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Poesía

ESTE ES MI CUERPO

ESTE ES MI CUERPO

Hay libros que son obras de arte. Luce esa medalla el que editó y presentó Carlos Rodríguez Estacio con la prosa poética de Miguel Florián e ilustraciones originales de Rafaela Gómez. Se titula Este es mi cuerpo (Alegoría, Sevilla 2012). Entiendo a título de paradoja que su texto se introdujese con una cita de los Hechos de los Apóstoles: ‘Hoc est corpus meum’, expresión latina que cuajó en nombre.

Paradoja o, si se prefiere, incongruencia, porque el Cristianismo olvidó su origen semita y el judaísmo del que nació como su más caritativa y prometedora herejía proponiendo como salvación la resurrección de los cuerpos y no la del alma separada de la carne y, no obstante, la iglesia oficial acabó asimilando muy radicalmente el dualismo pitagórico heredado por el neoplatonismo, el cual, insistiendo en que somos dos cosas, alma y cuerpo, y no unidad psicosomática, despreció la Carne, a la que consideró “enemiga del alma” junto al Diablo y al Mundo.

De chico, ya me preguntaba por qué le carne era enemiga del alma si andaba tan escasa en la mesa de las familias trabajadoras de los años sesenta del siglo pasado, luego descubrí que la carne era otra cosa y tenía sobre todo que ver con el bajo vientre de bípedos implumes. Con este repudio de los cuerpos, que había que "mortificar" (siniestro verbo arcaico), apostó así el Cristianismo, amalgamado con el Idealismo platónico, por una etérea salvación del alma liberada del cuerpo, como si esta pudiera ser algo sin la materia de la que emerge o en la que figura. Plotino, excelso neoplatónico, se avergonzaba de tener [ser] cuerpo, ¿acaso no es asqueroso tener que cagar todos los días?, ¿y no es una chapuza imperdonable que el ducto de residuos excrementicios esté junto al jardín de juegos placenteros, hogar de méntulas, cricas, vulvas y androceos?

De todos modos, hace bien Miguel Florián en rebelarse contra las exageraciones de Plotino y los cilicios de las beatas. ¡Celebremos que somos cuerpos!, nos sugieren sus hermosas y lúcidas palabras. Aceptemos que somos animales de animales, entidades orgánicas que son memoria de miríadas de seres, de todo cuanto se reunió y ordenó maravillosamente hasta dar en mí. Somos teatros completos, ciudades consumadas, reminiscencias palpitantes de tiempos remotísimos.  

 “Memoria dichosa porque permanece, porque le es posible recorrer, en un solo instante, axial, el espacio curvado de los siglos. Más allá de mi cuerpo nada alcanzo”.

Florián nos recuerda que Jesús mismo creyó en la resurrección de la carne, es decir, imaginó un tiempo en donde la carne y el espíritu se conciliaran. Su promesa es la de un cuerpo renovado. Y es el cuerpo el que sueña con su eterna juventud, es esa masa complejísima la que envuelve y sostiene mi conciencia. Rememorando la famosa película Ordet (La palabra, Carl Theodor Dreyer, 1955), ensaya Miguel una oración somática:

“No nos des, Señor, otro cuerpo que éste. No nos hurtes nuestro pequeño cuerpo, este territorio donde la dicha adquiere la justa dimensión del hombre. Cuando nos resucites, hazlo a un mundo idéntico a este mundo. No queremos un alma descarnada, una conciencia de humo que a nada puede asirse, ni un paraíso donde no cabe la sed ni la palabra.”

Creo que a Unamuno le hubiese gustado esta plegaria porque imaginó y rogó a Dios un Paraíso de recuperación de momentos felices y de repetición de vivencias mundanas… Me pregunto qué valor tendría la cerveza y su trago refrescante y veraniego si no existiese la sed... “Un alma -sentencia el poeta Florián- es un cuerpo que se sabe” y “la carne es el lugar donde el deseo habita”. No habría placer de comer si no hubiese hambre...

A este respecto y sobre el valor del hambre, me gusta contar esta anécdota: “Me da alegría mirar como comes ese tocino veteado, Juan, al verte cómo lo cortas ansioso sobre el pan, con tanto apetito” –dijo el señorito al jornalero, mientras recorría el tajo en el olivar, caballero a la hora del almuerzo-. “Déjenos el hambre, señorito, ¡que el hambre es nuestra!” –respondió Juan, que era pobre, pero despabilado y gracioso. Por mucho que el hambre tenga la misma raíz enigmática que el sexo, es obvio que su satisfacción es más segura, continua y duradera. No obstante, para evitar intoxicaciones, recomendemos oler la ostra antes de devorarla.

Miguel Florián es receptivo al canto de las Sirenas, como el héroe Ulises lo fue. Mas sin dejarse desbaratar por ellas, pues las malandrinas helénicas, no peces sino pajarracos, buscaban extraviar al hombre porque aborrecían su permanente aventura, su moverse temerario de aquí para allá en peligrosos lances y desafíos. Lo femenino –sostiene Florián- es telúrico y germinal, como árbol que crece hacia lo hondo, mientras gravita lo masculino hacia lo aéreo como ramaje que busca extenderse en el espacio desnudo, aunque es obvio que uno y otro colaboran al mismo fin, la aparición redonda de humanos frutos, cachorros capaces de decir No.

Sedentarismo femenino, nomadismo masculino…, puede, y pensando en general. Los sexos colaboraban, ay, ¿colaboran hoy menos?, pues se los ve enfrentados, tampoco se empeñan ya Sirenas, como antes, en lograr su propósito, el de reducir al hombre a sus sedentarias y plácidas ítacas. ¿Tanto escasean las circes y nausicas, las calipsos y penélopes? No lo creo, aunque se disfracen de hécates, artemisas y ateneas. Vivir es convivir. En la canción sirenil encuentra el atento oyente...

“la voz originaria con la que se construyen mundos, el sonido magmático de las aguas primordiales (la metáfora creadora que en su cábala pretende el lenguaje poético)”.

Este año celebramos  el centenario de una obra excepcional, La deshumanización del arte (1925) de Ortega y Gasset. En ella dice el Maestro que la metáfora es un instrumento mental imprescindible y llama a la poesía “álgebra superior de las metáforas”. Florián domina el mathema de esta combinatoria algebraica y por eso se empeña en resolver la ecuación que supone el mito del adivino Tiresias, único mortal al que se consintió conservar la memoria en el Hades, junto al saber y la inteligencia (si es que no son lo mismo). Tuvo Tiresias también el privilegio de vivir con ambos sexos sucesivamente. Sucedió cuando se tropezó con dos serpientes apareándose. Cayó en el gesto violento de golpearlas con su bastón y quedó transformado en hembra. Las serpientes en aquellos tiempos poseían, como Casandra, el don de la presciencia. Tiresias perdió la vista por ver a Atenea desnuda, según cuenta Apolodoro en su Biblioteca. Por haberla sorprendido en cueros, la diosa, tapándole los ojos con sus manos, cegó al sabio.

También Apolo cegaba a los poetas para devolverles la mirada interior y por eso se cuenta de Homero que era invidente. Y es que hay deslumbres que hieren y hasta anulan la visión física, como ruidos que rompen tímpanos. ¿Cómo podría la inteligencia soportar el encuentro con la Verdad? Esa visión metafísica nos dejaría lelos del todo.

