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SIGNAMENTO

ESTE ES MI CUERPO

ESTE ES MI CUERPO

Hay libros que son obras de arte. Luce esa medalla el que editó y presentó Carlos Rodríguez Estacio con la prosa poética de Miguel Florián e ilustraciones originales de Rafaela Gómez. Se titula Este es mi cuerpo (Alegoría, Sevilla 2012). Entiendo a título de paradoja que su texto se introdujese con una cita de los Hechos de los Apóstoles: ‘Hoc est corpus meum’, expresión latina que cuajó en nombre.

Paradoja o, si se prefiere, incongruencia, porque el Cristianismo olvidó su origen semita y el judaísmo del que nació como su más caritativa y prometedora herejía proponiendo como salvación la resurrección de los cuerpos y no la del alma separada de la carne y, no obstante, la iglesia oficial acabó asimilando muy radicalmente el dualismo pitagórico heredado por el neoplatonismo, el cual, insistiendo en que somos dos cosas, alma y cuerpo, y no unidad psicosomática, despreció la Carne, a la que consideró “enemiga del alma” junto al Diablo y al Mundo.

De chico, ya me preguntaba por qué le carne era enemiga del alma si andaba tan escasa en la mesa de las familias trabajadoras de los años sesenta del siglo pasado, luego descubrí que la carne era otra cosa y tenía sobre todo que ver con el bajo vientre de bípedos implumes. Con este repudio de los cuerpos, que había que "mortificar" (siniestro verbo arcaico), apostó así el Cristianismo, amalgamado con el Idealismo platónico, por una etérea salvación del alma liberada del cuerpo, como si esta pudiera ser algo sin la materia de la que emerge o en la que figura. Plotino, excelso neoplatónico, se avergonzaba de tener [ser] cuerpo, ¿acaso no es asqueroso tener que cagar todos los días?, ¿y no es una chapuza imperdonable que el ducto de residuos excrementicios esté junto al jardín de juegos placenteros, hogar de méntulas, cricas, vulvas y androceos?

De todos modos, hace bien Miguel Florián en rebelarse contra las exageraciones de Plotino y los cilicios de las beatas. ¡Celebremos que somos cuerpos!, nos sugieren sus hermosas y lúcidas palabras. Aceptemos que somos animales de animales, entidades orgánicas que son memoria de miríadas de seres, de todo cuanto se reunió y ordenó maravillosamente hasta dar en mí. Somos teatros completos, ciudades consumadas, reminiscencias palpitantes de tiempos remotísimos.  

 “Memoria dichosa porque permanece, porque le es posible recorrer, en un solo instante, axial, el espacio curvado de los siglos. Más allá de mi cuerpo nada alcanzo”.

Florián nos recuerda que Jesús mismo creyó en la resurrección de la carne, es decir, imaginó un tiempo en donde la carne y el espíritu se conciliaran. Su promesa es la de un cuerpo renovado. Y es el cuerpo el que sueña con su eterna juventud, es esa masa complejísima la que envuelve y sostiene mi conciencia. Rememorando la famosa película Ordet (La palabra, Carl Theodor Dreyer, 1955), ensaya Miguel una oración somática:

“No nos des, Señor, otro cuerpo que éste. No nos hurtes nuestro pequeño cuerpo, este territorio donde la dicha adquiere la justa dimensión del hombre. Cuando nos resucites, hazlo a un mundo idéntico a este mundo. No queremos un alma descarnada, una conciencia de humo que a nada puede asirse, ni un paraíso donde no cabe la sed ni la palabra.”

Creo que a Unamuno le hubiese gustado esta plegaria porque imaginó y rogó a Dios un Paraíso de recuperación de momentos felices y de repetición de vivencias mundanas… Me pregunto qué valor tendría la cerveza y su trago refrescante y veraniego si no existiese la sed... “Un alma -sentencia el poeta Florián- es un cuerpo que se sabe” y “la carne es el lugar donde el deseo habita”. No habría placer de comer si no hubiese hambre...

