Blogia
SIGNAMENTO

Amor Universal

Amor Universal

 

                    

              

              LA IDEA DEL AMOR UNIVERSAL

              De León Hebreo a Lovejoy

 

 

                                   "Ethos anthropoi demon"

                                      Heráclito

 

 

     "EL AMOR COMIENZA EN LA BELLEZA Y TERMINA EN EL PLACER"

 

     El género literario del tratado sobre el amor comienza con Ficino y termina con el aburrido didactismo de la con­trarreforma, disuelto en manuales para cónyuges católicos y  en idearios sacramentales. La única obra que puede conside­rarse tan original como el De Amore de Ficino son lo Diálo­gos de amor de León Hebreo. Toda la producción posterior es deudora de uno al menos de esos tratados. El amor es considerado en ellos como una fuerza universal a la que se contempla en virtud de su orientación impulsiva hacia lo bueno y lo hermoso. Estos objetos propios del amor son captados mediante las facultades humanas espirituales y corporales, ora la imaginativa e intelectual, ora la sensi­ble y placentera, muy especialmente a través de la vista y el oído.

     Las obras de Ficino y de León Hebreo marcan profundamen­te la sensibilidad cultural del Renacimiento. Sus poéticas iluminarán la base iconográfica de las obras de los principa­les artistas de la época: Botticelli, Miguel Angel, Rafael, Tiziano, como han puesto de manifiesto los conocidos trabajos de Panofsky y Gombrich…

     En su Commentarium in Convivium Platonis (De Amore), Ficino había afirmado que todo el universo se mueve por amor, por un deseo innato de atracción, por un principio de afinidad. La naturaleza entera resplandece en una armonía gigantesca. En torno a Dios, el Bien supremo, se mueve los cuatro círculos: entendimiento, alma, naturaleza, materia. Tenemos el Bien en el centro y la Belleza en el círculo. Estos trascendentales ideales son en verdad dos aspectos de un mismo Ser, como dos caras de un prisma perfecto. Uno, el Bien, es la perfección interior del ser mismo; la Belleza, por su parte, es perfección exterior o, como León Hebreo nos recuerda, la hermosura es "gracia formal, que deleita y mueve a amar a quien la comprende". "Lo hermoso es más aparente que lo bueno. Y lo bueno más existente que lo hermoso" (III, 173ss.,IG). Son dos partes de un mismo proceso: La bondad se ofrece a la sensibilidad y el deseo por medio de su divino resplandor, que es belleza. Pero la Bondad es el fundamento verdadero del crecimiento de la rosa, más que su hermosura efímera.

     Ficino introduce la espiritualidad en la percepción de la belleza natural. El amante vacila entre la mente y el tacto, duda entre los bajos sentidos y la razón. Pero el terreno del amante platónico es la vista,la imaginación: el spiritus. La mirada, espejo del alma, es incorpórea en sí misma. La imaginación, la fantasía, es la facultad que transforma las imágenes sensibles en otras más puras, per­feccionando las carencias y deformaciones existentes en el amado, mediante un progresivo movimiento de elevación, idealización o sublimación, regulado por el deseo de Dios (cfr. De Amore, Disc, 1º, III, y Disc. 6º, XVIII y XIX). El amor es la forma que se da la mente incendiada por esa aspiración a la perfección, por ese anhelo de hermosura infinita o -como dice León Hebreo- es el "afecto voluntario de gozar con unión la cosa estimada por buena" (I,7,IG). El papel de la imaginación es fundamental, porque cubre el hiato entre lo particular y lo universal, entre la sensibi­lidad y el conocimiento. Allí se realiza el salto del reino animal al humano.

     León Hebreo fue sin duda el intérprete hispánico más puro del neoplatonismo renacentista. Menéndez Pelayo dedica encendidos elogios al judío hispano en su Historia de las ideas estéticas en España, y trascribe el apellido de la familia de León Hebreo “Abarbanel”, en las páginas que le dedica en La filosofía platónica en España, III, en sus Ensayos de crítica filosófica (CSIC, Santander, 1948). Yehuda había nacido en Lisboa. José Luis Abellán, en su Historia crítica del pensamiento español, (vol. 2), trascribe el nombre de familia “Abravanel”.

