Blogia
SIGNAMENTO

Filosofía general

Amor Universal

Amor Universal

 

                    

              

              LA IDEA DEL AMOR UNIVERSAL

              De León Hebreo a Lovejoy

 

 

                                   "Ethos anthropoi demon"

                                      Heráclito

 

 

     "EL AMOR COMIENZA EN LA BELLEZA Y TERMINA EN EL PLACER"

 

     El género literario del tratado sobre el amor comienza con Ficino y termina con el aburrido didactismo de la con­trarreforma, disuelto en manuales para cónyuges católicos y  en idearios sacramentales. La única obra que puede conside­rarse tan original como el De Amore de Ficino son lo Diálo­gos de amor de León Hebreo. Toda la producción posterior es deudora de uno al menos de esos tratados. El amor es considerado en ellos como una fuerza universal a la que se contempla en virtud de su orientación impulsiva hacia lo bueno y lo hermoso. Estos objetos propios del amor son captados mediante las facultades humanas espirituales y corporales, ora la imaginativa e intelectual, ora la sensi­ble y placentera, muy especialmente a través de la vista y el oído.

     Las obras de Ficino y de León Hebreo marcan profundamen­te la sensibilidad cultural del Renacimiento. Sus poéticas iluminarán la base iconográfica de las obras de los principa­les artistas de la época: Botticelli, Miguel Angel, Rafael, Tiziano, como han puesto de manifiesto los conocidos trabajos de Panofsky y Gombrich…

     En su Commentarium in Convivium Platonis (De Amore), Ficino había afirmado que todo el universo se mueve por amor, por un deseo innato de atracción, por un principio de afinidad. La naturaleza entera resplandece en una armonía gigantesca. En torno a Dios, el Bien supremo, se mueve los cuatro círculos: entendimiento, alma, naturaleza, materia. Tenemos el Bien en el centro y la Belleza en el círculo. Estos trascendentales ideales son en verdad dos aspectos de un mismo Ser, como dos caras de un prisma perfecto. Uno, el Bien, es la perfección interior del ser mismo; la Belleza, por su parte, es perfección exterior o, como León Hebreo nos recuerda, la hermosura es "gracia formal, que deleita y mueve a amar a quien la comprende". "Lo hermoso es más aparente que lo bueno. Y lo bueno más existente que lo hermoso" (III, 173ss.,IG). Son dos partes de un mismo proceso: La bondad se ofrece a la sensibilidad y el deseo por medio de su divino resplandor, que es belleza. Pero la Bondad es el fundamento verdadero del crecimiento de la rosa, más que su hermosura efímera.

     Ficino introduce la espiritualidad en la percepción de la belleza natural. El amante vacila entre la mente y el tacto, duda entre los bajos sentidos y la razón. Pero el terreno del amante platónico es la vista,la imaginación: el spiritus. La mirada, espejo del alma, es incorpórea en sí misma. La imaginación, la fantasía, es la facultad que transforma las imágenes sensibles en otras más puras, per­feccionando las carencias y deformaciones existentes en el amado, mediante un progresivo movimiento de elevación, idealización o sublimación, regulado por el deseo de Dios (cfr. De Amore, Disc, 1º, III, y Disc. 6º, XVIII y XIX). El amor es la forma que se da la mente incendiada por esa aspiración a la perfección, por ese anhelo de hermosura infinita o -como dice León Hebreo- es el "afecto voluntario de gozar con unión la cosa estimada por buena" (I,7,IG). El papel de la imaginación es fundamental, porque cubre el hiato entre lo particular y lo universal, entre la sensibi­lidad y el conocimiento. Allí se realiza el salto del reino animal al humano.

     León Hebreo fue sin duda el intérprete hispánico más puro del neoplatonismo renacentista. Menéndez Pelayo dedica encendidos elogios al judío hispano en su Historia de las ideas estéticas en España, y trascribe el apellido de la familia de León Hebreo “Abarbanel”, en las páginas que le dedica en La filosofía platónica en España, III, en sus Ensayos de crítica filosófica (CSIC, Santander, 1948). Yehuda había nacido en Lisboa. José Luis Abellán, en su Historia crítica del pensamiento español, (vol. 2), trascribe el nombre de familia “Abravanel”.

