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Más cuentos de Medardo Fraile
Los cuentos de Medardo Fraile -madrileño con decisivas raíces ubetenses- están protagonizados por personajes corrientes pero extraordinarios. Son corrientes porque no son nada del otro mundo sino muy de éste, resultan siempre más bondadosos que malvados, más pobres que ricos, y sus vidas van pasando a la velocidad con que devoras las páginas de Antes del futuro imperfecto (ed. Páginas de Espuma, Madrid, 2010). Son personajes extraordinarios por varias razones: llevan nombres arcaicos y sonoros: Kelele, Carmelo, Oria, Eloy, Ciriaco, Otaola, Saturio, Parmenio, Leoncia, Bonifacio, Fuencisla… Desgraciadamente, ¡ya no hay gusto para estos nombres!, será porque “el mundo se encallece y afea cada día más”, o porque se americaniza o gregariza sin remedio, y sin que nos demos cuenta, tan papanatas somos. La asignación de estos nombres no tiene nada de casual:
“Yo he creído siempre que hay nombres, los que no han sido desvirtuados por repetición exhaustiva, que fuerzan al que los lleva a un destino más o menos relacionado con algún personaje relevante que se llamaba igual. Nombres como Benjamín, David, Sara, Lázaro, Beltrán o Ananías no pueden alojarse en cuerpos condenados a una vida vulgar”.
La realidad “parece” desmentir esta tesis; a fin de cuentas..., ¡uno no resucita porque se llame Lázaro!, pero la filosofía parda de Emilia, la mujer de uno de los narradores de estas historias, explica las comillas de ese “parece”:
“las pienses tú o no las pienses, unas cosas pasan y otras no, pero las que no pasan también las llevamos dentro, también nos pasan… Tenlo en cuenta…”.
Es cierto: las ideas promueven sentimientos y emociones, y las ecomiciones y afectos motivan acciones. Los personajes son también extraordinarios porque singulares –especie única- son cada hombre y cada mujer de carne y hueso, nosotros, quienes nacemos, vivimos y morimos, pero sobre todo morimos, como subrayaba Unamuno.
Como profesor y como filósofo (o aprendiz de filósofo), estos cuentos me tocan las entretelas del corazón. Los de su parte primera, “Antes del futuro imperfecto”, están ingeniados sobre recuerdos de las aulas por las que transcurrió la infancia y adolescencia de Medardo en la primera mitad del siglo XX (hace nada), esas aulas que olían “mezclado, suave, dulce, a lápiz, a pis añejo e inocente, a jabón seco en el pebetero de las orejas”… Aquellas aulas en las que la disciplina se suponía y el alumnado aguantaba consciente, y hasta atento, chaparrones de ocho horas. Y campaban por sus respetos profesores aburridísimos, como siempre, y otros u otras que enamoraban al personal sin necesidad de power points ni tecnologías de la información y la comunicación (TICs). Como la señorita Oria, que enamoró a sus alumnos para el latín con cuatro búcaros de Talavera y una docena de rosas.
El profesor de filosofía don Jenaro Seco era un hombre que daba que pensar, y un día, a la pregunta de un alumno sobre si la Filosofía hacía al hombre feliz, sus ojillos se encendieron como ascuas:
“La Filosofía, señor Antolín, hace al hombre más sabio y puede usted decir que el sabio sabe evitar la infelicidad mejor que el resto de los mortales”.
“-O sea, que no es del todo feliz…
“-Cálmese… No sea usted, no sean ustedes vehementes… La vehemencia es el suicidio del deseo… Recuérdenlo”.
La moraleja de este cuento es ingrata para la Filosofía:
“Imagine usted –sigue don Jenaro- que la tortuga de que hablaba Zenón es la felicidad, y Aquiles la persigue convencido de que la alcanzará, pero no la alcanza…”
Pero si para ser filósofo había que ser como don Jenaro, viejo y calvo...
“preferíamos ser cualquier cineasta guapo con cabeza de chorlito y buenas gachís. Y la vida nos fue dando la razón: Aquiles alcanzó a la tortuga, como los policías alcanzan a los ladrones…”.