     León Hebreo renueva la erótica de Platón buscando armonizarla con otras tradiciones (el rea­lismo peripatético, la teología y la mística judaica), y dotándola de una trascendencia ontológica considerable. Creemos que Menéndez Pelayo estuvo muy acertado al reconocer en el Armonismo el factor común de todos los grandes esfuer­zos de la metafícica española, desde Aben Gabirol y Lulio, pasando por Sabunde, hasta León Hebreo o Fox Morcillo. Se malinterpreta a veces dicho armonismo como "eclecticismo" o como falta de originalidad y de vigor metafísico, cuando en realidad subyace a todos estos esfuerzos el mismo impulso ontológico abierto en lo teórico por Parménides: la apuesta por la exis­tencia y el descubrimiento (verdad) del Ser, desde el supuesto de la unidad de la razón, añadidos esta apuesta y este supuesto al reconocimiento del valor de las diversas perspec­tivas descubiertas para el conocimiento y la comprensión por las diferentes escuelas. Su conciliación o acuerdo es una garantía de verdad y el mentado "eclecticismo" con que se las recrea no es otra cosa sino el afán de universalidad que es propiedad esencial de la auténtica filosofía y su ambi­ción suprema. Dicha voluntad de armonía y de concordia, de acuerdo y conciliación, es a la par un positivo efecto del sentido crítico frente al epigonismo crédulo y servil, y una prueba de libertad e independencia intelectual frente al gregarismo de las escuelas.

     Por eso los Diálogos de León Hebreo no pueden ser patrimonializados por ninguna confesión concreta ni por ninguna nación. Este ecumenismo, este cosmopolitismo ofrece uno de sus mayores encantos. Constituyen una monumental enciclopedia del mejor saber de su tiempo, originalmente concertada en una philo­graphía universal en que se "cohonestan" el platonismo del Banquete y del Timeo con oportunas mediaciones aristotéli­cas, sobre todo procedentes del peripatetismo árabe..., con la Cábala judaica, la Fons vitae de Aben Gabirol (el Avice­brón escolástico, a quien cupo el mérito de redactar la primera obra de metafísica estricta concebida en España)..., o con la Guía de perplejos de Maimónides y la sabiduría bíblica.

     Los Diálogos de amor forman parte de lo que Leibniz y Huxley llamaron Filosofía Perenne, lo que en ellos ha quedado irremediablemente superado por el tiempo, como el geocentrismo, o las especulaciones astrológicas y el animis­mo de los cuerpos celestes, queda salvado por el vivo senti­miento de la belleza con que se expone y el interés poético y simbólico de las alegorías, y por el ingenio y finura poética con que se las interpreta. El mismo geocentrismo de León Hebreo no puede ser ya confundido con el geocentrismo medieval. El verdadero centro de la concepción medieval del mundo era el Infierno; en el sentido espacial, el mundo medieval era literalmente diabolicocéntrico. La cosmografía geocéntrica propia del Medievo servía para la humillación del humano y no para su exaltación...

     León Hebreo deseaba restaurar aquella originaria inspi­ración en que la Metafísica y la Poesía, la Ciencia y el Arte, se confundían en una sola sabiduría universal. Una “Filografía” es una descripción de los efectos universales del Amor. En ella se enseña que esa fuerza magnética que mantie­ne unido al todo es la que mueve incluso a la materia prima, pues la materia, como un "meretriz", apetece sin cesar y per se ser abrazada por nuevas formas. El Amor es ese espíritu vivificante que penetra el mundo, poniendo justicia y armo­nía y enlazando en orden todas las cosas del universo, sean corpóreas o incorpóreas:

     «Verdaderamente -dice Sofía al final del 2º diálogo- el amor en el mundo no sólo es común a todas las cosas, sino que, aún más, es necesario, ya que nadie puede ser feliz sin amor». Así, «el mundo espiritual se une al corporal gracias al amor»... «El amor es un espíritu vivificante que penetra el mundo entero y es un vínculo que une a todo el universo» (186-7,DR(1)).