A este respecto y sobre el valor del hambre, me gusta contar esta anécdota: “Me da alegría mirar como comes ese tocino veteado, Juan, al verte cómo lo cortas ansioso sobre el pan, con tanto apetito” –dijo el señorito al jornalero, mientras recorría el tajo en el olivar, caballero a la hora del almuerzo-. “Déjenos el hambre, señorito, ¡que el hambre es nuestra!” –respondió Juan, que era pobre, pero despabilado y gracioso. Por mucho que el hambre tenga la misma raíz enigmática que el sexo, es obvio que su satisfacción es más segura, continua y duradera. No obstante, para evitar intoxicaciones, recomendemos oler la ostra antes de devorarla.

Miguel Florián es receptivo al canto de las Sirenas, como el héroe Ulises lo fue. Mas sin dejarse desbaratar por ellas, pues las malandrinas helénicas, no peces sino pajarracos, buscaban extraviar al hombre porque aborrecían su permanente aventura, su moverse temerario de aquí para allá en peligrosos lances y desafíos. Lo femenino –sostiene Florián- es telúrico y germinal, como árbol que crece hacia lo hondo, mientras gravita lo masculino hacia lo aéreo como ramaje que busca extenderse en el espacio desnudo, aunque es obvio que uno y otro colaboran al mismo fin, la aparición redonda de humanos frutos, cachorros capaces de decir No.

Sedentarismo femenino, nomadismo masculino…, puede, y pensando en general. Los sexos colaboraban, ay, ¿colaboran hoy menos?, pues se los ve enfrentados, tampoco se empeñan ya Sirenas, como antes, en lograr su propósito, el de reducir al hombre a sus sedentarias y plácidas ítacas. ¿Tanto escasean las circes y nausicas, las calipsos y penélopes? No lo creo, aunque se disfracen de hécates, artemisas y ateneas. Vivir es convivir. En la canción sirenil encuentra el atento oyente...

“la voz originaria con la que se construyen mundos, el sonido magmático de las aguas primordiales (la metáfora creadora que en su cábala pretende el lenguaje poético)”.

Este año celebramos  el centenario de una obra excepcional, La deshumanización del arte (1925) de Ortega y Gasset. En ella dice el Maestro que la metáfora es un instrumento mental imprescindible y llama a la poesía “álgebra superior de las metáforas”. Florián domina el mathema de esta combinatoria algebraica y por eso se empeña en resolver la ecuación que supone el mito del adivino Tiresias, único mortal al que se consintió conservar la memoria en el Hades, junto al saber y la inteligencia (si es que no son lo mismo). Tuvo Tiresias también el privilegio de vivir con ambos sexos sucesivamente. Sucedió cuando se tropezó con dos serpientes apareándose. Cayó en el gesto violento de golpearlas con su bastón y quedó transformado en hembra. Las serpientes en aquellos tiempos poseían, como Casandra, el don de la presciencia. Tiresias perdió la vista por ver a Atenea desnuda, según cuenta Apolodoro en su Biblioteca. Por haberla sorprendido en cueros, la diosa, tapándole los ojos con sus manos, cegó al sabio.

También Apolo cegaba a los poetas para devolverles la mirada interior y por eso se cuenta de Homero que era invidente. Y es que hay deslumbres que hieren y hasta anulan la visión física, como ruidos que rompen tímpanos. ¿Cómo podría la inteligencia soportar el encuentro con la Verdad? Esa visión metafísica nos dejaría lelos del todo.

A Tiresias le hicieron una pregunta la mar de comprometedora: Que quién goza más yogando (“haciendo el amor”, como dicen los cursis) si el varón o la mujer, si la hembra o el macho humanos. “Si el placer tuviera diez partes, los hombres gozarían sólo de una y las mujeres de nueve”, respondió Tiresias con gran indignación de Hera. ¿Por qué molestó a Hera esta respuesta? Florián tiene su teoría: la mujer prefiere no reconocer ante el varón su ventaja erótica. Yo creo, como sugiere J. A. Marina, que fue la mujer, que fue Safo de Lesbos quien inventó el arte erótico, y que por eso emparenta en su génesis con el nacimiento de la lírica, por la misma razón, Don Juan habla a las mujeres en verso. No les habla, les canta, así consigue ponerlas a bailar si quiera una semana.

