. Filmes, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una vulgar uniformidad... Imagínalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos. Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco. Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario. Salir de la guardería infantil para ir a la universidad y regresar a la guardería. Esta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos o más. La mente del hombre gira tan deprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de tiempo. Los años de universidad se acortan, la disciplina se relaja, la filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo es lo único que cuenta, el placer domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, ajustar tornillos? La vida se convierte en una gran carrera, Montag. Todo se hace deprisa, de cualquier modo… Y cada vez la mente absorbe menos porque cuanto mayor y más rápido es el mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. No es extraño que los complicados libros dejaran de venderse… No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología y la explotación de masas produjo el fenómeno, a Dios gracias."
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