A Tiresias le hicieron una pregunta la mar de comprometedora: Que quién goza más yogando (“haciendo el amor”, como dicen los cursis) si el varón o la mujer, si la hembra o el macho humanos. “Si el placer tuviera diez partes, los hombres gozarían sólo de una y las mujeres de nueve”, respondió Tiresias con gran indignación de Hera. ¿Por qué molestó a Hera esta respuesta? Florián tiene su teoría: la mujer prefiere no reconocer ante el varón su ventaja erótica. Yo creo, como sugiere J. A. Marina, que fue la mujer, que fue Safo de Lesbos quien inventó el arte erótico, y que por eso emparenta en su génesis con el nacimiento de la lírica, por la misma razón, Don Juan habla a las mujeres en verso. No les habla, les canta, así consigue ponerlas a bailar si quiera una semana.

Tiresias nos ofrece un ejemplo clásico de cómo el dolor puede acompañar al conocimiento o ser efecto suyo, ¡la pesadez de la conciencia! Él mismo le suelta a Edipo: “Cuán terrible es ser sabio si la sabiduría no reporta provecho a quien la tiene”. Es preferible no enterarse de ciertos hechos, sobre todo si has copulado –sin saberlo- con tu madre y has matado –sin saber que lo era- a tu padre. Tales coyundas y trances arrastran consecuencias “antigónicas”.

Saberlo todo tampoco nos convendría, porque “los humanes” (como decía Mosterín para evitar el sexismo) necesitamos de misterios, los soñamos, los ideamos, nos precipitamos sin querer en sus abismos, nos dejamos fascinar dulcemente por sus ecos. Uno de esos misterios que ha inspirado maravillosas arias operísticas (sobre todas la de Glück, que me hace llorar) es por qué Orfeo miró a Eurídice antes de abandonar el tenebroso reino de Plutón, con lo que tuvo que dejar a su esposa en los ínferos, por lo que Eurídice, oh mísera, murió dos veces… Para mí que fue un problema de ansiedad: tanto amaba a Eurídice que Orfeo no pudo dominar su impaciencia. No tuvo contención suficiente. ¿O fue que temió no verla? Platón creía que Orfeo no confiaba en los dioses y temía que estos le engañasen, que no fuera Eurídice la que escapaba tras él, sino sólo un espectro, una sombra de su queridísima esposa. Platón tilda al músico de cobarde por no haber tenido el arrojo de morir. Según Pausanias -primer autor de guías turísticas-, Orfeo creyó que el alma de Eurídice le seguía, pero al volverse comprobó que no era cierto. En definitiva, ella no le siguió jamás.

Tiene razón el poeta, gustamos de fatalidades y a los mortales nos encanta recordar lo insólito, lo extraño, lo anómalo, y por eso pensamos que la ciencia nos agua la fiesta y nos “desencanta” el mundo, porque reduce lo maravilloso a necesidad racional o suficiente, porque somete a normal lo paranormal. Y sin embargo, no es tan raro ni tan increíble que las miradas –como la de Medusa- maten; si no matan, no cabe duda de que hay miradas que hieren y otras que envenenan. Enrique de Villena escribió un célebre Tratado sobre la fascinación o el aojamiento en 1425, es decir, sobre “el mal de ojo”. Hoy casi nadie cree en esas malignas proezas, pero ¡son tantos los amantes enfermados por la mirada desdeñosa de la amada! La fascinación del seductor es un hecho cierto, el más grande, el mismísimo Diablo.

También los olores cuentan, sobre todo los feromónicos. Florián lamenta con razón que hemos sacrificado los sentidos del contacto a los de la distancia (vista y oído). Censuramos los olores personales con desodorantes. Está mal visto oler a uno mismo, incluso si su aroma expresa trabajo honrado.

A través de Florián, de Platón y de su marioneta de ventrílocuo, Sócrates el hechicero, sentimos en nuestra alma el gancho encantador de la maga Diótima desengañándonos e ilustrándonos a la vez al desvelarnos que Eros, Amor, no es un dios (el más hermoso y antiguo, según Hesíodo) , sino un demonio o un ángel; en todo caso, un ser intermedio entre lo humano y lo divino, hijo de Penuria y de Ingenio.  Por eso el seducido es un poseso o un apasionado, entusiasmado y maniático… Es la pasión –dice Florián- una especial forma negativa de estar en que consiste la carencia. Amamos porque estamos faltos. Ama quien reconoce su insuficiencia, por eso da vergüenza mostrar que amamos.

 En el autoerotismo ve Florián una forma enmascarada de narcisismo y en la pornografía, su auxiliar masturbatorio, un puritanismo obsceno. Hay no obstante, en el erotismo, cuya frontera con la pornografía es borrosa (como ejemplo, analizado por Florián, ponemos nosotros El imperio de los sentidos de Nagisa Oshima), un componente transgresor, subrayado por Bataille y por los sadistas (uno de ellos, Federico Nietzsche). De ahí el legítimo temor que provoca la naturaleza destructora de la pasión amorosa o la estupefacción que causa la adición compulsiva al sexo, en cuya labor colabora notoriamente la poderosa industria porno que atiborra a adultos y jóvenes de carnalidad genital enlatada. Florián le llama “sexo light” y sugiere su finalidad de desexualizarnos, pues la sexualidad sana tiene poco que ver con la pornografía.

Joyce incluyó en el erotismo hiperrealista y hasta vulgar de su UIises aquellos aspectos que la pornografía censura: pedos, mocos, cicatrices, deformidades, pelelas, menstruos, etc. Marcuse habló de “desublimación represiva”, como una representada, simulada y falseada carnalidad que se nos impone, que se exhibe y espectaculariza a cambio de pasta, porque se puede traficar con este simulacro, pero no con el verdadero amor, pues ni se compra ni se vende el cariño verdadero, aunque los cuerpos sean las páginas en que se lea el deseo, el goce, la ternura -según dejó escrito mi tocayo. En nuestra sociedad, hasta lo más íntimo, la sexualidad, se ha rebajado a espectáculo (cfr. Guy Debos, profético distopista) en celebraciones y corrales de un infierno devaluado, mediocre, tibio, fatalmente doméstico. Todos los velos de misterio se han rajado en los templos yermos, reemplazados por los Supermercados.

Allí el ídolo procesiona desnudo, no hace falta que la inocencia del niño nos denuncie su impúdica exhibición. Y sin embargo, está prohibido tocar. Noli me tangere. Prohibido pisar el césped. El tacto, el olfato, son despreciados en beneficio de los sentidos de la distancia, la vista y el oído. Queda el gusto que se sublima en el I like virtual, que no virtuoso, y se cultiva en exagerados concursos culinarios. Proliferan imágenes en ubicuos monitores y ruidos por doquier, pero hacemos del contacto una liturgia ocasional, por mucho que ya Aristóteles nos advirtiera de que “lo gustable es una cierta clase de lo tangible”.

