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SIGNAMENTO

El humanismo del Doctor Zhivago

El humanismo del Doctor Zhivago

Mi padre me llevó a ver Doctor Zhivago cuando todavía ni el bozo me sombreaba el labio superior; a una segunda sesión del Cinema Central, creo. Bajo el guiño cómplice de las estrellas, mientras comíamos pipas sin sentirlo, aquella película de David Lean (1965) revelaba divinos misterios sobre la superioridad del amor sobre la violencia. Me enamoré sin remedio de Julie Christie, o sea, de su personaje Lara (Larisa Fiódorovna). Y durante años, la espalda desnuda y perlada de sudor de una mujer, creo que la de Geraldine Chaplin en el papel de Tonia, amiga y esposa de Yuri Andréyevich, fue un referente en el despertar o el ensoñar de mis emociones masculinas.

El Círculo de Lectores ha publicado recientemente la primera traducción directa, del ruso al español, de la magnífica novela de Borís Pasternak, escrita muchos años antes de que fuese publicada en Italia, a finales de 1957, tras salir de Rusia clandestinamente. Borís Pasternak recibió el Nobel de Literatura en 1958, pero renunció a él para no tener que abandonar la Unión Soviética, a pesar de su distancia con el comunismo oficial y tras sufrir críticas y amenazas.

Además de narrador, Pasternak fue filósofo y poeta. Fácilmente puede verse en el protagonista de su novela un alterego del autor. El médico Zhivago es también poeta y ha sido muy influido por la filosofía de su tío materno Nikolái Nikoláyevich Vedeniapin, sacerdote secularizado, espíritu libre con un noble sentido de la igualdad para con todas las criaturas vivientes, y enemigo de cualquier especie de gregarismo nacionalista o partidista, al que considera “refugio de la mediocridad”.

El tío Kolia piensa que el hombre no vive en la naturaleza, sino en la historia, fundada por Cristo, y que el Evangelio es su fundamento. Pero ¿qué es la historia? Es el establecimiento de trabajos seculares destinados a elucidar progresivamente el enigma de la muerte y lograr su superación en el futuro. Su clave está en el amor al prójimo, “esa suprema forma de energía viva que colma el corazón del hombre y exige expansionarse y ser consumida”.

Los principales elementos constitutivos del hombre moderno son -según esta visión- la idea de la libre individualidad y la idea de la vida como sacrificio. Los antiguos ignoraban la historia en este sentido. “Sólo después de Cristo los siglos y las generaciones han respirado con libertad. Sólo después de Él dio inicio la vida en la posteridad, y el hombre no muere ya en la calle, arrojado en una cuneta, sino en su casa, en la historia, en el momento álgido de una actividad consagrada a superar la muerte”.

Cierto vitalismo naturalista impregna toda la novela de Pasternak, en la que la nieve, los ríos, los bosques, los ruiseñores y hasta los lobos, no son meros eventos o criaturas naturales, sino símbolos, porque todo cuanto acontece en la tierra donde se entierran los muertos acontece también en otro lugar, en aquel que unos llaman reino de Dios, otros historia, y unos terceros de manera diferente… Pero este vitalismo y esta sublimación de la naturaleza no se degrada –como en Nietzsche- en un esteticismo retórico y soberbio. Tolstoy pensaba que “cuanto más persigue un hombre la belleza, más se aleja del bien”. Sin embargo,  el tio Kolia, a partir del alma del cristianismo, desarrolla una nueva concepción del arte. Piensa que si la fiera que duerme en el hombre se pudiera contener mediante amenazas de cárcel o de castigos eternos, el emblema supremo de la humanidad sería un domador de circo con la fusta y no un predicador dispuesto a sacrificarse a sí mismo (Cristo). Pero lo que durante siglos ha elevado al hombre por encima de las bestias no ha sido el bastón, sino la música: la fuerza irrefutable de la verdad desarmada, la atracción de su ejemplo, el ejemplo de Jesús:

“Hasta ahora se consideraba que lo principal del Evangelio eran las máximas y las reglas morales comprendidas en los mandamientos, pero para mí lo más importante es que Cristo habla con parábolas extraídas de la vida diaria, explicando la verdad a la luz de la cotidianidad. En la base de todo esto yace el pensamiento de que aquello que une a los mortales es inmortal y que la vida es simbólica porque está llena de significado”.