     Como ya hemos dicho, los diálogos de Judas Abrabanel, que tal vez fueran compuestos en Génova, precedieron e influyeron en los diversos libros de platonismo erótico-recreativo publicados en Italia y España desde la primera mitad del XVI: en los Asolani del cardenal Bembo, el El Cortesano de Castiglione, Nuncio de Clemente VII en España entre 1525y 1529, fecha de su muerte, en el tratado Del amor divino, natural y humano del botánico Cristóbal de Acosta, en el de Francisco de Aldana (Tratado de amor en modo platóni­co), en la Apología en alabanza del amor de Carlos Montesa, quien también tradujo la obra de León Hebreo, aunque su versión resulte menos elegante y clásica que la del Inca Garcilaso.

     En fin, esta filografía o disciplina amatoria fue una especie de filosofía popular en España e Italia durante todo el siglo XVI. Por un lado alcanza su expresión más alta en la bellísima oda de Fray Luis de León al músico ciego Salinas o en la teopatía mística de San Juan de la Cruz (2);  por otro lado encuentra su expresión más popular en la poesía erótica de Camoens, Herrera o Cervantes (en libro IV de la Galatea y en el prólogo de la primera parte del Quijote, con alusión directa). Seguramente, y por motivos obvios, la influencia del judío se confesaba menos que otras más "ortodoxas", aunque estuvieran penetradas por un paganismo tan flagrante como las del humanismo florenti­no, pero no por ello resultaba ser menor.

 

     EL PRINCIPIO DE PLENITUD

 

     Hace unos sesenta y cinco años, Arthur O. Lovejoy (1873-1962) pronunció en Harvard (Massachussett) unas famo­sas conferencias sobre la historia en una gran idea, que se han publicado en español con el título de La Gran Cadena del Ser (Icaria, Barcelona, 1983). En la segunda de estas charlas Lovejoy enfatizaba el hecho de que Occidente no sólo debe a Platón la forma, fraseología y dialéctica características del pensamiento "ultramundano" , sino que el platonismo también aportó la forma, fraseología y dialéctica características de la tendencia contraria: un tipo exuberante de inmanentismo o emanantismo… lo que Lovejoy llama "esta­mundaneidad".

     Lovejoy entiende por "ultramundaneidad" la creencia o el supuesto metafísico de que tanto lo genuinamente "real" como lo verdaderamente bueno tienen características esencia­les radicalmente antitéticas de todo lo que se encuentra  en la vida natural el hombre, o en el curso originario de la experien­cia humana, por normal, inteligente o afortunada que ésta sea. Desde esta perspectiva ultramundana, el resplandor de la pura y divina belleza del supremo Bien no podría devenir visión natural para un ojo sensible, ni realizarse en verdad en la existencia terrenal e histórica de los hombres, aquí abajo, `in hac lachrymarum valle’, como se dice en la Celestina, parte de defunción y último canto de cisne del ultramundanismo medieval hispano.

     Pero la misma suposición de que lo Perfecto es el prin­cipio generador de todo y el productor de conocimiento, pro­por­ciona a Platón la necesaria razón lógica de la existen­cia de este mundo, y ni siquiera se detiene en la afirmación de la necesidad y el valor de la existencia de todas las clases concebibles de seres finitos, temporales, imperfectos y corpó­reos. Así, aquel Dios más-allá-de-la-existencia, que, como Fin de todo deseo y de todo amor, nos ofrece la meta regu­la­tiva de nuestras acciones y su ideal inteligible, es también el Origen de las criaturas que lo desean y, por consi­guiente, también resplandece en cada una de ellas, ofre­ciéndose­nos  en la finitud de la "estamundaneidad", en una escala de gradaciones que llegan hasta lo más bajo de la mate­ria prime­ra, para ascender en belleza hasta los mismos cielos. "Te harás como dios en la medida de  tus fuer­zas­", es el imperativo cate­górico que se deriva de esta idea.

