El Castillo Blanco
Tiene razón Orhan Pamuk cuando dice que hasta la hormiga más pequeña acarrea su sombra, aguantándola paciente como si llevase tras de sí a su gemela. El protagonista de El Castillo Blanco (1986), un instruido veneciano apresado por los turcos en el siglo XVII, tiene que lidiar con su doble otomano y musulmán. No se convertirá a la fe de Mahoma. Pero acabará cediéndole al Maestro turco buena parte de su destino. ¿Es el destino el que se disfraza de azar, o el azar el que se disfraza de destino?
El doble nos aterroriza con el hechizo de su extraño parecido. Pamuk, entre dos culturas, como su Estambul natal, explora el famoso tema de los gemelos, de los sosias, de los que ocupan el lugar de otro… ¿Metáfora de la admiración que cierto Oriente siente por Occidente, y de la fascinación que el segundo siente por el primero, su extraño, quizá, pero también su complementario?
El doble: un tópico de la literatura universal y de la psicología racional. Un doble perfecto ya no es una copia, sino el mismo original, pero entonces ya no es un doble, me sustituye. En esta época de selfies (autorretratos episódicos, máscaras fugaces), en la que todo el mundo busca una copia que mejore su original (tal vez porque es muy difícil ser original en mitad de la estandarización global), buscamos un parecer que trascienda el ser, un estar apareciendo que nos redima, mariposas efímeras, espectros congelados.
Ocurriendo en un Estambul que se edificó sobre las melancólicos ruinas de Constantinopla, hay cierto y apropiado bizantinismo aquí, cierto trillar sobre lo ya trillado (Cervantes, Shakespeare, Kafka); la relación reversible amo-esclavo (Hegel, Losey). El juego con el doble recuerda esos dibujos de Escher en que el pájaro negro acaba transformado en pájaro blanco, y viceversa. Al final, un bucle infinito, como dos espejos de Borges, uno enfrente del otro, que retratan al retratado, que retrata al retratado…, ad libitum. El bucle de una obsesión compulsiva.
¿Qué tipo de neurosis nos impulsa a contar lo vivido? Tal vez todos los escritores quieran ser otros y por eso crean personajes con la sustancia imaginaria de sus existencias. Tal vez todos los pueblos se miren en el espejo sublimado de otros a los que temen o admiran, o busquen su identidad contra el espejo deformado de aquel al que odian. ¿Será verdad que cuanto más claramente sufrimos la soledad, más atraídos nos sentimos también por el mal? La buena literatura puede servirnos entonces de conjuro. Un buen relato –nos enseña Pamuk- debe tener un comienzo de cuento infantil, el desarrollo terrorífico de una pesadilla, y un final amargo, como el desvanecimiento irremediable y el olvido definitivo de una encantadora melodía.
Para evitar el mal, no basta con rezar oraciones que no se entienden ya, para que todo sea como antes. Dios ha creado inigualables maravillas para doblegar el orgullo humano y denunciar nuestra estupidez, como una peste que diezma a la población o dos hermanos gemelos perfectamente iguales. Y sin embargo, a muchos aprovechará saber que la vida no es solo una espera, sino algo que se puede disfrutar. Y se debe. "Los muertos mueren y las sombras pasan -escribió nuestro Antonio Machado-, lleva quien deja y vive el que ha vivido".
Para no quedarnos solos, a merced del diablo, uno se cuenta a sí mismo historias cuyos pormenores no sabe si proceden de recuerdos o de sueños. Nada que ver con la petulancia vulgar de esos estúpidos satisfechos de sus vidas, del mundo y de sí mismos. Únicamente las gacelas y los gorriones pueden ser felices sin pensar en quiénes son, en quiénes pueden llegar a ser, y sin que ese enigma les perturbe.
Como a un sultán, a todos nos gustan las historias y el juego de tulipanes que se abren en el jardín de nuestras memorias. Pero nadie es imprescindible en palacio, ni el mejor astrólogo del sultanato, ni siquiera el visir tiene su cabeza a salvo, menos que muchos, el visir. Y por eso, tal vez, unos hombres puedan ocupar el lugar de otros. En cierto sentido, esto es una prueba de que somos iguales en todas partes. Quizá por eso busquemos con tanto ahínco lo extraño y lo sorprendente, contra el agotador aburrimiento, cuando todo nos parece o nos da igual. Pero es preferible buscar lo bizarro fuera de nosotros mismos, pues pensar mucho en quienes somos nos hace desdichados. A pesar de lo mucho que nos complace soñar la vida y, para poseerlos de nuevo, los sueños que perdimos, lo que hemos sido y somos.
Es triste descubrir de qué manera los buenos van siendo tragados lentamente por el mal al que se enfrentan, cómo el pecador busca al pecador para vengar su vergüenza. Ver cómo el resentimiento les cambia. Menos mal que la monstruosa máquina que vamos construyendo para asaltar el castillo blanco de nuestros enemigos se hundirá en un lodazal polaco, y para siempre.
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