EL VIOLÍN DE EINSTEIN
(Sobre el libro de Martín Ruiz Calvente: A más Ciencia, más Filosofía, Jaén 2019)
Sócrates acaba de salvar su pellejo de hoplita en la batalla de Potidea (432 A. C.) y vuelve con todos los honores a Atenas, y con ganas de filosofar, esto es, de intercambiar razones sobre lo bueno y lo bello, a ser posible con el más guapo por fuera y por dentro, parece ser que la palma en kalokagathía (belleza y bondad) le corresponde al agraciado Cármides, hijo de Glaucón, quien fue tío por parte de madre de Platón, que es el que escribe el diálogo muchos años después de la batalla, diálogo de juventud en que cuenta esto y que lleva por nombre: Cármides.
En un gimnasio se preguntan los tertulianos por lo que hace honradas a las personas, por la excelencia típicamente socrática, la virtud que llama el tábano de Atenas sophrosýne: sensatez, cordura o templanza. Discuten amigablemente, con sensato sosiego y tranquilidad, si la sensatez es un tipo de saber y en qué consistiría. Parece que la sensatez ensimisma y hasta hace más tímido al sensato, se determina al fin como ese conocimiento que exige el mandamiento apolíneo: “conócete a ti mismo”, pues es sensato quien conoce sus límites. Surge así en la historia de la filosofía occidental, nada más y nada menos que el problema de la conciencia reflexiva, ética, que se pregunta por el bien común, más allá del interés particular en que se centra toda la intención del idiota (etimológicamente “idiotez” significa en griego clásico precisamente eso: la incapacidad para pensar el bien común, el interés civil general).
Todos los demás saberes lo son de algo. Sabe el zapatero hacer zapatos, el médico de enfermedades y remedios, el matemático de números... Pero es evidente que el conocimiento no sólo es razón y discurso, sino también poder. El médico engañado por su mujer puede usar sus conocimientos para envenenar a los adúlteros amantes, y el matemático emplear su ingenio calculando qué cantidad de combustible debe tener una bomba para matar a más gente. No olvidemos nunca que el país con más recursos tecno-científicos en la cuarta década del siglo XX fue precisamente la Alemania de Hitler, muchos de sus sabios repatriados a prisa norteamericanos huyendo de la persecución de su etnia judía.
Nace con ello la Ciencia del bien y del mal, la Ética, que, como el mismo Sócrates inventado por Platón nos hace ver en el Cármides, es la ciencia más difícil y la más problemática, repleta como está de dilemas y aporías, un saber in fieri, como escribe Martín Ruiz Calvente, en desarrollo incesante. Su principal cuestión moral es: qué debemos hacer con el saber, porque es evidente que la tecno-ciencia pone los medios, cada vez más potentes y sofisticados, pero no los fines, y la tecnología se puede usar lo mismo para un roto que para un cosido, para asesinar que para sanar, para liberar que para alienar, para humanizar que para cosificar. A este respecto, uno recuerda la definición kantiana de la filosofía como relación de todos los saberes a los fines esenciales de la razón humana. Y esos fines no pueden salir de otro sitio sino de la concepción humanista que prima salud (física y mental), libertad y dignidad de las personas. De la cultura artística y literaria, de los relatos edificantes, mayormente, en los que se forma el carácter de las personas.
He vuelto al Cármides urgido por la lectura de A más ciencia, más filosofía, el libro de mi compañero de la Quinta del Mochuelo Martín Ruiz Calvente, Jaén 2019. Bien fundada y documentada obra que plantea, desde una óptica no positivista ni reduccionista, contraria al cientifismo, la histórica cuestión del conflicto y la colaboración entre saberes y facultades. Hoy sabemos que los progresos científicos dependen de la economía y de decisiones políticas. Por desgracia, han sido los apremios de las guerras los que han impulsado muchas veces las innovaciones técnicas. Así nació el telescopio para ver al enemigo antes de que el adversario nos viera, o la geometría renacentista para medir las órbitas de los proyectiles, a fin de hacerlos más destructivos. Así nació la Internet (Wold Wide Wet, Magna Malla Mundial), como Red civil de comunicación global, de la telemática militar Arpanet.
Para comprender la historia de la ciencia es indispensable contar con su contexto epocal, político y social. (Esta era la orientación de aquella asignatura: CTS, Ciencia, Tecnología y Sociedad, que se impartió durante uno de los sucesivos e inestables planes diseñados por nuestros políticos, planes que duran lo mismo que sus inestables mayorías, incapaces como son de llegar a consensos sensatos, pero bien capaces de volver locos a profesores y alumnos). Y es evidente que cada innovación técnica plantea problemas filosóficos relativos a su uso y a las consecuencias de sus usos. El libro de Martín contiene precisos datos sobre las innovaciones técnicas y sus aplicaciones, desde la humilde cremallera o el bolígrafo, hasta la biotecnología, la epigenética, la domótica y las Tics.
Comte creyó que el Mito fue superado definitivamente por la Filosofía, igual que ésta ha sido trascendida por la Ciencia. Exageraba o se equivocaba. La tecno-ciencia por sí misma es ciega respecto a la cuestión del origen y de la finalidad, del bien y del mal. El mito la acompaña y ella misma suscita mitos. Y el mito edificante, la alegoría, la fábula, son valiosos instrumentos didácticos y hasta propedéuticos y heurísticos. Toda ciencia supone una apuesta metafísica por la Verdad, por la Razón y la Experiencia sensible, a favor de la duda metódica y la objetividad intersubjetiva, una lógica y una epistemología, y hasta una ética que incluye la modestia como virtud. Así pues, la Filosofía y su apuesta por la razón (su vigilia y su sueño), no sólo está antes de las tecno-ciencias, sino también durante y después de ellas, como señala el libro de Martín. Las tecno-ciencias pueden y deben ser evaluadas, sobre todo en su uso y por sus consecuencias. No es reaccionario volver al botijo si es menos venenoso y contaminante que la botella de plástico.
Por otra parte, ya se ha visto que la interdisciplinariedad es fértil, como el mestizaje, que ideas surgidas en un campo de investigación pueden resultar útiles en otro. La misma idea de Consiliencia, de colaboración entre saberes y facultades, en lugar de enfrentamiento, como enseña el libro de Martín, procede de un biólogo especialista en hormigas: E. Wilson. Y hemos de apostar por un currículum educativo flexible y por la consiliencia entre artes, humanidades y ciencias, aún las llamadas "duras". Es absurdo que un literato desprecie el cálculo o que un físico no pueda disfrutar de las satisfacciones, consuelos y revelaciones que proporciona el arte.
El libro de Martín contiene una relación exhaustiva de instituciones mundiales dedicadas a la investigación y el avance de las ciencias, muchos de sus enlaces telemáticos, así como una crítica de aquellas que las parasitan burocráticamente (no se puede confundir el Estado del bienestar con el bienestar del Estado y el engorde mastodóntico y sectario o nepotista de sus instituciones); valiosos testimonios de grandes personalidades de la ciencia: Cajal, Einstein o Severo Ochoa; a la par que pruebas de su modesta y entregada faena como profesor de secundaria y periodista de ideas en el Diario Jaén; útiles sugerencias para plantear la enseñanza de la Filosofía en discusión fecunda e inagotable con la Tecno-ciencia más actual, que más decisivamente incluso que en otras épocas determina nuestras actitudes, nuestras prácticas y nuestras concepciones del mundo, pues hasta para la conservación, restauración o explotación sostenible de la naturaleza, loables fines éticos, es ya imprescindible el concurso de las técnicas.
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