     La "ultramundaneidad" supone un exagerado dualismo, psico-somático en lo antropológico, maniqueo en lo ético, que equipara el mundo de la generación al puro no-ser (¡algo que nunca hizo Platón!, para quien el mundo visible era un orbe intermediario entre el ser auténtico de la idea y la inescrutable nada), y abre un abismo entre cielos y tierra, entre sensibilidad y entendimiento; mientras que la inter­pretación gradualista, "estamundana", busca poderes mediadores que comuniquen y sirvan de puente entre lo corpó­reo y perecedero y lo incorpóreo y eterno. Así, entre el mundo incorpóreo y el corpóreo media la imaginación, como enlace entre los sentidos y la inteligencia, que hace posi­ble la opinión verdadera; o el diálogo racional, como ascen­sión filosófica a la verdad (dialéctica), buscando el mutuo acuerdo; o la sublimación del amor como transformación perfectiva del amante en el amado.

     Nosotros estamos convencidos de que ésta interpretación estamundana, que preferimos llamar gradualista, de la teoría de las ideas es más fiel al pensamiento genuino de Platón, y mucho más coherente con el naturalismo clásico griego (hilozoísta o inmanentista). Platón jamás afirmó que el mundo sensible fuese una ilusión o una mentira. El dualismo ultramundano, nihilista respecto a la naturaleza, resultó de la apropiación, en parte maniquea, en parte cristiana, del neoplatonismo, perceptible, por ejemplo, en el segundo San Agustín.

     Según Lovejoy, es en el Timeo, el libro que lleva Platón en la mano en "La Escuela de Atenas" de Rafael, donde el ateniense emprende el definitivo viaje de regreso desde aquella región supraceleste del ser absoluto incondicionado, ultramundano, hacia la serie completa de los efectos en que se manifiesta (parousía) su ser real en el mundo sensible. De este modo, el amor vivifica la naturaleza entera como imagen sensible de Dios. El Demiurgo utiliza todas las clases para formar un mundo, pues forma parte de la natura­le­za de las ideas el manifestarse en existencias concretas, como forma parte del ser de las cosas sensibles su partici­pación en la luz. De no ser así, la conexión entre el kosmos noetós y el kosmos horatós, y la participación (méthexis) del segundo respecto del primero, resultarían incomprensibles. De este "descenso" del platonismo, después del ascenso (anábasis) de la República, resulta el principio de pleni­tud: la necesidad de todos los grados posibles de imperfec­ción. Las sombras en que se difunde según una infinita diversidad de grados. El mundo de las ideas en sí no era más que un orden de posibilidades al que le faltaba la gracia de la existencia. Esa gradualidad infinita de las sombras es mucho más que la pura nada de la infernal oscuridad medieval.

     El alejandrinismo y el neoplatonismo helenísticos habían sabido sacar místico partido de este principio. Así «el mundo es una especie de Vida que se extiende sobre un inmenso espacio, en el que cada una de las partes tiene su propio lugar dentro de la serie, todas ellas distintas y, no obstante y al mismo tiempo, continuas, y lo precedente nunca que por completo absorbido en lo que le sigue» (Plotino. Enéadas. V,2,1-2). Cuando Macrobio en el siglo V resume la doctrina de Plotino, emplea para referirse a la misma idea una metáfora que habrá de repetirse durante siglos: «el observador atento descubriría una conexión entre las últimas partes, desde el Dios Supremo hasta las últimas escorias de las cosas, mutuamente ligadas entre sí y sin ninguna brecha. Y ésta es la cadena de oro..., que Dios descolgó desde los cielos hasta la tierra» (Comentario al sueño  de Escipión, I, 14, 159).