Arriesga bastante en su juicio Florián al afirmar que “la vista es una pobre alternativa al tacto”… “Ver, pero no tocar, así reza la dichosa frasecita que vemos en las estanterías, y parece también colgar del cuello de los hombres y mujeres”. Reconoce, eso sí, que la percepción visual (eidos) en tanto que fragmenta y distingue funda las bases de nuestra racionalidad. La vista es teórica; apolínea, no dionisíaca”.

Arriesga aún más cuando sexualiza el sentido del tacto como eminentemente femenino, substrato de nuestra especie, y la vista como marcadamente masculina. Aunque es cierto que los hombres se dejan engañar mejor que las mujeres por la cosmética, no hay que olvidar que a las mujeres se las seduce, sobre todo, por el oído. Todavía recuerdo como a mi abuela se le abrían las carnes oyendo cantar a Rafael.

Las mujeres muestran cuerpo con más facilidad que los varones varoniles. Refiere Florián a la pudibundez del macho moderno, tan desatento a la hora de mostrar su cuerpo, a no ser en la playa o en el deporte. La mujer es más pródiga en mostrarse, salvo que sea musulmana, claro, y no se lo consientan, ni dejar flotar cabellos. Halla la mujer en el espejo su franco aliado. Pocas son las que no se miran en los escaparates, incluso tapadas hasta los ojos. Hay quien dice que la vanidad es propensión femenina y el orgullo, propensión masculina… Pero hablar en general es equivocarse, porque todas las universalizaciones categóricas, tan inevitables porque ayudan a comprender y prevenir, son arbitrarias.

Lo cierto es que seguimos siendo niños y nos es necesario tocar para no sabernos solos. Tocar y que nos toquen, algunos necesitan comprar el contacto, otros venderlo. Seamos tolerantes y compasivos con unas y con otros. “No me toques” –le dijo Jesús resucitado a María Magdalena (Juan 20:17). Miremos que la traducción del griego original (μὴ μoυ ἅπτoυ, mè mu haptu) es más matizada que un simple "no me toques";  sugiere una acción que se prolonga, como "no me retengas", "suéltame" o “no te cuelgues de mí”. María quiere a Jesús (tal vez su esposo más que amigo o maestro) en este mundo, pero Jesús escapa al celestial, a los Cielos del Padre. Tal vez lo que propone sea un contacto meramente espiritual. María siente hambre de amor, un fenómeno físico, corporal. “Cuánto me gustas”, “qué rica estás”, “te comería a besos”…, dice el amante a la amada, la abuela al nieto. ¿Es el amor una antropofagia larvada? Algo hay de esto. Denis de Rougemont estaba convencido de que la “sexualidad es un hambre”…

“La lascivia es sed atávica, glotonería, urgencia de apropiarse de lo otro, de desmenuzarlo y disgregarlo en nuestras fauces para que pueda –por una misteriosa alquimia- transformarse en material nutriente, carne ya de nuestra carne. De esta primacía de lo metabólico arranca el pensamiento de Anaxágoras, cuando afirma que ‘en todo hay parte de todo’. Si, como quiere la Termonidámica, el mundo es una totalidad cerrada en donde los seres van paulatinamente mutándose unos en otros, es preciso que en cada uno de ellos permanezca alguna huella del resto”.

De sobra sabemos –confiesa Florián- que vivimos de la muerte ajena. Si no nos alimentásemos de otras vidas, sucumbiríamos pronto… El amor aspira a mucho, a una fusión de cuerpos, dos que se hacen una sola carne. Y el fenómeno se realiza y complace en los hijos. Tal vez la aspiración –como proclamó el Aristófanes del Banquete platónico- sea recuperar la unidad perdida, restaurar la originaria beatitud del Andrógino. Los griegos rendían culto al que nacía anómalamente con dos sexos, al hermafrodita. Queremos hacernos como lo que amamos, buscamos esa plenitud, permitiendo el acceso y entrando en otros cuerpos.

Vale, celebre usted todo lo que quiera su cuerpo, cuídelo, manténgalo en forma porque usted es su cuerpo, sus gozosas posibilidades deportivas o amatorias, pero al fin se impone la realidad de su menesterosidad, de su imperfección, de su temporalidad. Envejece, caduca, ha sido fabricado con fatídica y programada obsolescencia. Va siendo doloroso e incluso costoso mantenerlo trémulo, caliente y sano. Se arruga, se deforma, artritis o artrosis, problemas de tensión, gripes, epidemias... Ya los estoicos se percataron de que nacemos tocados de muerte, que cada día que paso lo voy muriendo, porque cada día pretérito es de la muerte. La enfermedad puede ofrecer al niño el paraíso de un día sin escuela, pero es el estatus quo del viejo, del anciano achacoso. Todo anciano sufre molestias, dolencias, si no falla esto, falla lo otro... Si el cuerpo es casa, padece goteras. Sí, lo siento, la indisposición, la enfermedad, es la embajadora famélica de la muerte…

“De la noche a la mañana el polvo dorado de las hadas no pudo sostenernos en el vacío, y nos hicimos mayores. Cada vez más mayores”.

¿No será la vida la enfermedad del ser? ¿No será la salud plena incompatible con ese extraño orden en el desorden que es la vida, tan efímera, tan inestable? ¡Menos mal que la muerte, como la nada, es impensable! La esencia de la enfermedad es tan misteriosa como la de la vida.

Reconozcamos en cualquier caso, que “no hay diques entre la carne y el espíritu”, que no somos dos cosas, sino una sola, tan misteriosa, que no sabemos ni de dónde el hambre ni para qué el amor y que “hay más razón en tu cuerpo que en la más elevada sabiduría”. Al sentar esto, Zaratustra no exageraba.

ENDIMIÓN

ENDIMIÓN

John Keats nació sobre un establo del que su padre era encargado en el Londres de 1795. A pesar de este origen humilde, su progenitor le envió a estudiar a la escuela de Enfild a once millas de la ciudad del Támesis. Allí se apasionó por la lectura de los clásicos y se enamoró de la poesía de Spencer. Su padre murió poco después en un accidente y su madre de tuberculosis. Su tutor le puso de aprendiz de cirujano y Keats alternó su vocación poética con estudios de medicina.

En 1815 el poeta y periodista Leigh Hunt le introduce en los círculos literarios y conoce a figuras de relieve como Shelley, que le animan a escribir y publicar, pero su largo poema Endymion, que consta de cuatro libros en esforzados pentámetros yámbicos, no obtuvo el favor de los críticos que le atacaron con saña. Cuenta ahí el mito de la diosa Luna que desciende y abraza por las noches al hermoso Endimión. Se trata de una alegoría del tortuoso camino que debe seguir el alma del artista hasta alcanzar la belleza ideal.

Como buen romántico, Keats se enamoró apasionadamente de Fanny Brawne que le inspiró sus mejores odas con las que fue mereciendo el favor del público sensible. Enfermo también él de tuberculosis, viajó a Italia en busca de un clima más saludable, sin embargo, el 23 de febrero de 1821 moría en Roma sin haber cumplido los veintiséis. Sus restos yacen en el cementerio protestante de la Ciudad eterna.

La poesía de Keats es tan exquisita como melancólica. Las arenas movedizas de la vida le hacen buscar con ansia espacios de serenidad y quietud, que suele hallar en la belleza natural, pero por su carácter transitorio zozobra en el desaliento (despondence). Este culto a la belleza efímera y al sentido misterioso de la naturaleza viva, así como la melancólica constatación de la mutabilidad y fugacidad de todo, ejercerán influencia perdurable en la lírica posterior europea.