La diatriba contra la vehemencia de don Jenaro revela un rasgo de la personalidad del autor, don Medardo Fraile, tan original como inédito en nuestra piel de toro: Medardo es un español, muy español, pero de temperamento más bien melancólico. Ni colérico ni sanguíneo, sino algo flemático y bastante melancólico, de esos a los que podrían haber fusilado en una de nuestras guerras civiles por tibios, por no caer ni de uno ni de otro bando, por dudar de casi todo o tener creencias propias (lo cual viene a ser lo mismo), o por no ser hemipléjicos cerebrales (como decía Ortega de los que se definían como de derechas o de izquierdas). No es de extrañar que Medardo -aun “fuera de sí”-, como confiesa que anduvo por allí al final de su libro, haya hecho vida familiar en las nórdicas y frías latitudes de Escocia. Le delatan sus ojos azules, tristes y sagaces, de niño travieso o de sátiro inocente, y los ojos son el espejo del alma. Su mirada de soñador y su dominio del lenguaje, que usa con una transparencia y sobriedad ejemplar, le permiten explotar el juego del cuento, como nadie lo ha sabido hacer durante las últimas décadas, a fin de cuentos –como él mismo señala- el juego no es sino una forma peculiar del sueño. Y alguno de sus últimos relatos, ultrabrevísimos, tienen algo de experimento onírico, como “Retales”.
Es difícil no sentirse entrañadamente solidario de aquel profesor de literatura que un día se ha dejado los modelos en casa y pone por dictado a los alumnos un texto propio, y siente cómo, al apresurarse éstos por borrarlo al final de la clase, la pizarra se convierte en una fosa negra para sus intimidades y sueños…
“Se quedó un buen rato frente a la pizarra, buscando con angustia una brizna de palabra suya, media palabra, nada…”.
La angustia del profesor es también la angustia del escritor Medardo, o del filólogo don Anselmo (“Postrimerías”), o del lector atento por hacer perdurar sus frases, sus escritos, sus lecturas, sus amoríos o sus sueños.
Las descripciones de los personajes son tan escuetas como magistrales:
“Cosme era un fulano enteco con una voz cavernosa y seca oliente a nicotina como si hablaran sus huesos en lugar de él”.
Este peluquero, Cosme, resultará un héroe anónimo, o sea una buena persona, que acaba cerrando su barbería por no callar o largar a un viejo tristón y delgaducho que se planta en ella a mendigar atención y desahogar las odiseas de su vida de paria y exiliado.
En “Amor”, un relato en verdad poético, se contrapone la filosofía especulativa a la filosofía de las cosas. El protagonista, Parmenio, acaba sustituyendo la primera por la segunda para encontrar a su media naranja. Tras aburrir a su primera novia con preguntas metafísicas e inquietudes existenciales…
“Cuando conoció a Acacia resucitó de nuevo y manso, tembloroso, totalmente domado por el perfume de ella, le dijo:
“-He visto una rosa cuando atravesaba el parque, le he arrancado un pétalo y era como tu piel…
“Y otro día:
“-Quiero que florezcas a mi lado año tras año, Acacia…
“Y una filosofía de cosas se fue enredando en sus vidas, sin que ninguno de ellos acertara a expresarla.”
Sin llegar nunca a pedantes, algunos personajes resultan sentenciosos y sabios, como el tío Alberto de uno de los protagonistas o el corresponsal de Obdulia, en “Carta de un encuentro”:
“Pero en la vida ganamos perdiendo y perdemos ganando”.
Ramón, el corresponsal, que vive casado en Francia, le ofrece a Obdulia –viuda con quien tuvo su historia de jóvenes- un noviazgo platónico que resucite ya en el otoño de la vida el sueño del amor, “para sentir la vida”, un noviazgo basado en el respeto. Se cita à propos a Simone de Beauvoir:
“cuando se respeta profundamente a alguien se rehúsa forzar su alma sin su consentimiento”.
La frase podría servir de lema para un curso de prevención del maltrato...
Aunque Medardo nunca abandona del todo el realismo, un realismo que a veces propone auténticos enigmas en los eventos que narra, alguno de sus últimos cuentos sorprende por su delirante fantasía, próxima a la de un Stanislaw Lem, como en “Culturalia”, relato en que un escritor venezolano, Fermín Onrubia, solicitaba, en un opúsculo perdido, un premio Nobel de Literatura para Sócrates, quien, como se sabe, no escribió nada. El opúsculo incluía una correspondencia ficticia pero muy notable entre la Academia Sueca, y Pericles y su amante Aspasia. Allí sale a la luz la “incorrección política de Platón” y la posibilidad de ser escritor sin escribir, escribiendo con la vida, pues a fin de cuentas...
“las personas más influyentes de la Humanidad no han escrito jamás una palabra”…
Es una suerte para todos nosotros que Medardo Fraile no se encuentre entre ellas, aunque no estaría de más que su bohonomía y su humor amable influyeran mucho más en lo que nos pasa.
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