     Es posible espiar en la obra de Abelardo un eco, anticipadamente espinocista, del principio de plenitud. En efecto, una de las herejías de las que fue acusado por Bernardo de Claraval consistía en enseñar «que Dios no debía impedir males, puesto que gracias a su beneficencia todo lo que sucede ocurre de la mejor manera posible» (13). Pedro Lombardo, en el  Liber Sententiarum, que fue un manual para teólogos durante siglos, condenó el razonamiento de Abelardo con una curiosa refutación que aclara las inevitables consecuencias panteístas de la posición que hemos llamado «gradualista» o «estamundana»: Sostener que el universo es tan bueno que no podría ser mejor equivale a «igualar la criatura a su Creador», que es el único a quien se puede adscribir legítimamente la perfección; no obstante, si se admite que el mundo es imperfecto, de ahí se deduce que hay posibilidades del ser y del bien que no se han realizado y que «Dios podría haber hecho otras cosas y cosas mejores que las que ha hecho» (lib. 4,I,dist.44,2). Desde entonces se  reconoció que era inadmisible aceptar el optimismo metafísico radical, implicado en el principio de plenitud, con el principio de «razón suficiente» que lógicamente lo sustentaba: todo lo existente podría ser explicado y/o justificado, todo lo posible lógico ha existido, existe o existirá verdaderamente.

     La posición de Tomás de Aquino será tan sutil como ambigua. Para Lovejoy, el Doctor Angélico elude abrazar el principio de plenitud sólo por inconsecuencia, puesto que sostiene que el poder divino comprende no sólo efectos  «diversos», sino una infinitud de efectos, a la vez que lo concibe como Causa Suprema verísima, nobilísima y óptima (4ª Vía). Era imposible que el Aquinate hubiera conseguido concentrar, sin caer en inconsecuencia, el «ultramundanismo» medieval y católico, con el «estamundanismo» naturalista, racionalista y pagano, que apuntaba ya en el averroísmo de su época, y cuyo triunfo él mismo preparó. No había manera de que la búsqueda de la perfección, definida absolutamente por el dualismo como lo contrario del mundo creado, pudiera armonizarse fácticamemte con la imitación de una Bondad que se complace en la diversidad y se manifiesta a sí misma en la emanación de lo múltiple a partir de lo Uno, y en las infinitas posibilidades de la creación, de un mundo que es imagen eterna de su Creador.

     El primer programa, el ultramundano, claramente dominante durante la Edad Media y procedente de la interpretación dualista y maniquea de Platón, exigía la pérdida de todo «apego a las criaturas» y culminaba en la contemplación extática de la indivisible Esencia Divina, hallando su continuación moderna en la mística contrarreformista y de modo sobresaliente y originalísimo en San Juan de la Cruz. El otro camino, ya apuntado prematuramente durante el sarampión del averroísmo, el estamundano, acaba triunfando con el humanismo del XV y el XVI, animando a los hombres a participar, a su manera finita, en la pasión o expansión creadora de Dios, a colaborar conscientemente en los procesos mediante los cuales se realiza la diversidad de las cosas, la "completud" del universo. Encontrará su expresión beatífica en ese gozo esteticista con que el sujeto renacentista contempla desinteresadamente en la Naturaleza el esplendor de la creación, igual que en la investigación científica de los detalles de la infinita variedad de los cuerpos naturales. La actividad del artista creador, y autocreador, será entonces el modo de vida humana más parecido al divino. Sobre la semejanza de Dios y el hombre en el acto creativo se basará la idea del artista como genio, concepción que ha perdurado hasta nuestro tiempo, aun degenerada en la originalidad sin canon o en la figura actual del artista-productor de la industria cultural.

     "En esto consiste ciertamente -escribe Marsilio Ficino- toda la fecundidad del alma, en que en su seno brilla la luz eterna de Dios, completamente llena de las razones y las ideas de todas las cosas, y hacia la cual el alma, cuando quiere, se vuelve por la pureza de su vida y por la máxima aplicación al estudio, y vuelta a aquélla, resplandece por las chispas de las ideas"(De Amore, disc. 6º, cap. XIII). Por su parte, León Hebreo, cuando describe la doble capacidad amatoria del alma, vuelta como la luna hacia el sol del entendimiento o hacia la oscuridad de la tierra, no se conforma con decir que el amor del entendimiento divino es superior al corpóreo, sino que propone la templanza como una moderación que consiste en un ten con ten, un obrar teniendo en cuenta ambos amores: El alma ama el mundo inferior a ella "para hacerlo perfecto al imprimir en él la belleza que tomó del entendimiento, deseara parir esta belleza en el mundo corporal, o como si tomara la simiente de dicha belleza para hacerla germinar en el cuerpo, o como el artífice toma los modelos de la belleza intelectual para esculpirlos en los cuerpos; esto no solamente le ocurre al alma del mundo, sino que lo mismo le sucede al alma del hombre con su entendimiento en el mundo pequeño."...