 Endimión ( Ἐνδυμíων) aparece en la mitología como pastor de Asia menor, más raramente como rey o cazador. Hoy un cráter lunar lleva su nombre. El joven era casado y nieto del dios Eolo. Se le consideró precursor de los juegos olímpicos. Era tan hermoso que la Luna (Selene) se enamoró de él y pidió a Zeus o a Hipnos (el Sueño) que le concediese vida eterna, que devino sueño eterno porque Selene le amó tanto que el propio Endimión tomó la decisión de vivir durmiendo, como privilegiado y descuidado lunático. Eso no impidió que Selene tuviese cincuenta hijas de Endimión. ¿Lo hacían en sueños? Joyamaban dormidos. Plinio el Viejo, no obstante, lo menciona como el primer humano que estudió los movimientos de la Luna. Selene se llamó por ello “el amor de Endimión”. Esto parece una racionalización o esfuerzo por explicar racionalmente el mito, su misterio.

He aquí algunos versos del Endymion de Keats traducidos desde el original inglés al español:

 Un poco de belleza es sempiterna alegría

Y su encanto crece cada día,

Jamás caerá en la nada; conservará

Todavía para nosotros un ameno lugar,

Un dormir pleno de sueños dulces,

Un saludable y plácido alentar.

Así, cada mañana trenzamos con la tierra,

En su unión, una florida guirnalda.

A pesar del desaliento y la inhumana penuria

De naturalezas nobles, de la diaria sordidez

De todos los morbosos y lóbregos caminos

Hechos para nuestra búsqueda; sí,

A pesar de todo, alguna forma de belleza

Del obscuro sudario nos libera,

De nuestros espíritus sombríos.

Tal el sol, la luna, los árboles antiguos

Y jóvenes, que extienden el don de su sombra

Sobre el rebaño sencillo; y así son los narcisos

Que medran en un mundo verde;

Y los claros arroyuelos que les ofrecen

Refugio refrescante en la estación calurosa;

Y el claro de helechos en mitad del bosque

Enriquecido y rociado con rosas caninas;

Y tal es también la grandeza de los destinos

Que imaginamos para los muertos poderosos;

Todos los cuentos y mitos oídos y leídos:

Fuente inagotable de inmortal bebida

Vertida sobre nosotros desde celestial orilla.

 

Los poemas de Keats se consagraron en ediciones de altos vuelos con estampaciones de oro sobre marroquín carísimo; su retrato, necesariamente juvenil, rodeado de nácar y rosetas de turquesas y perlas, un excelente presente, cadeau finísimo para damas románticas y dueñas elegantes de la aristocracia inglesa. Por estos ejemplares se puja alto en las mejores subastas del mundo.

Del autor:

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

 

TIERRA

TIERRA

Me confía Guillermo Fernández Rojano en su dedicatoria que vivimos entre palabras y deseos. Es verdad, pero también navegamos entre dolores, placeres y esperanzas.

Los seres humanos, así, en general, nunca antes hemos vivido más y mejor, más en número y en años, con más ocasiones de desarrollar satisfactoriamente nuestros poderes en actividades alegres. Y sin embargo, cunde el desánimo, en un verdadero cataclismo de los espíritus y aquelarre de las pieles.

Del ateísmo filántrópico, hemos pasado al nihilismo inhumano, o animalista, como renunciando ya para siempre al fantástico y soberano bien celestial.

Tras leer, releer y meditar la correctísima prosa poética y los medidos versos de su trilogía Tierra (Órcera, Jaén, MMXV), he buscado sin éxito un antónimo de "sublimación". Una categoría estética que sirva para describir la expresión “llanuras secas manchadas de huertas”, en contraste con “planicies encarnadas enjoyadas de hortales esmeraldinos”; o “cielo blanco encharcado de golondrinas”, en vez de “cielo estrellado de golondrinas”. Por supuesto, que las huertas manchen las llanuras y las golondrinas encharquen el cielo no es precisamente una sublimación de la realidad, sino su humillación, o, dicho más intelectualmente su crítica corrosiva. Y es esta más bien la perspectiva que adopta nuestro poeta.

Si una vez la poesía asumió la función de elevar, alabar o enaltecer la condición humana y el milagro de la realidad, hoy más bien asume la función contraria: denunciar, humillar o denigrar, sin compasión ni piedad, sin autoestima de nuestra condición, lo que somos e incluso lo que aspiramos a ser. Parece que hayamos vuelto al valle de lágrimas medieval, desde la exaltación de la belleza natural y del homo microcosmos renacentista.

Y no obstante, contradictoria o paradójicamente, la poesía, por nihilista y desesperada que sea, es necesariamente expresión "idealizada", sublimada, pues el poeta nihilista no se entrega a la nada si escribe (pues espera quien escribe y de lo que escribe que sea leído y contestado), más bien la glorifica, la nada o el manicomio de este mundo cruel.

 ***

A Manicomio de Dios, el primer libro de la trilogía de Guillermo Fdez. Rojano, podríamos añadirle el subtítulo de Libro de las maldiciones. Si uno acepta la visión del mundo que nos ofrece título y contenido (que bien ilustrarían los más tremendos iconos de El Bosco), igual puede preguntarse si no será nuestro planeta el infierno de otro mundo, o tal vez su purgatorio. Si no seremos almas perdidas para un cielo inalcanzable y cuyo destino no es más que el gusaneje de ese barro y aquel polvo del que sin duda también procedemos.

Para conjurar la compulsión minimalista e hipnótica de sus catáforas he encartado entre sus páginas una estampa de la Madonna della Salute que se venera en la Iglesia de la Santa María Magdalena en Roma.

En el manicomio de Guillermo no falta alguna escena pintoresca, como la de esa anciana que golpea con una maza, sin ira ni compasión, sombras, vejaciones, nombres, pérdidas de nada…, y luego barre las cáscaras para mantener el fuego encendido.

Desde luego, es posible hurgar, en ese contradictorio antónimo de lo sublime poético sin caer en lo vulgar, quizá sea ese el arte de Guillermo. Arte de la crueldad, ejercida también consigo mismo. ¿Cómo, si no, íbamos a estar en un manicomio divino?

“La anciana que no conoció varón dedica su vela de veinticuatro horas a combatir la impudicia con canela y agua de rosas, acariciando heridas que suplieron a la penetración, trenzando en su lengua rezos y culebras” (pg. 45).

En sus semblanzas, imaginarias o hiperrealistas, siempre habrá alguna que identifiques como prójima:

“El hombre que pasea su perro enano los domingos a mediodía. No sabe si llueve, si goza, si hay un objetivo para la tarde que no sea esperar la noche”.

Me atrevo a conjeturar que el Dueño del Manicomio sea ese mayúsculo Psicópata de la pg. 39:

“Al hombre que sujeta una larva transparente con los dedos no le queda aliento para defenderse. Bajo el mandato del Psicópata entrega el aire antes de convertirlo en palabra”.