     León Hebreo renueva la erótica de Platón buscando armonizarla con otras tradiciones (el rea­lismo peripatético, la teología y la mística judaica), y dotándola de una trascendencia ontológica considerable. Creemos que Menéndez Pelayo estuvo muy acertado al reconocer en el Armonismo el factor común de todos los grandes esfuer­zos de la metafícica española, desde Aben Gabirol y Lulio, pasando por Sabunde, hasta León Hebreo o Fox Morcillo. Se malinterpreta a veces dicho armonismo como "eclecticismo" o como falta de originalidad y de vigor metafísico, cuando en realidad subyace a todos estos esfuerzos el mismo impulso ontológico abierto en lo teórico por Parménides: la apuesta por la exis­tencia y el descubrimiento (verdad) del Ser, desde el supuesto de la unidad de la razón, añadidos esta apuesta y este supuesto al reconocimiento del valor de las diversas perspec­tivas descubiertas para el conocimiento y la comprensión por las diferentes escuelas. Su conciliación o acuerdo es una garantía de verdad y el mentado "eclecticismo" con que se las recrea no es otra cosa sino el afán de universalidad que es propiedad esencial de la auténtica filosofía y su ambi­ción suprema. Dicha voluntad de armonía y de concordia, de acuerdo y conciliación, es a la par un positivo efecto del sentido crítico frente al epigonismo crédulo y servil, y una prueba de libertad e independencia intelectual frente al gregarismo de las escuelas.

     Por eso los Diálogos de León Hebreo no pueden ser patrimonializados por ninguna confesión concreta ni por ninguna nación. Este ecumenismo, este cosmopolitismo ofrece uno de sus mayores encantos. Constituyen una monumental enciclopedia del mejor saber de su tiempo, originalmente concertada en una philo­graphía universal en que se "cohonestan" el platonismo del Banquete y del Timeo con oportunas mediaciones aristotéli­cas, sobre todo procedentes del peripatetismo árabe..., con la Cábala judaica, la Fons vitae de Aben Gabirol (el Avice­brón escolástico, a quien cupo el mérito de redactar la primera obra de metafísica estricta concebida en España)..., o con la Guía de perplejos de Maimónides y la sabiduría bíblica.

     Los Diálogos de amor forman parte de lo que Leibniz y Huxley llamaron Filosofía Perenne, lo que en ellos ha quedado irremediablemente superado por el tiempo, como el geocentrismo, o las especulaciones astrológicas y el animis­mo de los cuerpos celestes, queda salvado por el vivo senti­miento de la belleza con que se expone y el interés poético y simbólico de las alegorías, y por el ingenio y finura poética con que se las interpreta. El mismo geocentrismo de León Hebreo no puede ser ya confundido con el geocentrismo medieval. El verdadero centro de la concepción medieval del mundo era el Infierno; en el sentido espacial, el mundo medieval era literalmente diabolicocéntrico. La cosmografía geocéntrica propia del Medievo servía para la humillación del humano y no para su exaltación...

     León Hebreo deseaba restaurar aquella originaria inspi­ración en que la Metafísica y la Poesía, la Ciencia y el Arte, se confundían en una sola sabiduría universal. Una “Filografía” es una descripción de los efectos universales del Amor. En ella se enseña que esa fuerza magnética que mantie­ne unido al todo es la que mueve incluso a la materia prima, pues la materia, como un "meretriz", apetece sin cesar y per se ser abrazada por nuevas formas. El Amor es ese espíritu vivificante que penetra el mundo, poniendo justicia y armo­nía y enlazando en orden todas las cosas del universo, sean corpóreas o incorpóreas:

     «Verdaderamente -dice Sofía al final del 2º diálogo- el amor en el mundo no sólo es común a todas las cosas, sino que, aún más, es necesario, ya que nadie puede ser feliz sin amor». Así, «el mundo espiritual se une al corporal gracias al amor»... «El amor es un espíritu vivificante que penetra el mundo entero y es un vínculo que une a todo el universo» (186-7,DR(1)).

