TIERRA
Me confía Guillermo Fernández Rojano en su dedicatoria que vivimos entre palabras y deseos. Es verdad, pero también navegamos entre dolores, placeres y esperanzas.
Los seres humanos, así, en general, nunca antes hemos vivido más y mejor, más en número y en años, con más ocasiones de desarrollar satisfactoriamente nuestros poderes en actividades alegres. Y sin embargo, cunde el desánimo, en un verdadero cataclismo de los espíritus y aquelarre de las pieles.
Del ateísmo filántrópico, hemos pasado al nihilismo inhumano, o animalista, como renunciando ya para siempre al fantástico y soberano bien celestial.
Tras leer, releer y meditar la correctísima prosa poética y los medidos versos de su trilogía Tierra (Órcera, Jaén, MMXV), he buscado sin éxito un antónimo de "sublimación". Una categoría estética que sirva para describir la expresión “llanuras secas manchadas de huertas”, en contraste con “planicies encarnadas enjoyadas de hortales esmeraldinos”; o “cielo blanco encharcado de golondrinas”, en vez de “cielo estrellado de golondrinas”. Por supuesto, que las huertas manchen las llanuras y las golondrinas encharquen el cielo no es precisamente una sublimación de la realidad, sino su humillación, o, dicho más intelectualmente su crítica corrosiva. Y es esta más bien la perspectiva que adopta nuestro poeta.
Si una vez la poesía asumió la función de elevar, alabar o enaltecer la condición humana y el milagro de la realidad, hoy más bien asume la función contraria: denunciar, humillar o denigrar, sin compasión ni piedad, sin autoestima de nuestra condición, lo que somos e incluso lo que aspiramos a ser. Parece que hayamos vuelto al valle de lágrimas medieval, desde la exaltación de la belleza natural y del homo microcosmos renacentista.
Y no obstante, contradictoria o paradójicamente, la poesía, por nihilista y desesperada que sea, es necesariamente expresión "idealizada", sublimada, pues el poeta nihilista no se entrega a la nada si escribe (pues espera quien escribe y de lo que escribe que sea leído y contestado), más bien la glorifica, la nada o el manicomio de este mundo cruel.
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A Manicomio de Dios, el primer libro de la trilogía de Guillermo Fdez. Rojano, podríamos añadirle el subtítulo de Libro de las maldiciones. Si uno acepta la visión del mundo que nos ofrece título y contenido (que bien ilustrarían los más tremendos iconos de El Bosco), igual puede preguntarse si no será nuestro planeta el infierno de otro mundo, o tal vez su purgatorio. Si no seremos almas perdidas para un cielo inalcanzable y cuyo destino no es más que el gusaneje de ese barro y aquel polvo del que sin duda también procedemos.
Para conjurar la compulsión minimalista e hipnótica de sus catáforas he encartado entre sus páginas una estampa de la Madonna della Salute que se venera en la Iglesia de la Santa María Magdalena en Roma.
En el manicomio de Guillermo no falta alguna escena pintoresca, como la de esa anciana que golpea con una maza, sin ira ni compasión, sombras, vejaciones, nombres, pérdidas de nada…, y luego barre las cáscaras para mantener el fuego encendido.
Desde luego, es posible hurgar, en ese contradictorio antónimo de lo sublime poético sin caer en lo vulgar, quizá sea ese el arte de Guillermo. Arte de la crueldad, ejercida también consigo mismo. ¿Cómo, si no, íbamos a estar en un manicomio divino?
“La anciana que no conoció varón dedica su vela de veinticuatro horas a combatir la impudicia con canela y agua de rosas, acariciando heridas que suplieron a la penetración, trenzando en su lengua rezos y culebras” (pg. 45).
En sus semblanzas, imaginarias o hiperrealistas, siempre habrá alguna que identifiques como prójima:
“El hombre que pasea su perro enano los domingos a mediodía. No sabe si llueve, si goza, si hay un objetivo para la tarde que no sea esperar la noche”.
Me atrevo a conjeturar que el Dueño del Manicomio sea ese mayúsculo Psicópata de la pg. 39:
“Al hombre que sujeta una larva transparente con los dedos no le queda aliento para defenderse. Bajo el mandato del Psicópata entrega el aire antes de convertirlo en palabra”.
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¿Hermetismo, cubismo? Molina Damiani, al comentar la obra de Guillermo, habla de una "despresurización del neorromanticismo de los decadentes", como si los decadentes viajaran en un avión vintage asaltado por sutiles críticos. Desde luego, poco romanticismo puede hallarse en la impiedad más absoluta, aunque sí, desde luego, corrección formal y belleza estilística, y migajas de autocompasión.