     Lo pequeño, en fin, también puede ser hermoso.

     Al principio del De revolutionibus orbium, Copérnico presenta los trabajos del hombre de ciencia como una forma de ascender por esta escala que nos eleva desde la belleza sensible a la belleza en sí... La dedicación a las ciencias naturales no se justifica porque se ocupen de las obras del Dios Creador, sino porque "ellas nos llevan, como un vehículo, a la contemplación del bien supremo". Esta misma concepción ya había sido expuesta por el español Raimundo Sabunde en su Theología Naturalis o Liber creaturarum (1480?), muy conocida en los albores de la edad moderna por la versión de Montaigne.

     León Hebreo, en el primero de su Diálogos, desarrolla la distinción entre el amor y el deseo, y distingue, siguiendo la  Ética a Nicómaco de Aristóteles, entre el amor deleitable, el útil y el honesto. Filón (el amante) presenta a Sofía (la amada) la perfección del amor honesto como amor a Dios y en Dios, porque el amor se realiza en el Bien, y Dios es la suprema bondad. La verdadera felicidad se encuentra pues en conocer y amar a Dios. Pero, para completar la relación de Lovejoy cuando investiga históricamente el desarrollo del optimismo virtual al que hemos llamado principio de plenitud metafísico (o de "completud" lógica), nos interesa mucho más reparar en el contenido del segundo diálogo, el cual versa sobre la universalidad del amor. No podemos entender que Lovejoy soslaye los Diálogos de amor en su historia de la idea "estamundana", mientras reconoce la importancia del pensamiento judío renacentista y de la tradición cabalística en la recombinación moderna del idealismo platónico, que ya no otorga un valor superior al Motor Inmóvil, sino, antes bien, al incansable principio activo que se manifiesta en transformación, devenir y diversificación. No obstante, en La gran cadena del ser, Lovejoy explicó cómo el principio de plenitud se transforma en Giordano Bruno en la noción de la "infinidad de los mundos", y sin embargo no reparó en León Hebreo, que es una de las fuentes inmediatas del italiano.

 

     EXPANSIÓN Y RETORNO

 

     El amor ata el cielo y la tierra como una gran cadena doble, como una fuerza bipolar que desciende desde las causas a los efectos y asciende desde los efectos a las causas. Al amor divino se refiere León Hebreo en el tercero de sus diálogos, no en el sentido del deseo de perfección propio de los mortales, sino del amor de Dios para con nosotros y "para todas las cosas que ha criado". Este amor de Dios no puede reducirse a la carencia ni puede haber nacido de la Penuria, ni debe suponer el reconocimiento de alguna falta, "porque Dios es sumamente perfecto, y nada le falta". Por consiguiente, o bien es un amor libre de deseo o, mejor, lo que sucede es que el amor divino no es deseo de perfección para sí, sino el deseo de que todas las cosas por Él producidas lleguen a ser perfectas, "mayormente de aquella perfección que ellas pueden conseguir, mediante sus propios actos y obras", como sería en los hombres por sus obras virtuosas y por su sabiduría (III, 166, IG).

     A León Hebreo se le plantea en este punto un grave dilema, o bien admite con Platón que Dios, al ser perfecto, no ama y que el amor, precisamente por suponer deseo e imperfección, no es Dios, sino un poder intermediario entre lo sensible y lo inteligible, lo mortal y lo inmortal, esto es, un Gran Demon, o bien, si admite un dios deseante y amoroso, limita su perfección haciéndole depender de la posible y deseable perfección de sus criaturas.