     Como ya hemos dicho, los diálogos de Judas Abrabanel, que tal vez fueran compuestos en Génova, precedieron e influyeron en los diversos libros de platonismo erótico-recreativo publicados en Italia y España desde la primera mitad del XVI: en los Asolani del cardenal Bembo, el El Cortesano de Castiglione, Nuncio de Clemente VII en España entre 1525y 1529, fecha de su muerte, en el tratado Del amor divino, natural y humano del botánico Cristóbal de Acosta, en el de Francisco de Aldana (Tratado de amor en modo platóni­co), en la Apología en alabanza del amor de Carlos Montesa, quien también tradujo la obra de León Hebreo, aunque su versión resulte menos elegante y clásica que la del Inca Garcilaso.

     En fin, esta filografía o disciplina amatoria fue una especie de filosofía popular en España e Italia durante todo el siglo XVI. Por un lado alcanza su expresión más alta en la bellísima oda de Fray Luis de León al músico ciego Salinas o en la teopatía mística de San Juan de la Cruz (2);  por otro lado encuentra su expresión más popular en la poesía erótica de Camoens, Herrera o Cervantes (en libro IV de la Galatea y en el prólogo de la primera parte del Quijote, con alusión directa). Seguramente, y por motivos obvios, la influencia del judío se confesaba menos que otras más "ortodoxas", aunque estuvieran penetradas por un paganismo tan flagrante como las del humanismo florenti­no, pero no por ello resultaba ser menor.

 

     EL PRINCIPIO DE PLENITUD

 

     Hace unos sesenta y cinco años, Arthur O. Lovejoy (1873-1962) pronunció en Harvard (Massachussett) unas famo­sas conferencias sobre la historia en una gran idea, que se han publicado en español con el título de La Gran Cadena del Ser (Icaria, Barcelona, 1983). En la segunda de estas charlas Lovejoy enfatizaba el hecho de que Occidente no sólo debe a Platón la forma, fraseología y dialéctica características del pensamiento "ultramundano" , sino que el platonismo también aportó la forma, fraseología y dialéctica características de la tendencia contraria: un tipo exuberante de inmanentismo o emanantismo… lo que Lovejoy llama "esta­mundaneidad".

     Lovejoy entiende por "ultramundaneidad" la creencia o el supuesto metafísico de que tanto lo genuinamente "real" como lo verdaderamente bueno tienen características esencia­les radicalmente antitéticas de todo lo que se encuentra  en la vida natural el hombre, o en el curso originario de la experien­cia humana, por normal, inteligente o afortunada que ésta sea. Desde esta perspectiva ultramundana, el resplandor de la pura y divina belleza del supremo Bien no podría devenir visión natural para un ojo sensible, ni realizarse en verdad en la existencia terrenal e histórica de los hombres, aquí abajo, `in hac lachrymarum valle’, como se dice en la Celestina, parte de defunción y último canto de cisne del ultramundanismo medieval hispano.

     Pero la misma suposición de que lo Perfecto es el prin­cipio generador de todo y el productor de conocimiento, pro­por­ciona a Platón la necesaria razón lógica de la existen­cia de este mundo, y ni siquiera se detiene en la afirmación de la necesidad y el valor de la existencia de todas las clases concebibles de seres finitos, temporales, imperfectos y corpó­reos. Así, aquel Dios más-allá-de-la-existencia, que, como Fin de todo deseo y de todo amor, nos ofrece la meta regu­la­tiva de nuestras acciones y su ideal inteligible, es también el Origen de las criaturas que lo desean y, por consi­guiente, también resplandece en cada una de ellas, ofre­ciéndose­nos  en la finitud de la "estamundaneidad", en una escala de gradaciones que llegan hasta lo más bajo de la mate­ria prime­ra, para ascender en belleza hasta los mismos cielos. "Te harás como dios en la medida de  tus fuer­zas­", es el imperativo cate­górico que se deriva de esta idea.

