Héroes, bestias y mártires de España
A sangre y fuego, Libros del Asteroide, Barcelona 2013.
De los relatos de Manuel Chaves Nogales no se puede decir que sean fantásticos. Más bien sorprende la trepidante crudeza de su realismo, al que no falta emoción contenida, sobrio lirismo e incluso moraleja filosófica. Se nota en ellos el genio del periodista neutral, adicto a la descripción objetiva de los hechos, del periodista que no se casa con nadie y mantiene sus distancias frente a todos, muy particularmente frente a fanáticos y bandidos, esos que disfrazan sus vicios con el trapo del amor a la patria o el pretexto de una ideología totalitaria.
Su marco es la guerra civil española, la que intentó parar y de la que huyó para que no le fusilaran por tibio, o para no tener que matar en nombre de uno de sus -ismos. Si la primera víctima de toda guerra es la verdad, la segunda es la libertad. A sangre y fuego debió ser compuesto, según nos cuenta la introductora María Isabel Cintas, en la celeridad de su partida al exilio y se publicó por primera vez en una editorial chilena, en 1937. Uso para esta entrada parte de su subtítulo: Héroes, Bestias y Mártires de España. Nueve novelas cortas de la guerra civil y la revolución. La edición que yo manejo añade dos más de estos extraordinarios relatos, bien fundados en lo que sin duda sucedió.
La perspectiva de un intelectual liberal como Chaves Nogales resulta tan refrescante como insólita. Vio clara el lamentable y absurdo horror de una guerra que no ganaría ninguno de los bandos y perdería sobre todo la población civil, porque España, a la postre, no sería nunca ni comunista ni fascista. Vio claro el miedo a la libertad de ambos bandos cainitas.
En el prólogo se define a sí mismo como antifascista y antirrevolucionario por temperamento, pues se negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y sólo reconocía un “odio insuperable a la estupidez y a la crueldad”…
“Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España”
Lamenta, en fin, esa “terrible e ininteligible selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores”. Y prevé lo que sucedería aquí una vez que las grandes potencias hubieran dirimido sus diferencias a bombardeo y cañonazo, a golpes en cara ajena:
“Ni colonia fascista ni avanzada del comunismo…, un gobierno dictatorial que con las armas en la mano obligará a los españoles a trabajar desesperadamente y a pasar hambre sin rechistar durante veinte años, hasta que hayamos pagado la guerra”.
Por sus páginas, además de héroes y bestias de todos los colores y extracciones sociales, pasean personajes históricos como Malraux o Durruti. Y la diversidad de la grey hispana, donde no falta la alusión a señoritos rojos y a obreros católicos partidarios del orden nacional. No falta el humor, atroz humor negro, en alguno de estos vibrantes relatos, como en el titulado “Los guerreros marroquíes”. Uno de esos feroces africanos, vanguardia de las tropas de Franco, de avanzadilla por el monte, se pierde y es capturado por una patrulla de cabreros milicianos. Malherido lo conducen al pueblo serrano, donde forman espectáculo.
El moro, para salvar su vida, cierra la mano que antes levantaba extendida y grita sin cesar “¡Moro estar rojo, no matar, moro estar rojo!”. En el pueblo serrano le miran como a una alimaña más rara aún que la cabra hispánica. Van a hacerle una foto y le ponen contra una tapia, y él, que no ha visto jamás una cámara de fotos, cree que van a matarle. Pero no. Reunido el comité revolucionario, someten al moro a un interrogatorio del que no sacan nada en claro. Luego de lo cual se entabla un largo debate sobre qué debe hacerse con el prisionero. Los delegados republicanos son partidarios de que sea conducido hasta Madrid y entregado al gobierno; los anarquistas creen que lo lógico es dejarlo en completa libertad, para que se redima de su pasada servidumbre como digno ciudadano de la libre Iberia; los comunistas piensan que hay que curarle primero y luego inscribirle en las milicias para que luche contra los rebeldes, eso sí, debidamente vigilado. Y, finalmente, la voz del pueblo, expresada a gritos por el vecindario y los milicianos aglomerados en la plaza exige unánimemente que se le entrege el prisionero para darse la satisfacción de matarlo. “Era lo menos que se podía pedir”.
Mientras tanto, en la casa de socorro operan y curan al moro, el médico de campaña y las enfermeras solícitas ponen en ello un loable celo humanitario que hace sonreír de gratitud al guerrero africano. Así que ya no siente ningún recelo cuando le colocan delante de la tapia. Sonríe ingenuamente a los milicianos. Imagina que van a retratarle otra vez. No tiene tiempo de maravillarse cuando éstos se echan los fusiles a la cara y le acribillan.
Y concluye Manuel Chaves Nogales: “A estas horas, el alma en pena del moro Mohamed debe de andar vagando por el paraíso en busca de Mahoma para preguntarle: ‘¿Me quieres explicar, ¡oh, Profeta!, para qué se tomaron el trabajo de curarme tan amorosamente si habían de matarme luego?’”.
Lo mejor y lo peor de la naturaleza humana y del genio español en estos relatos terribles, si conmovedores y desolados a veces, otras heroicos.
0 comentarios