Sí queda romanticismo en la denuncia de la moderna creencia en el progreso (“las plagas del progreso y del retroceso”) o en el desdén hacia “el zapateo hueco de las ideologías”, lo que yo no veo -al contrario que Damiani, al menos en esta trilogía- es una denuncia de la postmoderna deshumanización de las masas y de los pactos neofeudales entre legisladores y delincuentes: “La negra luz de nuestra historia” (sentencia el crítico).
Lúgubre, tétrico, grotesco, son sin duda categorías románticas que cuadran a ciertas estampas de Guillermo:
“La que respira sin oxígeno y se tapa la boca. Se zambulle en el agua y habla con el ahogado de la casa de enfrente, con la piedra ovalada que alguien dejó en el río como ofrenda. Saca la lengua, atrapa una araña roja, contamina a los reunidos en su fúneral” (pg. 63).
"Sórdido" es categoría muy suya, del realismo hispano, manejada genialmente por Quevedo, y que cuadra bien a alguno de estos cromos, muy dados al larvario y el detritus de enterramiento:
“El que penetra la corteza terrestre y remueve la tierra sobrante buscando las lombrices de la sabiduría…”.
He sentido la tentación de poner nombre común a alguno de sus retratos, por ejemplo, "Del fanático" o "Del doctrinario":
“El que se esfuerza por calzar las garras de las aves de presa, condensar el mundo en un principio indestructible, irrechazable, sencillo de aplicar, fácil de entender, complejo desde la oscuridad, ya que a medida que perfora delicadamente el tálamo, las zonas de satisfacción aumentan su densidad” (pg. 56).
Tal vez la desesperanza se nutra aquí de un íntimo moralismo incapaz de aceptar el mal como recurso del bien, un moralismo tan serio que no drena su contrariedad frente a la tragedia del mundo a través del humor y la distancia. Fíjense en esta memorable descripción que llamaré "Del soberbio (o del narcisismo postmoderno)":
“El hombre pequeño que habla a grandes zancadas con voz grave ha comprendido la intensidad de la existencia. Vanidoso idealista ha decidido crear una tierra de libertad a la que pondrá su nombre, sin hacerle el honor a ningún hombre –y esto lo recalca bien con la maza- de poner su nombre, sino hacerse el honor a sí mismo con el suyo. Y no solo con su nombre se honra, sino con cada gesto, con cada manifestación de su voz, con cada mirada de desprecio a los que pasan y lo saludan inclinando la cabeza”.
Confieso que usaré –no plagiaré- alguna de las semblanzas de Manicomio de Dios para mi proyecto de una sátira de tendencia cínica (en el sentido del cinismo antiguo y venerable) sobre el parasitismo social que padecemos, social, moral, profesional, político, económico, sentimental, empresarial, sindical, etc. Un estudio que pergeño por analogía con el parasitismo de protozoos, bacterias, gusanos, insectos y ácaros:
“La que se despierta en mitad de la noche gritando sin aire, se abraza y exige ser abrazada y confisca el oxígeno del otro, una voz que la alivie, y mata por el abrazo de aire tan pesado que deshace su pecho” (86).
A continuación, una descripción del psicoanalista (me parece que es lacaniana, la moza inspirada a la que Guillermo refiere) que me mola cantidá, que usaré como arma arrojadiza contra alguna adversaria dialéctica en Google+:
“El que se esconde en los pliegues de su sombra y golpea con la maza de la razón contra los rostros de sus sueños, los mide con brújula reglada y compás templado, los niega como síntomas, echa cal en las heridas, los cubre con una tonelada de coartadas metódicas, cascotes y broza residuales de la estirpe por cuya sangre fue bendecido y envenenado” (87).
La misma descripción puede servir de ornato a un ensayo que describa la plaga desublimadora del psicoanálisis aplicado.
También puede uno usar alguno de estos microrrelatos como didáctico ejemplo de lo que puede llegar a ser el surrealismo más tétrico y tenebroso:
“Los que, arrimados contra las tapias de los cementerios, no imaginaban dónde irían a parar sus huesos, aún no saben adónde deben ir y vagan bajo tierra, deshuesados, preguntándole a las lombrices”.
“Largas y espesas madejas de tenebrosa bruma...” –parece que estoy oyendo a Cadalso.
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Así en la tierra, segundo libro de la trilogía, parodia la noticia periodística y la crónica histórica, pero ambas se disuelven en negros augurios, lúgubres presagios, espantosas contingencias, dejándonos en suspenso al no ascender nunca desde la anécdota hasta la categoría, desde la tierra al sublime cielo. Me ha gustado menos que Manicomio de Dios, aunque reconozco la originalidad de la fórmula.
Del último libro, de versos, toma su nombre la trilogía que comentamos: Tierra. No esperes, curioso lector, ningún consuelo de él. Su lectura me ha traído a las mientes los caprichos, los desastres de la guerra, los disparates de Goya.
Tremendo poeta, en palabra melancólica, un sobresaliente artesano del lenguaje. Y añejo colega de fechorías periodísticas, complice de soledades en plazuelas provincianas.
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