     La "ultramundaneidad" supone un exagerado dualismo, psico-somático en lo antropológico, maniqueo en lo ético, que equipara el mundo de la generación al puro no-ser (¡algo que nunca hizo Platón!, para quien el mundo visible era un orbe intermediario entre el ser auténtico de la idea y la inescrutable nada), y abre un abismo entre cielos y tierra, entre sensibilidad y entendimiento; mientras que la inter­pretación gradualista, "estamundana", busca poderes mediadores que comuniquen y sirvan de puente entre lo corpó­reo y perecedero y lo incorpóreo y eterno. Así, entre el mundo incorpóreo y el corpóreo media la imaginación, como enlace entre los sentidos y la inteligencia, que hace posi­ble la opinión verdadera; o el diálogo racional, como ascen­sión filosófica a la verdad (dialéctica), buscando el mutuo acuerdo; o la sublimación del amor como transformación perfectiva del amante en el amado.

     Nosotros estamos convencidos de que ésta interpretación estamundana, que preferimos llamar gradualista, de la teoría de las ideas es más fiel al pensamiento genuino de Platón, y mucho más coherente con el naturalismo clásico griego (hilozoísta o inmanentista). Platón jamás afirmó que el mundo sensible fuese una ilusión o una mentira. El dualismo ultramundano, nihilista respecto a la naturaleza, resultó de la apropiación, en parte maniquea, en parte cristiana, del neoplatonismo, perceptible, por ejemplo, en el segundo San Agustín.

     Según Lovejoy, es en el Timeo, el libro que lleva Platón en la mano en "La Escuela de Atenas" de Rafael, donde el ateniense emprende el definitivo viaje de regreso desde aquella región supraceleste del ser absoluto incondicionado, ultramundano, hacia la serie completa de los efectos en que se manifiesta (parousía) su ser real en el mundo sensible. De este modo, el amor vivifica la naturaleza entera como imagen sensible de Dios. El Demiurgo utiliza todas las clases para formar un mundo, pues forma parte de la natura­le­za de las ideas el manifestarse en existencias concretas, como forma parte del ser de las cosas sensibles su partici­pación en la luz. De no ser así, la conexión entre el kosmos noetós y el kosmos horatós, y la participación (méthexis) del segundo respecto del primero, resultarían incomprensibles. De este "descenso" del platonismo, después del ascenso (anábasis) de la República, resulta el principio de pleni­tud: la necesidad de todos los grados posibles de imperfec­ción. Las sombras en que se difunde según una infinita diversidad de grados. El mundo de las ideas en sí no era más que un orden de posibilidades al que le faltaba la gracia de la existencia. Esa gradualidad infinita de las sombras es mucho más que la pura nada de la infernal oscuridad medieval.

     El alejandrinismo y el neoplatonismo helenísticos habían sabido sacar místico partido de este principio. Así «el mundo es una especie de Vida que se extiende sobre un inmenso espacio, en el que cada una de las partes tiene su propio lugar dentro de la serie, todas ellas distintas y, no obstante y al mismo tiempo, continuas, y lo precedente nunca que por completo absorbido en lo que le sigue» (Plotino. Enéadas. V,2,1-2). Cuando Macrobio en el siglo V resume la doctrina de Plotino, emplea para referirse a la misma idea una metáfora que habrá de repetirse durante siglos: «el observador atento descubriría una conexión entre las últimas partes, desde el Dios Supremo hasta las últimas escorias de las cosas, mutuamente ligadas entre sí y sin ninguna brecha. Y ésta es la cadena de oro..., que Dios descolgó desde los cielos hasta la tierra» (Comentario al sueño  de Escipión, I, 14, 159).