 ***

¿Hermetismo, cubismo? Molina Damiani, al comentar la obra de Guillermo, habla de una "despresurización del neorromanticismo de los decadentes", como si los decadentes viajaran en un avión vintage asaltado por sutiles críticos. Desde luego, poco romanticismo puede hallarse en la impiedad más absoluta, aunque sí, desde luego, corrección formal y belleza estilística, y migajas de autocompasión.

Sí queda romanticismo en la denuncia de la moderna creencia en el progreso (“las plagas del progreso y del retroceso”) o en el desdén hacia “el zapateo hueco de las ideologías”, lo que yo no veo -al contrario que Damiani, al menos en esta trilogía- es una denuncia de la postmoderna deshumanización de las masas y de los pactos neofeudales entre legisladores y delincuentes: “La negra luz de nuestra historia” (sentencia el crítico).

Lúgubre, tétrico, grotesco, son sin duda categorías románticas que cuadran a ciertas estampas de Guillermo:

“La que respira sin oxígeno y se tapa la boca. Se zambulle en el agua y habla con el ahogado de la casa de enfrente, con la piedra ovalada que alguien dejó en el río como ofrenda. Saca la lengua, atrapa una araña roja, contamina a los reunidos en su fúneral” (pg. 63).

"Sórdido" es categoría muy suya, del realismo hispano, manejada genialmente por Quevedo, y que cuadra bien a alguno de estos cromos, muy dados al larvario y el detritus de enterramiento:

“El que penetra la corteza terrestre y remueve la tierra sobrante buscando las lombrices de la sabiduría…”.

He sentido la tentación de poner nombre común a alguno de sus retratos, por ejemplo, "Del fanático" o "Del doctrinario":

“El que se esfuerza por calzar las garras de las aves de presa, condensar el mundo en un principio indestructible, irrechazable, sencillo de aplicar, fácil de entender, complejo desde la oscuridad, ya que a medida que perfora delicadamente el tálamo, las zonas de satisfacción aumentan su densidad” (pg. 56).

Tal vez la desesperanza se nutra aquí de un íntimo moralismo incapaz de aceptar el mal como recurso del bien, un moralismo tan serio que no drena su contrariedad frente a la tragedia del mundo a través del humor y la distancia. Fíjense en esta memorable descripción que llamaré "Del soberbio (o del narcisismo postmoderno)":

“El hombre pequeño que habla a grandes zancadas con voz grave ha comprendido la intensidad de la existencia. Vanidoso idealista ha decidido crear una tierra de libertad a la que pondrá su nombre, sin hacerle el honor a ningún hombre –y esto lo recalca bien con la maza- de poner su nombre, sino hacerse el honor a sí mismo con el suyo. Y no solo con su nombre se honra, sino con cada gesto, con cada manifestación de su voz, con cada mirada de desprecio a los que pasan y lo saludan inclinando la cabeza”.

Confieso que usaré –no plagiaré- alguna de las semblanzas de Manicomio de Dios para mi proyecto de una sátira de tendencia cínica (en el sentido del cinismo antiguo y venerable) sobre el parasitismo social que padecemos, social, moral, profesional, político, económico, sentimental, empresarial, sindical, etc. Un estudio que pergeño por analogía con el parasitismo de protozoos, bacterias, gusanos, insectos y ácaros:

“La que se despierta en mitad de la noche gritando sin aire, se abraza y exige ser abrazada y confisca el oxígeno del otro, una voz que la alivie, y mata por el abrazo de aire tan pesado que deshace su pecho” (86).

A continuación, una descripción del psicoanalista (me parece que es lacaniana, la moza inspirada a la que Guillermo refiere) que me mola cantidá, que usaré como arma arrojadiza contra alguna adversaria dialéctica en Google+:

“El que se esconde en los pliegues de su sombra y golpea con la maza de la razón contra los rostros de sus sueños, los mide con brújula reglada y compás templado, los niega como síntomas, echa cal en las heridas, los cubre con una tonelada de coartadas metódicas, cascotes y broza residuales de la estirpe por cuya sangre fue bendecido y envenenado” (87).

La misma descripción puede servir de ornato a un ensayo que describa la plaga desublimadora del psicoanálisis aplicado.

También puede uno usar alguno de estos microrrelatos como didáctico ejemplo de lo que puede llegar a ser el surrealismo más tétrico y tenebroso:

“Los que, arrimados contra las tapias de los cementerios, no imaginaban dónde irían a parar sus huesos, aún no saben adónde deben ir y vagan bajo tierra, deshuesados, preguntándole a las lombrices”.

“Largas y espesas madejas de tenebrosa bruma...” –parece que estoy oyendo a Cadalso.

 ***

Así en la tierra, segundo libro de la trilogía, parodia la noticia periodística y la crónica histórica, pero ambas se disuelven en negros augurios, lúgubres presagios, espantosas contingencias, dejándonos en suspenso al no ascender nunca desde la anécdota hasta la categoría, desde la tierra al sublime cielo. Me ha gustado menos que Manicomio de Dios, aunque reconozco la originalidad de la fórmula.

Del último libro, de versos, toma su nombre la trilogía que comentamos: Tierra. No esperes, curioso lector, ningún consuelo de él. Su lectura me ha traído a las mientes los caprichos, los desastres de la guerra, los disparates de Goya.

Tremendo poeta, en palabra melancólica, un sobresaliente artesano del lenguaje. Y añejo colega de fechorías periodísticas, complice de soledades en plazuelas provincianas.

CERCANÍAS

CERCANÍAS

Cuando aquel sábado quisimos entrar en el castillo, dos hermosas serranillas ya granadas nos convidaron con un libro de poemas, como quien regala dulces. Al Arcipreste de Hita le hubiera encantado la idea. Y yo sostengo que el autor del Libro de Buen Amor nació en Alcalá la Real, y que por estos pagos del Santo Reino las persiguió con gracia y caballerescos modales. Entiéndase bien que no las acosaba ni las maltrataba, sino que primero las halagaba y luego las rendía. También él cayó una vez, hipnotizado por los andares de una tal doña Endrina, que con saetas de amor hería cuando sus ojos alzaba.

El obsequio resultó ser un magnífico libro, ligero pero grande, de un poeta andaluz: Ángel Mendoza (Puerto de Santa María, 1969). El vate había ganado merecidamente el Premio de poesía "Arcipreste de Hita 2001", que otorga el Ayuntamiento de Alcalá, ciudad que ha sabido reconstruir como un hermoso parque arqueológico, monumental y turístico su fortaleza de la Mota. La edición ha sido cuidada por Pre-textos (Valencia, 2002). Desde aquel sábado, el librillo no se me ha caído de las manos.

Suena clara, sincera y noble, la nostálgica voz de este poeta, contenida y coloquial, bien medida, a veces rimada, jamás con ripios. Su obra, Cercanías, se divide en "Días", "Sueños" y "Páginas". Y tal vez hubiera podido también llamarse Lejanías, porque bastantes poemas ofrecen un flash back sentimental hacia una infancia y juventud que ya pasó. Algún poema cuenta una historia, un cuento en el que más tarde o más temprano se involucra la experiencia sentimental del autor, pues ahora el capitán Garfio es un hombre sin manos que... "ya no toca el mundo / ni aprieta el corazón de las mujeres / ni acaricia sus noches".

