EL ÁRBOL DE LA VIDA

Sobre El árbol de la ciencia (1911) de Pío Baroja
Estudié muchos de los ensayos que publicó Baroja a lo largo de su dilatada carrera literaria: Desde los tempranos El tablado de Arlequín (1904), Nuevo tablado de Arlequín (1917), La caverna del humorismo (1919), Momentum catastrophicum (1919)..., hasta los Pequeños ensayos de 1943, aunque también los volúmenes de sus memorias, bajo el título Desde la última vuelta del camino (1944-1949) contienen muchas reflexiones filosóficas.
Ahora he terminado de leer su aclamada novela El árbol de la ciencia (1911), que ha sido durante años lectura obligatoria para estudiantes de bachillerato, y me doy cuenta de que tal vez la más profunda dialéctica (en sentido platónico) del escritor vasco esté contenida en este dramático relato, sobre todo en los diálogos entre su protagonista Andrés Hurtado (alter ego del escritor, dado el carácter autobiográfico de la novela), y su tío y mentor, el médico veterano Iturrioz (contrafigura según se cree de su tío Justo Goñi). No me ha extrañado, tras su lectura, que Baroja hiciese su tesis doctoral sobre el dolor. A muchos de sus personajes les duele el alma...
El título forma parte del gran dilema metafísico que se explica en la historia. El protagonista duda entre pensamiento y acción, conceptos que ilustra en las figuras alegóricas de El Árbol de la Vida y El Árbol del Bien y del Mal, figuras metafóricas del Paraíso bíblico. Andrés (tal vez el nombre tenga que ver con su general significado de "hombre") ha de escoger entre el Instinto vital que es lucha por la vida y afán de poderío (nietzscheano, biologicista), y la Conciencia ética…, no está del todo claro si la ciencia, que parece construirse sobre un interés utilitario, cae en el árbol vital o en el árbol moral… En cualquier caso es evidente la influencia del positivismo cientifista en el pensar de Baroja, que también es consciente de los riesgos deshumanizadores del cientifismo.
Iturrioz está convencido de que el instinto vital que nos permite sobrevivir requiere de la ficción, de la ilusión y de la fe, para afirmarse, y de que el estado de conciencia, por el contrario, compromete la vida, porque a más comprender, menos desear y cuando la apetencia por conocer se despierta en los individuos el instinto de vivir languidece…
“El hombre cuya necesidad es conocer es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas cuerdas que le rodean, vive más y con más intensidad que los otros.”
Este quijotismo iluso es también el del interés egoísta y el de la mentira. Dios prohibió a Adán comer del árbol del conocimiento, pero le animó -según el médico veterano- a devorar el de la vida:
“Sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá”.
En efecto, el mismo impulso hacia el progreso genera multitud de nuevos males. El anhelo de perfección puede condenarnos al desastre, como la sensación de fracaso moral que embarga una y otra vez al protagonista ante el espectáculo de los vicios, las miserias y las insuficiencias humanas y, más general aún, el fracaso nacional de la guerra del 98, que pone en tela de juicio la vanidad de todos.
En su opinión, Kant apartó las ramas del árbol de la vida que ahogaban al árbol de la ciencia (árbol determinista, mecanicista, agnóstico). Y otro “oso del norte”, Schopenhauer, aparta después lo que queda para que la vida aparezca obscura, ciega, potente y jugosa, pero sin justicia, sin bondad, sin finalidad, sin sentido, dominada por una Voluntad anónima y ciega. El resultado es el nihilismo metafísico.
A Andrés Hurtado no le convence el escape del cinismo burgués, representado por Julio Aracil. Cuando sus amigos discuten sobre las condiciones sociales y políticas de una España decadente a punto de perder sus últimas provincias ultramarinas, Aracil replica:
“Dejad esas cosas; tan estúpido es ser monárquico como republicano; tan tonto defender a los pobres como a los ricos. La cuestión sería tener dinero, un cochecito como ése ‒y señalaba uno‒ y una mujer como aquella.”
Aracil acabará prostituyendo a su esposa, con la que se ha casado por conveniencia, para escalar la pirámide social de la época. Sin embargo, Hurtado no envidia sus "logros", conserva un cierto romanticismo o idealismo moral. No le convence la actitud indigna de Aracil, pero tampoco el epicureísmo utilitario de su mentor Iturrioz que, por utilidad, salva la fe y la superstición. Para Andrés, la fe que no es mera conciencia de nuestra fuerza, la fe que es superstición o falsa conciencia ("ideología", diríamos desde una perspectiva marxiana) abre la puerta a todas las locuras humanas. Censura a todas las religiones del libro y muy especialmente a la tradición semítica.