Tiresias nos ofrece un ejemplo clásico de cómo el dolor puede acompañar al conocimiento o ser efecto suyo, ¡la pesadez de la conciencia! Él mismo le suelta a Edipo: “Cuán terrible es ser sabio si la sabiduría no reporta provecho a quien la tiene”. Es preferible no enterarse de ciertos hechos, sobre todo si has copulado –sin saberlo- con tu madre y has matado –sin saber que lo era- a tu padre. Tales coyundas y trances arrastran consecuencias “antigónicas”.

Saberlo todo tampoco nos convendría, porque “los humanes” (como decía Mosterín para evitar el sexismo) necesitamos de misterios, los soñamos, los ideamos, nos precipitamos sin querer en sus abismos, nos dejamos fascinar dulcemente por sus ecos. Uno de esos misterios que ha inspirado maravillosas arias operísticas (sobre todas la de Glück, que me hace llorar) es por qué Orfeo miró a Eurídice antes de abandonar el tenebroso reino de Plutón, con lo que tuvo que dejar a su esposa en los ínferos, por lo que Eurídice, oh mísera, murió dos veces… Para mí que fue un problema de ansiedad: tanto amaba a Eurídice que Orfeo no pudo dominar su impaciencia. No tuvo contención suficiente. ¿O fue que temió no verla? Platón creía que Orfeo no confiaba en los dioses y temía que estos le engañasen, que no fuera Eurídice la que escapaba tras él, sino sólo un espectro, una sombra de su queridísima esposa. Platón tilda al músico de cobarde por no haber tenido el arrojo de morir. Según Pausanias -primer autor de guías turísticas-, Orfeo creyó que el alma de Eurídice le seguía, pero al volverse comprobó que no era cierto. En definitiva, ella no le siguió jamás.

Tiene razón el poeta, gustamos de fatalidades y a los mortales nos encanta recordar lo insólito, lo extraño, lo anómalo, y por eso pensamos que la ciencia nos agua la fiesta y nos “desencanta” el mundo, porque reduce lo maravilloso a necesidad racional o suficiente, porque somete a normal lo paranormal. Y sin embargo, no es tan raro ni tan increíble que las miradas –como la de Medusa- maten; si no matan, no cabe duda de que hay miradas que hieren y otras que envenenan. Enrique de Villena escribió un célebre Tratado sobre la fascinación o el aojamiento en 1425, es decir, sobre “el mal de ojo”. Hoy casi nadie cree en esas malignas proezas, pero ¡son tantos los amantes enfermados por la mirada desdeñosa de la amada! La fascinación del seductor es un hecho cierto, el más grande, el mismísimo Diablo.

También los olores cuentan, sobre todo los feromónicos. Florián lamenta con razón que hemos sacrificado los sentidos del contacto a los de la distancia (vista y oído). Censuramos los olores personales con desodorantes. Está mal visto oler a uno mismo, incluso si su aroma expresa trabajo honrado.

A través de Florián, de Platón y de su marioneta de ventrílocuo, Sócrates el hechicero, sentimos en nuestra alma el gancho encantador de la maga Diótima desengañándonos e ilustrándonos a la vez al desvelarnos que Eros, Amor, no es un dios (el más hermoso y antiguo, según Hesíodo) , sino un demonio o un ángel; en todo caso, un ser intermedio entre lo humano y lo divino, hijo de Penuria y de Ingenio.  Por eso el seducido es un poseso o un apasionado, entusiasmado y maniático… Es la pasión –dice Florián- una especial forma negativa de estar en que consiste la carencia. Amamos porque estamos faltos. Ama quien reconoce su insuficiencia, por eso da vergüenza mostrar que amamos.