Hallo igual en sus versos finas ocurrencias metafísicas: "Lo mismo que ese libro que dejo a la mitad, / perdido para siempre. / Ciertos días nos pasan, y nunca sé decir / de qué silencio vienen". Que "siempre llegue una tarde sin amor" es, sin dudarlo, "un triste argumento para el corazón". O se oyen ecos del melancólico Heráclito: "El tiempo es un niño que nos roba la fruta / y escapa con los cielos del verano". La poesía, ¿oficio de melancólicos?.

Hallamos también aquí, y no sólo porque lleve ese título una parte, muchas referencias a los valores creativos y consoladores de los sueños. No extraña que el poeta haya titulado uno de sus poemas con el nombre de la filósofa malagueña María Zambrano, quien se atrevió a trocar el famoso cogito cartesiano en un "sueño, luego existo".

El sueño salva o no las apariencias: "Las miradas de sueño" y "los sueños de las miradas", el "sueño remoto" y el "sueño sin raíz"... Tal vez por poeta soñador, aun Ángel, deteste los cielos rasos, pues los aborregados, los adornados por nubes y hasta esos terribles, turbios y tormentosos de los entretiempos, incitan mejor a soñar o a escudriñar, como querían los surrealistas, el objeto final de nuestros deseos.

Aunque se confiesa amigo del Tiempo, no deja de lamentar con rotundos quejíos las facturas -en vejez y muertes- que "el tiempo y sus matones" nos hacen a todos pagar. Como profeta lamenta esa perspectiva de soledad, de edad ligera, de acabose en el hondo océano de la fosa ("Proyecto", "Inviernos").

Tras la desilusión de un amor que no pudo ser, el maestro se permite ofrecernos una recomendación: "no ofrezcas el amor a quien pasó de largo". Pero esa añoranza que deja lo que no pudo ser se compensa felizmente con el sabor de los amores cumplidos en "Astronomía": 

"Porque cruza el amor con brillo de cometa,

hoy celebro este cielo

de mirarte y saber lo infinito tan cerca,

lo imposible tan cierto"

El fin final buscado, la meta a la que aspira el poeta (platónico o sanjuanista) es Luz, luz presentida. La luz es la última esperanza tras el túnel mundano, y tal vez sea por ello por lo que eleva el poeta su gratitud deísta ("Oración") a la verdadera protagonista de la caverna platónica, la escasa claridad de ese enorme útero mundano que a todos nos contiene. Como en la prisión de Segismundo, hay que acabar reconociendo que "En todo lo que existe, y en todo lo que existes / hay luz de calabozo".

Pero esa caverna es también la morriña de aquella ternura de la niñez en que el poeta se refugia, como quien retorna a aquel paisaje de la infancia, a aquel pulso de olas, que se rememora en muchos de sus versos. Así, cuando recuerda navidades pasadas, esperando ahora un "regalo prodigioso, un retorno sin heridas". O cuando se enternece mirando el álbum de cartón con futbolistas de la "Liga 78-79": "que me miran igual que me han mirado siempre, / que no saben que nunca soy el mismo". También dedica uno de sus poemas a los "Dibujos animados", con un fin inquietante de cadáveres de cucarachas bajo el armario...

Me emocionó principalmente el poema "Poética", a pesar de su tono nihilista: "la certeza de que tanto es nada". Al parecer del vate, sólo nos redime la suerte de poderlo contar. Y es aquí donde, no sin ironía, el poeta espera, gracias a sus canciones y lectores, ser "otro en los otros más allá de la muerte", para que este "rumor de Noche" no signifique nada (o igual signifique nada).

El héroe profundo, el alterego del autor, es un "niño antiguo" que recorre solo un bosque poblado de ruidos inciertos, un niño que esquiva sus miedos "con la vela encendida de su voz temblorosa".

Excelente poeta -me sentencia en sueños el Arcipreste.

BOCA DE ASNO

BOCA DE ASNO

Hace algo menos de tres lustros, Guillermo Fernández Rojano, escritor del Santo Reino, me escribía desde Orcera, donde no sé si se siguen criando podencas santas y aceites afrutadísimos. De mi edad, el poeta estudió filología semítica y se doctoró en hispánicas. Obtuvo el primer premio "Gabriel Celaya" en 1998.

Entonces me enviaba una cuidada edición de su poemario Boca de asno, con breve y jugoso prólogo de José Viñals (Germania, 1999). Ahora repaso aquellos versos, en general amargos como el corazón de una alcaucil crudo o la grasa de aceituna picual. Giran en torno al material óseo que soporta nuestros otoñales dolores. El bardo recomienda:

Aférrate a la vida de tu sueño

recorre su laberinto, disfruta

también el éxtasis inconmensurable

de no volver, de estar al borde constantemente.

Es una razón fronteriza (como la descrita por Eugenio Trías) en delirio vanguardista, la que articula un lenguaje así, reinvindicando, muy paradójicamente, una vida sin memoria. Menos mal que parece haber puerta de escape de nuestras angustias, pues 

Ves a alguien que sonríe y aprovechas

para meterte dentro de su cuerpo.

Ya eres feliz, ya amas, ya no estás contigo.

Escribir para agarrarse a algo que tenga forma, proclamando la catástrofe de todo. Y la blasfemia, oración nihilista, a un dios "que colecciona prepucios / y se emborracha de delitos". Al que todavía se agradece su "ética delirante" y una "risa suficiente".

Guillerno aporta una sardónica reflexión de filólogo en su poema "Tautos":

Sólo la palabra

cuyo significado desconocemos

es la que podemos comprender

sin ningún género de dudas.

La palabra es sin duda "el lugar de la mentira", tanto si nos acaricia por dentro, como si nos revienta el alma, palabra envenenada, palabra que tergiversa el paisaje convirtiéndolo en impudicia.

Como a los curas, a los poetas no les cuesta mucho contradecirse. Así, este se lamenta, desde un espacio superpuesto, de que el dolor pueda ser mudo; y desde el por detrás del espacio, del vacío que le llena por dentro; o se queja de la aburrida felicidad del mundo.

Menos mal que ha visto el citado vacío poblarse de presagios. Mas me temo que sean funestos.

Muy pocas concesiones hay en estos poemas a la melodía, más bien poseen sus versos un ritmo de campanas tocando a difunto, a golpe de badajo de anáfora.

Cruje y se desliza una sombra en el espejo, la de un -no sabemos si mayestático- que a veces se queja y a veces habla rumano, amada o amante, pero que nos promete un goce que solo es "la rebelión de todos los miembros a permanecer unidos", un placer que consume.

Sí, la nieve se mezcla aquí con la pedrería fugaz de las cerezas en estación incierta: el eros con el thanatos, la saliva con la ceniza. Resulta pobre la esperanza de que el dolor no sea superior a la vida, si ni tan siquiera la música es superior a la vida, pues...

¿Qué música ha sido capaz de reparar

el verdadero dolor que nos mantiene vivos?

El dolor es tema principal de todo esto, el dolor ¿hecho tiempo?, ¿eso somos? El tiempo, hecho dolor, ¿eso acabamos siendo? Nuestra esencia, esa duración real de pasillo a condena capital.