     Es posible espiar en la obra de Abelardo un eco, anticipadamente espinocista, del principio de plenitud. En efecto, una de las herejías de las que fue acusado por Bernardo de Claraval consistía en enseñar «que Dios no debía impedir males, puesto que gracias a su beneficencia todo lo que sucede ocurre de la mejor manera posible» (13). Pedro Lombardo, en el  Liber Sententiarum, que fue un manual para teólogos durante siglos, condenó el razonamiento de Abelardo con una curiosa refutación que aclara las inevitables consecuencias panteístas de la posición que hemos llamado «gradualista» o «estamundana»: Sostener que el universo es tan bueno que no podría ser mejor equivale a «igualar la criatura a su Creador», que es el único a quien se puede adscribir legítimamente la perfección; no obstante, si se admite que el mundo es imperfecto, de ahí se deduce que hay posibilidades del ser y del bien que no se han realizado y que «Dios podría haber hecho otras cosas y cosas mejores que las que ha hecho» (lib. 4,I,dist.44,2). Desde entonces se  reconoció que era inadmisible aceptar el optimismo metafísico radical, implicado en el principio de plenitud, con el principio de «razón suficiente» que lógicamente lo sustentaba: todo lo existente podría ser explicado y/o justificado, todo lo posible lógico ha existido, existe o existirá verdaderamente.

     La posición de Tomás de Aquino será tan sutil como ambigua. Para Lovejoy, el Doctor Angélico elude abrazar el principio de plenitud sólo por inconsecuencia, puesto que sostiene que el poder divino comprende no sólo efectos  «diversos», sino una infinitud de efectos, a la vez que lo concibe como Causa Suprema verísima, nobilísima y óptima (4ª Vía). Era imposible que el Aquinate hubiera conseguido concentrar, sin caer en inconsecuencia, el «ultramundanismo» medieval y católico, con el «estamundanismo» naturalista, racionalista y pagano, que apuntaba ya en el averroísmo de su época, y cuyo triunfo él mismo preparó. No había manera de que la búsqueda de la perfección, definida absolutamente por el dualismo como lo contrario del mundo creado, pudiera armonizarse fácticamemte con la imitación de una Bondad que se complace en la diversidad y se manifiesta a sí misma en la emanación de lo múltiple a partir de lo Uno, y en las infinitas posibilidades de la creación, de un mundo que es imagen eterna de su Creador.

     El primer programa, el ultramundano, claramente dominante durante la Edad Media y procedente de la interpretación dualista y maniquea de Platón, exigía la pérdida de todo «apego a las criaturas» y culminaba en la contemplación extática de la indivisible Esencia Divina, hallando su continuación moderna en la mística contrarreformista y de modo sobresaliente y originalísimo en San Juan de la Cruz. El otro camino, ya apuntado prematuramente durante el sarampión del averroísmo, el estamundano, acaba triunfando con el humanismo del XV y el XVI, animando a los hombres a participar, a su manera finita, en la pasión o expansión creadora de Dios, a colaborar conscientemente en los procesos mediante los cuales se realiza la diversidad de las cosas, la "completud" del universo. Encontrará su expresión beatífica en ese gozo esteticista con que el sujeto renacentista contempla desinteresadamente en la Naturaleza el esplendor de la creación, igual que en la investigación científica de los detalles de la infinita variedad de los cuerpos naturales. La actividad del artista creador, y autocreador, será entonces el modo de vida humana más parecido al divino. Sobre la semejanza de Dios y el hombre en el acto creativo se basará la idea del artista como genio, concepción que ha perdurado hasta nuestro tiempo, aun degenerada en la originalidad sin canon o en la figura actual del artista-productor de la industria cultural.