 En el autoerotismo ve Florián una forma enmascarada de narcisismo y en la pornografía, su auxiliar masturbatorio, un puritanismo obsceno. Hay no obstante, en el erotismo, cuya frontera con la pornografía es borrosa (como ejemplo, analizado por Florián, ponemos nosotros El imperio de los sentidos de Nagisa Oshima), un componente transgresor, subrayado por Bataille y por los sadistas (uno de ellos, Federico Nietzsche). De ahí el legítimo temor que provoca la naturaleza destructora de la pasión amorosa o la estupefacción que causa la adición compulsiva al sexo, en cuya labor colabora notoriamente la poderosa industria porno que atiborra a adultos y jóvenes de carnalidad genital enlatada. Florián le llama “sexo light” y sugiere su finalidad de desexualizarnos, pues la sexualidad sana tiene poco que ver con la pornografía.

Joyce incluyó en el erotismo hiperrealista y hasta vulgar de su UIises aquellos aspectos que la pornografía censura: pedos, mocos, cicatrices, deformidades, pelelas, menstruos, etc. Marcuse habló de “desublimación represiva”, como una representada, simulada y falseada carnalidad que se nos impone, que se exhibe y espectaculariza a cambio de pasta, porque se puede traficar con este simulacro, pero no con el verdadero amor, pues ni se compra ni se vende el cariño verdadero, aunque los cuerpos sean las páginas en que se lea el deseo, el goce, la ternura -según dejó escrito mi tocayo. En nuestra sociedad, hasta lo más íntimo, la sexualidad, se ha rebajado a espectáculo (cfr. Guy Debos, profético distopista) en celebraciones y corrales de un infierno devaluado, mediocre, tibio, fatalmente doméstico. Todos los velos de misterio se han rajado en los templos yermos, reemplazados por los Supermercados.

Allí el ídolo procesiona desnudo, no hace falta que la inocencia del niño nos denuncie su impúdica exhibición. Y sin embargo, está prohibido tocar. Noli me tangere. Prohibido pisar el césped. El tacto, el olfato, son despreciados en beneficio de los sentidos de la distancia, la vista y el oído. Queda el gusto que se sublima en el I like virtual, que no virtuoso, y se cultiva en exagerados concursos culinarios. Proliferan imágenes en ubicuos monitores y ruidos por doquier, pero hacemos del contacto una liturgia ocasional, por mucho que ya Aristóteles nos advirtiera de que “lo gustable es una cierta clase de lo tangible”.

Arriesga bastante en su juicio Florián al afirmar que “la vista es una pobre alternativa al tacto”… “Ver, pero no tocar, así reza la dichosa frasecita que vemos en las estanterías, y parece también colgar del cuello de los hombres y mujeres”. Reconoce, eso sí, que la percepción visual (eidos) en tanto que fragmenta y distingue funda las bases de nuestra racionalidad. La vista es teórica; apolínea, no dionisíaca”.

Arriesga aún más cuando sexualiza el sentido del tacto como eminentemente femenino, substrato de nuestra especie, y la vista como marcadamente masculina. Aunque es cierto que los hombres se dejan engañar mejor que las mujeres por la cosmética, no hay que olvidar que a las mujeres se las seduce, sobre todo, por el oído. Todavía recuerdo como a mi abuela se le abrían las carnes oyendo cantar a Rafael.

Las mujeres muestran cuerpo con más facilidad que los varones varoniles. Refiere Florián a la pudibundez del macho moderno, tan desatento a la hora de mostrar su cuerpo, a no ser en la playa o en el deporte. La mujer es más pródiga en mostrarse, salvo que sea musulmana, claro, y no se lo consientan, ni dejar flotar cabellos. Halla la mujer en el espejo su franco aliado. Pocas son las que no se miran en los escaparates, incluso tapadas hasta los ojos. Hay quien dice que la vanidad es propensión femenina y el orgullo, propensión masculina… Pero hablar en general es equivocarse, porque todas las universalizaciones categóricas, tan inevitables porque ayudan a comprender y prevenir, son arbitrarias.