 La llegada de Cristo al mundo antiguo, a la Roma superpoblada, es descrita por Nicolái Nikoláyevich de este modo:

 “Roma era un mercadillo de dioses tomados en préstamo y de pueblos conquistados, una aglomeración a dos niveles, en la tierra y en el cielo, una porquería, un nudo triple apretado sobre sí mismo, como una obstrucción intestinal. Dacios, hérulos, escitas, sármatas, hiperbóreos, pesadas ruedas sin radios, ojos flotando en grasa, bestialidad, dobles papadas, peces alimentados con la carne de esclavos de vasta cultura, emperadores analfabetos. En el mundo había más hombres que los que habría más tarde, estaban apretujados en los pasillos del Coliseo y sufrían.

“Y he aquí que en aquel amasijo de mal gusto de mármol y oro llegó él, ligero y vestido de luz, ostentosamente humano, intencionalmente provincial, galileo, y desde ese instante los pueblos y los dioses dejaron de existir y comenzó el hombre, el hombre carpintero, el hombre agricultor, el hombre pastor en medio de su rebaño de ovejas en la puesta de sol, el hombre que no estaba en absoluto orgulloso de su nombre, el hombre del que se habla con reconocimiento en todas las canciones de cuna de las madres y en todas las galerías de cuadros del mundo”.

Para Gordon -el amigo judío del doctor Zhivago-, el cristianismo, así entendido, volvió anticuado el concepto de nación o de pueblo…

“Puedo entender todavía qué sentido tenía la palabra ‘pueblo’ en tiempos de César, para hablar de los pueblos galo, suevo, ilirio. Pero desde entonces es sólo una invención que existe para que sobre ella puedan pronunciar discursos los zares, los políticos y los reyes: el pueblo, mi pueblo… ¿Cómo se puede hablar de pueblos en la era cristiana? En ese modo de existencia pensado con el corazón y en esa nueva forma de relaciones entre los hombres que se llama reino de Dios no hay pueblos, sino individuos. El cristianismo, el misterio del individuo, es precisamente lo que hay que conferir a los hechos a fin de que éstos adquieran un significado para el hombre”.

 Es curioso y doloroso para Gordon, hebreo de origen, pensar así, porque sabe que:

  “la idea nacional ha impuesto a los judíos la necesidad abrumadora de ser y seguir siendo un pueblo, y nada más que un pueblo, por los siglos de los siglos, cuando, gracias a una fuerza salida de sus filas, el mundo entero se liberó de esa humillante tarea. ¡Qué cosa tan asombrosa! ¿Cómo ha podido suceder? Esa fiesta, esa liberación de la diablura de la mediocridad, ese vuelo por encima de la estupidez cotidiana, todo eso nació en la tierra de ellos, hablaba en su lengua y pertenecía a su tribu… ¿Cómo pudieron dejar que se les escapara un alma de una belleza y una fuerza tan devoradoras?... ¿Por qué razón son tan ociosamente faltos de talento los escritores amantes del pueblo, sea cual sea su nacionalidad?”

¿Cómo sintió y sufrió, un hombre que compartía este humanismo, este individualismo cristiano, la guerra, la revolución bolchevique, la guerra civil?

Con resignación y esperanza, haciendo el bien donde podía, curando a los enfermos y heridos, como médico regular o como médico partisano, viviendo un amor prohibido pero predestinado, imposible de evitar, con Lara, “la criatura más pura del mundo”, a la que el golfo de Komarovski pudo tal vez seducir unos meses, pero sin poder corromperla jamás, y cuyo esposo la dejó abandonada con su hija para convertirse en el intachable y temible comisario militar Strélnikov, que acabará suicidándose en Varíkino.

La metafísica y la antropología del doctor Zhivago suponen que la misma vida que vivimos es ya resurrección, sin que nos demos cuenta. No hay que darle tanta importancia como le damos a la conciencia del propio yo, en realidad ésta es un veneno si no la usamos bien. Es verdad que es una luz que ilumina el camino ante nosotros, para que no tropecemos: “La conciencia son los faros encendidos delante de una locomotora en marcha. Dirija la luz hacia el interior y se producirá una calamidad”. No somos conscientes de nuestra sustancia corporal, del funcionamiento de nuestros riñones, de nuestro hígado, porque la conciencia se manifiesta hacia el exterior, en los actos, en la obra de nuestras manos, en la familia, en los demás… “El alma del hombre es precisamente el hombre presente en los otros hombres”.