Esta afirmación del dolor como soporte de la vida me recuerda la afirmación del filósofo y piloto Manuel Fernández de Liencres en su Apertura para un mejor desconocimiento del hombre (2010). Recordaba allí en sus postrimerías como algunos teólogos explicaban la cruz del Cristo por la necesidad de Dios de igualarse en dolor y en angustia a sus criaturas. ¿No será el dolor consecuencia directa de Su imperfección creadora? ¿Se trata entonces de una imperfección sin límites? -se preguntaba Manuel, mientras ansiaba también como poeta "medir por su sombra cada estrella".

Eso confesaba el ubetense, mientras Rojano alababa también a la rosa por su espina, sufriendo la mundana mordida de una boca de asno, mientras Manuel además pedía -para su alma desmandada- "muerte en el pico de una golondrina".

 

Destierro de tu boca

Destierro de tu boca

Fui testigo del nacimiento de Juanfra Cordero como cantautor, cuando era apenas un adolescente: buenos sentimientos, buen oído, diáfana vena lírica, nada afectada, sencilla…, y testigo de su estreno como arquitecto y de las infamias que tuvo que soportar por su notable trabajo, en este país de envidiosos y empaladores.

Este versátil –y algo melancólico- ubetense no deja de sorprenderme con sus metamorfosis en técnico, barman, antropólogo, humanista... ¿Proteico o indeciso? Bueno, los jóvenes de ahora tardan en decidirse, en sentar cabeza. ¡Y tampoco es seguro que estar sentada sea lo mejor que le pueda suceder a una cabeza! A ese “piloto del alma” que vive en la cabeza –aunque no sólo en ella, pues también alienta en las entrañas- lo imagino como auriga de aquel carro platónico del que tiran emociones y deseos. A ese director de orquesta lo concibo más bien de pie, dinámico, visitando distintas ciudades, eso sí, sin perder de vista la dirección de Heliópolis. No creo que porque se entretenga algo en una barra de bar (valga la redundancia), Juanfra haya perdido en absoluto el buen rumbo.

El caso es que se trata de un camino creativo y Juanfra acaba de publicar un sobrio CD llamado “Destierrodetuboca”. El título es apropiado porque sus canciones tratan sobre todo del desconsuelo provocado por el desamor. Ha sido grabado y mezclado en los estudios Bomtrack Records de Úbeda en 2011. Y contiene buena y consonante música: Txus Suárez a la batería, Matías Cordero al piano, saxo, melódica y xilófono; Fran Suárez en la guitarra eléctrica, Mar Trinidad en coros y palmas; y David F. Castro al bajo, la guitarra y la percusión. Éste último, al que también conozco desde que era un chaval, es coproductor y arreglista, como también lo fue de “Sin moverme de mi silla”, el CD que publicó Juanfra en 2010.

Destierrodetuboca” combina y fusiona estilos populares variados, desde la canción  mejicana al rock, el jazz o el bolero. En la estela del “paisa” Sabina, como el propio Juanfra reconoce aludiendo a la calle Melancolía, las canciones de este CD tienen más un fondo romántico e íntimo que crítico, aunque no falte la reflexión sobre la crisis en “No puedo llegar a fin de mes”, o la queja ante una sociedad cuyos valores no coinciden, evidentemente, con los del artista.

Adicto a la anáfora, los poemas de Juanfra resultan claros y francos como el agua de mayo.  En “Tarde” pone música a un poema –inédito para mí- de F. García Lorca. La complacencia en el desconsuelo por la pérdida o el abandono del ser querido, es equilibrada con un canto final a la esperanza, en la canción que da título a la obra y que Juanfra ha tenido la amabilidad de dedicarme: “aún quedan rimas por hacer…, sueños que inventar…, versos que hilvanar…, hazañas que lograr…, palabras que decir…, caminos que tomar”. ¡Desde luego! El futuro es una caja de sorpresas, y se prevé largo y fecundo para alguien tan joven, tan lleno de posibilidades. Yo, encantado de que se me vincule a la esperanza, ¡divina excelencia!

Stabat Mater

Stabat Mater

Colecciono versiones musicales del Stabat Mater. Me conmueven esas composiciones que expresan, en clave cristiana, el dolor universal de la madre ante el hijo perdido. Palestrina, Pergolesi, Vivaldi, Giovanni Felice Sances, Giuseppe Tartini,  Girolamo Abos, Agostino Steffani, Gioacchino Rossini, Antonin Dvorak, Verdi..., hasta Francis Poulenc… Pocos músicos relevantes se han olvidado de poner letra a la famosa oración medieval que algunos atribuyen a Jacopone da Todi. Al parecer, el joven Mozart compuso, ¡con doce años!, una versión para cuatro voces que se ha perdido.  

Buscando un texto adecuado para “ilustrar” la preciosa estatua The pregnant woman de Merrion Square (Danny Osborne), me topo con un extraordinario poema de Pablo Neruda, de esa joya surrealista que es Residencia en la tierra:

Oh madre oscura, hiéreme 

Con diez cuchillos en el corazón 

Hacia ese lado, hacia ese tiempo claro,

Hacia esa primavera sin cenizas

.................................................

La sangre tiene dedos y abre túneles

Debajo de la tierra.

La sangre -escribe María Zambrano-, metáfora asociada a la del corazón, ha tenido también sus adoradores ebrios, como Santa Catalina de Siena, adoradora de la sangre de Cristo, de quien dice estar embriagada. Pero su irrupción en la cultura y en la historia suele ser catastrófica: "Se presenta en las pesadillas de los neuróticos, en los insomnios sin diagnóstico, en el arte de pretensiones más revolucionarias y destructoras, como el surrealista"

Pero también, buscando poemas sobre la maternidad, me topo con la poesía de la chilena Gabriela Mistral. Al lado del dolor que siente la madre por el hijo muerto en los Stabat Mater, está el sufrimiento de la madre frustrada. Ninguna “poetisa había expresado antes el dolor de la esterilidad como ella” (Julio Saavedra Molina). Privado yo mismo de la experiencia de la maternidad, me resta preguntar con la poetisa: “Cuéntame cómo nace y cómo viene su cuerpecillo, entrabado todavía con mis vísceras”.

La creación poética, ¿sublimación en lo espiritual de una maternidad imposible en lo físico? Apenas resignada a la desolación de la infecundidad, la idea fija del hijo motiva un quejido de protesta profunda:

¡Bendito pecho mío en que a mis gentes hundo

Y bendito mi vientre en que mi raza muere!

La cara de mi madre ya no irá por el mundo

Ni su voz sobre el viento, trocada en miserere!

(Poema del hijo)

Giuseppe D’Angelo se refiere en un intesante artículo al ilimitado instinto maternal de la poetisa chilena (Lucila Godoy Alcayaga) en su poesía, que se revela en imágenes relativas a la fecundidad humana o telúrica, y en su afecto por los niños, vinculado en lo biográfico a sus experiencias como maestra por las aldeas de los Andes, pues los niños representan la fuerza genuina y renovadora de este mundo infecto:

Manitas de los niños

Que al granado se tienden.

Por vosotros las frutas

Se encienden

El sueño del hijo, la religión del hijo, como símbolo de la fecundidad deseada por su femineidad frustrada (“surtidor abandonado”, “surtidor enmudecido”).