Lo cierto es que seguimos siendo niños y nos es necesario tocar para no sabernos solos. Tocar y que nos toquen, algunos necesitan comprar el contacto, otros venderlo. Seamos tolerantes y compasivos con unas y con otros. “No me toques” –le dijo Jesús resucitado a María Magdalena (Juan 20:17). Miremos que la traducción del griego original (μὴ μoυ ἅπτoυ, mè mu haptu) es más matizada que un simple "no me toques";  sugiere una acción que se prolonga, como "no me retengas", "suéltame" o “no te cuelgues de mí”. María quiere a Jesús (tal vez su esposo más que amigo o maestro) en este mundo, pero Jesús escapa al celestial, a los Cielos del Padre. Tal vez lo que propone sea un contacto meramente espiritual. María siente hambre de amor, un fenómeno físico, corporal. “Cuánto me gustas”, “qué rica estás”, “te comería a besos”…, dice el amante a la amada, la abuela al nieto. ¿Es el amor una antropofagia larvada? Algo hay de esto. Denis de Rougemont estaba convencido de que la “sexualidad es un hambre”…

“La lascivia es sed atávica, glotonería, urgencia de apropiarse de lo otro, de desmenuzarlo y disgregarlo en nuestras fauces para que pueda –por una misteriosa alquimia- transformarse en material nutriente, carne ya de nuestra carne. De esta primacía de lo metabólico arranca el pensamiento de Anaxágoras, cuando afirma que ‘en todo hay parte de todo’. Si, como quiere la Termonidámica, el mundo es una totalidad cerrada en donde los seres van paulatinamente mutándose unos en otros, es preciso que en cada uno de ellos permanezca alguna huella del resto”.

De sobra sabemos –confiesa Florián- que vivimos de la muerte ajena. Si no nos alimentásemos de otras vidas, sucumbiríamos pronto… El amor aspira a mucho, a una fusión de cuerpos, dos que se hacen una sola carne. Y el fenómeno se realiza y complace en los hijos. Tal vez la aspiración –como proclamó el Aristófanes del Banquete platónico- sea recuperar la unidad perdida, restaurar la originaria beatitud del Andrógino. Los griegos rendían culto al que nacía anómalamente con dos sexos, al hermafrodita. Queremos hacernos como lo que amamos, buscamos esa plenitud, permitiendo el acceso y entrando en otros cuerpos.

Vale, celebre usted todo lo que quiera su cuerpo, cuídelo, manténgalo en forma porque usted es su cuerpo, sus gozosas posibilidades deportivas o amatorias, pero al fin se impone la realidad de su menesterosidad, de su imperfección, de su temporalidad. Envejece, caduca, ha sido fabricado con fatídica y programada obsolescencia. Va siendo doloroso e incluso costoso mantenerlo trémulo, caliente y sano. Se arruga, se deforma, artritis o artrosis, problemas de tensión, gripes, epidemias... Ya los estoicos se percataron de que nacemos tocados de muerte, que cada día que paso lo voy muriendo, porque cada día pretérito es de la muerte. La enfermedad puede ofrecer al niño el paraíso de un día sin escuela, pero es el estatus quo del viejo, del anciano achacoso. Todo anciano sufre molestias, dolencias, si no falla esto, falla lo otro... Si el cuerpo es casa, padece goteras. Sí, lo siento, la indisposición, la enfermedad, es la embajadora famélica de la muerte…

“De la noche a la mañana el polvo dorado de las hadas no pudo sostenernos en el vacío, y nos hicimos mayores. Cada vez más mayores”.

¿No será la vida la enfermedad del ser? ¿No será la salud plena incompatible con ese extraño orden en el desorden que es la vida, tan efímera, tan inestable? ¡Menos mal que la muerte, como la nada, es impensable! La esencia de la enfermedad es tan misteriosa como la de la vida.

Reconozcamos en cualquier caso, que “no hay diques entre la carne y el espíritu”, que no somos dos cosas, sino una sola, tan misteriosa, que no sabemos ni de dónde el hambre ni para qué el amor y que “hay más razón en tu cuerpo que en la más elevada sabiduría”. Al sentar esto, Zaratustra no exageraba.

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