El pesimismo de Schopenhauer, “consejero chusco y divertido”, sobrevuela toda la novela, aunque Baroja es un espíritu demasiado independiente para casarse con ningún profeta o gurú. Así, ser inteligente constituye una desgracia (una vez más, los frutos del árbol de la ciencia son incompatibles con los del árbol de la vida), estar despierto y sensible al mal real constituye una desdicha, especialmente en un país donde mandan los peores, un reino de brutos e inquisidores, la España de los caciques (“ratones” liberales o “mochuelos” conservadores), tirios y troyanos sólo pendientes de sus intereses, donde la felicidad proviene de la inconsciencia o de la locura (quijotesca, santurrona o bohemia). Lo peor es que en la vida ni hay ni puede haber justicia porque...
“la vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros. Plantas, microbios, animales”.
Hay, ciertamente, entre los humanos, gentes como el hermano Juan, el sabio don Cleto o el bohemio Villasús, gentes que se abstienen de combatir…, el mismo Andrés Hurtado, indignado, tanto con la sociedad como con la naturaleza, acaba por tirar la toalla trágicamente.
El eco de Schopenhauer también está presente en la breve teoría del amor (Parte VI, capítulo IX) que determina su práctica mediante dos procedimientos: alopático y hemeopático. La alopatía amorosa se basa en la neutralización de contrarios. Es la naturaleza que busca el equilibrio juntando al gordo con la flaca, al bajito con la espigada, al intelectual o al artista con la analfabeta o con la fulana, por eso el moreno busca la rubia y la morena al rubio, el introvertido a la extravertida o viceversa. Es, según Baroja, el procedimiento de los tímidos, de aquellos que desconfían de sí mismos.
En la erótica hemeopática, por el contrario, el semejante se cura con el semejante, se trata de una estrategia propia de los satisfechos con su físico o con su psíquico. Con estas premisas, cabe deducir que si vemos a un gordo, moreno y chato con una rubia delgada y nariguda es que no tienen confianza en sí mismos.
El médico explica a su novia Lulú el amor en general como confluencia del instinto fetichista y el sexual. Usando el vocabulario freudiano podríamos hablar de una sublimación:
“sobre el cuerpo de la persona elegida porque sí, se forja otro más hermoso y se le adorna y embellece, y se convence uno de que el ídolo forjado por la imaginación es la misma verdad”… “A través de una nube brillante y falsa, se ven los amantes el uno al otro, y en la oscuridad ríe el antiguo diablo, que no es más que la especie”.
Esta idea de que es la especie y no el individuo quien manda en el amor y que, por tanto, el individuo es engañado por los intereses de la especie para que se sacrifique en beneficio de ella (hoy diríamos siguiendo a Dawkins que en beneficio de los genes) está en Schopenhauer. El amor es, en el fondo, un engaño de la naturaleza, ¡como la vida misma, esa anomalía física! El placer sexual, el más intenso de los placeres, no es más que un señuelo que facilita el que nos sacrifiquemos por la especie. De nuevo el dilema trágico: el Árbol de la vida se alimenta de mentiras y de engaños, mientras que el Árbol del conocimiento, el de la ciencia, arrolla al hombre y lo desilusiona reduciéndolo a mono bípedo y astuto.
Para Iturrioz, el ser humano en su estado natural es –como para Hobbes- un canalla; idiota y egoísta. Pero, para ser egoísta, hay que saber; igual que para protestar, hay que discurrir. El sabio mentor de Andrés cree que la civilización le debe más al egoísmo que a todas las religiones y utopías filantrópicas juntas.
El ejemplo cruel de cómo la naturaleza ampara la desigualdad lo ofrecen las abejas…
“Tú sabes cómo se hacen las abejas obreras; se encierra a la larva en un alvéolo pequeño y se le da una alimentación deficiente. La larva esta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y el pobre”.
Más terrible aún es la anécdota que cuenta Iturrioz, vivida por él mismo en la zafra de Cuba. Uno de los chinos que trabajaba en ella no pudo evitar ser arrastrado a la máquina que trituraba cañas de azúcar, el capataz blanco gritó que parasen la máquina, pero el maquinista no lo oyó y el chino desapareció en sus fauces y fue convertido en una sabana de sangre y huesos machacados, Los blancos que presenciaban la escena quedaron consternados; “en cambio, los chinos y los negros se reían. Tenían espíritus de esclavos”.
La anécdota elevada a categoría antropológica más bien ilustra el distinto valor que las culturas otorgan a la vida humana individual. El problema es que Andrés no es capaz de aceptar esta situación en que la araña acaba con la hormiga y la cigarra se sale con la suya… “‒ Me indigna todo esto ‒exclama-.” Pero no por ello se cree superior, su verdadero ideal –y seguramente el de Baroja‒ es la libertad entendida como independencia…
“‒ El que no tiene dinero paga su libertad con su cuerpo; es una onza de carne que hay que dar, que lo mismo le pueden sacar a uno del brazo que del corazón. El hombre de verdad busca antes que nada su indenpendencia. Se necesita ser un pobre diablo o tener alma de perro para encontrar mala la libertad” (VI., I.).
Y más vale morir de pie que vivir arrodillado.
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