Como en María Zambrano, la entraña se eleva a categoría poética, una entraña que anhela razón fecundante, razón seminal, germen poético. Y que es, en su origen, mero vacío: “todo organismo vivo persigue poseer un vacío, un hueco dentro de sí, verdadero espacio vital, triunfo de su asentamiento en el espacio…” (Claros del bosque, V, I).

En su análisis de la gran metáfora del corazón, María Zambrano explica que lo primero que sentimos en la vida del corazón es su condición de oscura cavidad, de recinto hermético, de víscera, de entraña. Así “el corazón es el símbolo y representación máxima de todas las entrañas de la vida, la entraña donde todas encuentran su unidad definitiva, y su nobleza”.

Pero la nobleza del corazón consiste en su apertura, en su abrirse, en su ser interioridad que se ofrece para seguir siendo interioridad, sin anularla. Aquí hallamos la definición zambraniana de intimidad. Desde luego, hay seres con entrañas en lo ínfimo de la jerarquía de la vida; sienten para sí, pero su sentir no se abre, ni tan siquiera irradia. El corazón es víscera más noble que la mera entraña. Aunque, al contrario que el pensamiento, resulta incapaz de liberarse y de vivir independiente y solitario. El pensamiento logra así cierta superioridad frente al corazón, pero no se trata de una superioridad heroica, porque nunca arriesga, ni padece, porque al liberarse de la vida nada tiene que temer de la muerte.

María Zambrano reivindica una “ciencia del corazón”, una ciencia viviente que no alcanza ni la impasibilidad ni la independencia del pensamiento, porque el corazón, pasivo y dependiente, extrema en sus actividades estas condiciones, llenándose de padecimiento y servidumbre, esclavizándose a su acción máxima, que es el amor.

Tienen las entrañas sus limitaciones: no pueden llegar a la palabra, pues –al contrario que la palabra- las entrañas no pueden salir del tiempo, no pueden poner asueto en su trabajo que marca el ritmo de la vida. El latir de la entraña aspira sin embargo a ser oído de algún modo, para no llenarse de rencor, “pues el rencor nace de lo que no logra, trabajando siempre, ser escuchado” (Hacia un saber sobre el alma, Alianza, Madrid, 1987, pgs. 59-69).

Carro de noche

Carro de noche

La poesía de Ignacio Gómez de Liaño transporta nobles ecos, heroicas reminiscencias de épocas pasadas, apremios de quimeras antiguas, rumores de fuentes melancólicas en jardines de la memoria, huertos solitarios y bastante exclusivos.

Como el autor reconoce: “mi pasión poética sólo dio fruto en unos pocos años de mi vida, cuando la efervescencia de la imaginación iba a la par que el ímpetu de los afectos y la disponibilidad del espíritu”. Afecto sublimado por la imaginación, ¿puede ser otra cosa la poesía?

Carro de noche (1972-2005) contiene toda la poesía que Gómez de Liaño ha escrito en su vida o –por lo menos- toda la que ha considerado digna de publicación.

Algunos poemas mayores son de corte mitológico, como el que dedica a “La caza de Acteón”, el cazador cazado, devorado por sus propios perros, en castigo por haber contemplado desnuda a la diosa virgen: Diana cazadora. Pero, tratándose de una poesía culta no resulta demasiado esotérica y sí bastante cosmopolita. Aunque predominan las alusiones a la cultura clásica, tampoco faltan referencias al Kalévala finés, a la cultura caballeresca (al Orlando de Ariosto, a Tasso, al Persiles de Cervantes), o, ¿como podía ser de otro modo? a la Noche Oscura de Juan de la Cruz.

Es una poesía que se complace emotivamente más con los carmines engañosos del ocaso, "Cárdenos destellos", que con los cromos nacarados del aurora. ¡Y ello a pesar de que dedica un hermoso poema al mar!

La imaginación del poeta se complace en dibujar la figura de Nerón -declinaje del imperio, topología de la memoria- bajo una gran Bóveda Amarilla:

Yo te digo que lo que ves, lo que imaginas, 

es sólo una ruina, 

una ruina fantástica, laberíntica, secreta, jeroglífica,

la ancha puerta que lleva a los fulgores de la noche 

 y la extrañeza.

Late en esta poesía (cfr. “La Dama del lago”) un dulce deseo thanático de placideces crepusculares en playas caribianas, entre estatuas mutiladas, donde el poeta repasa “los anhelos quemados/ como la grama seca,/ los deseos disueltos/ cual la estela de un barco”, e invoca “a las mansiones celestes de la nada”.    

Tras unos curiosos “Cuadrados” en que la poesía parece disolverse en vocalismo y éste en silencio, Carro de noche acaba con una especie de confesión (“Miente, insulta,…”), escrita en  un registro más moderno y llano, menos intemporal; enseguida, con un muy estoico desprecio de la vanidad (“Qué tonta es la vanidad”) y, por fin, con una provocación (“Apréndelo ya”), casi grosera o mayestática: “A ti te hablo mi estúpido lector, mi enemigo…”.

En fin, en poesía, como el propio autor escribe: “la razón obedece al desvarío” (“Jaspes”), los desvaríos de Gómez de Liaño traen un deje a mar troyano, a habanera de añoranza y a óxido de bronce, al amparo de un cenador cubierto de yedra, “¿Adónde te escondiste?”, donde ábrense flexibles horizontes, más allá de la comprensión, como puertas de sentido, el poeta parece demasiado dispuesto a marchar alegre para "descubrir el reino antiguo de las madres", donde eletean magníficos hipogrifos montados por héroes intemporales.

Para interpretar la poesía de Gómez de Liaño, hallamos una buena clave en una de sus novelas: Musapol (Seix Barral, 1999). Uno de sus personajes, Celso Álvarez, más que querer escribir un gran poema, quiere realizarlo: "En una época en la que el hombre acababa de poner sus plantas en la Luna, la poesía no podía seguir siendo la misma historia de siempre. A menudo la llamaba con expresiones que para él estaban cargadas de sentido, aunque, al oírselas, sus amigos se quedaban perplejos. Pues les decía que había que 'inventar lenguajes', 'provocar al mundo', 'franquear selladamente a Hermes'.

"-Entonces uno se olvida de todo -añadía ensimismado-. Y el suelo refleja, como un espejo, un laberinto de oro que está suspendido del cielo, mientras un carro se aleja por el fondo, escribiendo sus roderas en las tierra. Mis poemas son las roderas de ese carro que se va fuera del Teatro..., el Teatro del Olvido. Todo lo que allí entra se convierte en un punto que se desvanece".

Un arte de la memoria, una ikástica, para recordar, sí, pero también ¡para olvidarse de la triste realidad! Esta poesía tiene mucho de evasión ante un mundo estropeado por un ruido que no gusta, ante una postmodernidad que nos ata a las máquinas, ante una iconoesfera mediática que no sabe más que dar órdenes y suscitar impresiones. El poeta busca en saberes olvidados y en topologías míticas una profundidad que le libre de la superficialidad ambiente, tan real como virtual, tan ramplona como telemática.

La cuidada edición (¡sólo he podido detectar una errata!) se maquetó en Madrid y se imprimió en Sevilla. Libros del Aire, colección Jardín cerrado 2/2010.