Uno de los primeros títulos de la novela, cuya escritura se remonta a 1946, fue: “No habrá muerte”, título extraído del Apocalipsis de Juan Evangelista (21,4). “No habrá muerte –explica el doctor, como si se tratase de un conjuro, ante el lecho de la moribunda Anna Ivánovna- porque lo que fue ya ha pasado”… “No habrá muerte porque esto ya lo vimos, es viejo y aburre, y ahora es preciso algo nuevo, y lo nuevo es la vida eterna”.

Obligado a militar en un grupo de partisanos, las arengas revolucionarias cansan al doctor, los torrentes de palabras superfluas, inconsistentes, oscuras, “justo eso de lo que la vida ansía liberarse”. Frente a esa cháchara hipócrita de los comisarios comunistas, “mediocremente elevada y tenebrosa”, Yuri busca el refugio en el aparente mutismo de la naturaleza, en la ausencia de palabras durante un trabajo largo y obstinado, en el silencio de un sueño profundo, en la verdadera música y en el quieto contacto de los corazones…

Poético romanticismo en mitad del horror, de la guerra, de la penuria, del cainismo, del canibalismo, del terror. La verdadera libertad no es la de las palabras y las reivindicaciones, sino la caída del cielo, en contra de lo esperado. La libertad por casualidad, por equivocación.

Frente a la revolución con que soñaban las clases medias –a las que pertenecen por ambiente y educación el autor y su protagonista- , la revolución bolchevique de 1917, nacida de la guerra, una revolución de soldados, aparece primero como una necesaria simplificación de la vida, incluso como una necesaria erradicación “de la delicadeza de sentimientos superfluos”. Incluso el tío Kolia, referente filosófico de la adolescencia de Yuri, se vuelve bolchevique. Una nueva esperanza se eleva tras siglos de servilismo e injusticias. Pero, tras la grandiosidad y la eternidad del momento, la dictadura del proletariado acabará dejándole helado el corazón al doctor Zhivago, porque “ya no hay personas honestas ni amigos. Ni siquiera gente competente”.

El Moscú soviético le expulsará de su seno hacia los Urales, la familia huye del hambre, con el sueño idílico de cultivar la tierra, viviendo de sus manos. Ni los rojos, ni los blancos ni los verdes, le convencen. “Pertenecer a un determinado tipo es la muerte del hombre”. Si, por el contrario, a uno no saben cómo catalogarlo, si uno está libre de sí mismo, “ha obtenido una partícula de inmortalidad”…

De marxista, pues, nada de nada. Pasternak lo deja claro:

 “El marxismo es demasiado poco dueño de sí mismo para ser una ciencia. Las ciencias, por lo general, son equilibradas. ¿Marxismo y objetividad? No conozco una corriente más replegada en sí misma y más alejada de los hechos que el marxismo. Todos están preocupados en verificar sus ideas por la experiencia, pero quienes tienen el poder, en virtud de la leyenda sobre su propia infalibilidad, dan la espalda a la verdad con todas sus fuerzas. La política no me dice nada. No me gustan las personas indiferentes a la verdad… Yo era un ferviente partidario de la revolución, pero ahora creo que, con la violencia, nunca se podrá lograr nada. El bien se atrae con el bien”.

 Luego está el culto a la personalidad, esos líderes políticos a quienes la fatuidad había extirpado todo signo de vida y de humanidad. El odio de los necios al espíritu y el desprecio a los intelectuales, la inhumanidad convertida en conciencia de clase, la barbarie como modelo de firmeza proletaria. “Entonces a la tierra rusa llegó la mentira. La principal desgracia, la raíz del mal futuro, fue la pérdida de la confianza en el valor del propio criterio” –dice Lara.

Huyendo de todos, y temiendo la muerte, Lara y el doctor Zhivago harán nido en Varíkino. Allí un abismo les separa del resto del mundo, la aversión compartida a todo lo que de fatalmente típico tenía el hombre contemporáneo: la exaltación afectada, la animación ruidosa y la mortal ausencia de inspiración…

En la soledad de Varíkino escribirá Yuri sus mejores poemas, tras la marcha dolorosa de su amor. Luego, la decadencia, el apoyo de Marina, su tercera pareja, hija de su antiguo portero, y de la que aún tiene dos hijos… Y un ataque al corazón en un tranvía moscovita que rueda a duras penas… Fin trágico dulcificado por la salvación de su obra poética, consagrada en una novela idealista, romántica, histórica, inspirada por un humanismo cristiano muy ruso y original, pero universalizable, como el sentido del deber y de la belleza, a la que el doctor Zhivago definió agradecidamente como la felicidad de poseer una forma, felicidad que debemos al resplandor de Dios.

 

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