     En última instancia, en León Hebreo, como en Spinoza (otra ilustre inteligencia judía de origen ibérico), el mismo amor intelectual del alma por Dios no es más que una manifestación, una apocatástasis, un retorno, del amor de Dios a sí mismo, pues Dios "es un verdadero padre que engendra hijos, y después que los ha engendrado los mantiene con toda diligencia". Pero en León Hebreo la creación no implica necesidad racional alguna, ni fatalidad lógica, sino que es prueba de amor divino, un amor que ya no se determina como pasión por lo hermoso y apropiable, sino por lo puramente bueno en su universalidad. De esta manera, "amando Dios la perfección de sus criaturas, ama la perfección relativa de su operación, en la cual el defecto de la cosa obrada induciría sombra de defecto, y la perfección de ella ratificará la perfección de su divina operación: de donde dicen los antiguos, que el hombre justo hace perfecto el resplandor de la divinidad, y el inicuo lo mancha". Así que... "amando Dios la perfección, ama la perfección de su divina acción: y la falta, que se le presupone, no es en su esencia, sino en la sombra de la relación del Creador a la criatura: que pudiendo ser maculado por defecto de sus criaturas, desea su inmaculada perfección con la deseada perfección de su criaturas" (171-172,IG).

     De este modo, la unión de Dios y el mundo depende, ya no del esfuerzo divino, sino de la criatura. "Dios no desea su unión con las criaturas, como hacen los demás amantes, sino que desea la unión de sus criaturas con su divinidad" (172-173, IG).

     Desde luego, es difícil evitar oír ecos panteístas en los textos de León Hebreo, como un correlato teológico inevitable del principio metafísico de plenitud y completud; pero su extraordinaria sutileza dialéctica le evitan caer en la absorción espinocista de Dios en la Naturaleza. Como dice José L. Abellán, más que un panteísmo explícito, hay una evidente oscilación entre el monismo emanantista de raíz neoplatónica y el trascendentalismo judeocristiano.

     Mejor todavía lo explicó Suzanne Damiens: "Sin duda, León Hebreo ha resistido a la tentación del panteísmo, ya que sostenía la relativa independencia de las criaturas respecto del Creador, lo que da al trabajo de salvación, que las criaturas más inteligentes pueden realizar, un sentido de conquista personal, permitiendo al mismo tiempo que veamos en Dios, con más facilidad que en Spinoza, un Dios "persona" cuyo amor no es una necesidad estricta, sino que representa un acto de generosidad y de paternidad conforme a la caridad cristiana" (“Amour et intellect chez León L’Hebreu”, Toulouse, 1971).

     Si el armonismo es el contenido voluntario del humanismo, al que la ilustración de Kant llamará "buena voluntad", la clave del humanismo está precisamente en esta identificación de la dignidad del hombre con la oportunidad práctica de modificar y elegir su suerte, mejorando su destino, obrando con amor, retornando el mismo Amor que le produjo, devolviendo a Dios su generosidad creadora y gratuita labor, a la vez que se diviniza en su acción reproductora...

     Porque, ante la adversa fortuna, sólo la excelencia salva, y en el carácter del hombre, en esa doble naturaleza espiritual en que realiza su personalísima diferencia, radica su esperanza.                      

         

Nota bene

 

(1) Para las citas de los Diálogos de Amor de León Hebreo seguimos dos ediciones, la facsímil de La traduzion del Indio de los tres Diálogos…, hecha en casa de Pedro Madrigal, Madrid, MDXC (Sevilla, 1989), con introducción y notas de Miguel de Burgos Núñez. Hemos modernizado algo el texto y añadido para esta edición las siglas IG. La edición moderna de David Romano (Tecnos, 1986), introducida y anotada por Andrés Soria Olmedo la citamos DR. Los Dialoghi D’Amore fueron publicados en Roma en 1535 en italiano florentino. Se ha especulado con una primitiva edición en español o latín, pero no hay prueba de ello.

(2)v. J. Biedma “Hermenéutica del amor y la felicidad en la mística de San Juan de la Cruz”, Rev. San Juan de la Cruz, 2ª etapa, año X, nº 13-1994/1, pgs. 73-88.  

0 comentarios