     "En esto consiste ciertamente -escribe Marsilio Ficino- toda la fecundidad del alma, en que en su seno brilla la luz eterna de Dios, completamente llena de las razones y las ideas de todas las cosas, y hacia la cual el alma, cuando quiere, se vuelve por la pureza de su vida y por la máxima aplicación al estudio, y vuelta a aquélla, resplandece por las chispas de las ideas"(De Amore, disc. 6º, cap. XIII). Por su parte, León Hebreo, cuando describe la doble capacidad amatoria del alma, vuelta como la luna hacia el sol del entendimiento o hacia la oscuridad de la tierra, no se conforma con decir que el amor del entendimiento divino es superior al corpóreo, sino que propone la templanza como una moderación que consiste en un ten con ten, un obrar teniendo en cuenta ambos amores: El alma ama el mundo inferior a ella "para hacerlo perfecto al imprimir en él la belleza que tomó del entendimiento, deseara parir esta belleza en el mundo corporal, o como si tomara la simiente de dicha belleza para hacerla germinar en el cuerpo, o como el artífice toma los modelos de la belleza intelectual para esculpirlos en los cuerpos; esto no solamente le ocurre al alma del mundo, sino que lo mismo le sucede al alma del hombre con su entendimiento en el mundo pequeño."...

     Lo pequeño, en fin, también puede ser hermoso.

     Al principio del De revolutionibus orbium, Copérnico presenta los trabajos del hombre de ciencia como una forma de ascender por esta escala que nos eleva desde la belleza sensible a la belleza en sí... La dedicación a las ciencias naturales no se justifica porque se ocupen de las obras del Dios Creador, sino porque "ellas nos llevan, como un vehículo, a la contemplación del bien supremo". Esta misma concepción ya había sido expuesta por el español Raimundo Sabunde en su Theología Naturalis o Liber creaturarum (1480?), muy conocida en los albores de la edad moderna por la versión de Montaigne.

     León Hebreo, en el primero de su Diálogos, desarrolla la distinción entre el amor y el deseo, y distingue, siguiendo la  Ética a Nicómaco de Aristóteles, entre el amor deleitable, el útil y el honesto. Filón (el amante) presenta a Sofía (la amada) la perfección del amor honesto como amor a Dios y en Dios, porque el amor se realiza en el Bien, y Dios es la suprema bondad. La verdadera felicidad se encuentra pues en conocer y amar a Dios. Pero, para completar la relación de Lovejoy cuando investiga históricamente el desarrollo del optimismo virtual al que hemos llamado principio de plenitud metafísico (o de "completud" lógica), nos interesa mucho más reparar en el contenido del segundo diálogo, el cual versa sobre la universalidad del amor. No podemos entender que Lovejoy soslaye los Diálogos de amor en su historia de la idea "estamundana", mientras reconoce la importancia del pensamiento judío renacentista y de la tradición cabalística en la recombinación moderna del idealismo platónico, que ya no otorga un valor superior al Motor Inmóvil, sino, antes bien, al incansable principio activo que se manifiesta en transformación, devenir y diversificación. No obstante, en La gran cadena del ser, Lovejoy explicó cómo el principio de plenitud se transforma en Giordano Bruno en la noción de la "infinidad de los mundos", y sin embargo no reparó en León Hebreo, que es una de las fuentes inmediatas del italiano.

 

     EXPANSIÓN Y RETORNO

 

     El amor ata el cielo y la tierra como una gran cadena doble, como una fuerza bipolar que desciende desde las causas a los efectos y asciende desde los efectos a las causas. Al amor divino se refiere León Hebreo en el tercero de sus diálogos, no en el sentido del deseo de perfección propio de los mortales, sino del amor de Dios para con nosotros y "para todas las cosas que ha criado". Este amor de Dios no puede reducirse a la carencia ni puede haber nacido de la Penuria, ni debe suponer el reconocimiento de alguna falta, "porque Dios es sumamente perfecto, y nada le falta". Por consiguiente, o bien es un amor libre de deseo o, mejor, lo que sucede es que el amor divino no es deseo de perfección para sí, sino el deseo de que todas las cosas por Él producidas lleguen a ser perfectas, "mayormente de aquella perfección que ellas pueden conseguir, mediante sus propios actos y obras", como sería en los hombres por sus obras virtuosas y por su sabiduría (III, 166, IG).

     A León Hebreo se le plantea en este punto un grave dilema, o bien admite con Platón que Dios, al ser perfecto, no ama y que el amor, precisamente por suponer deseo e imperfección, no es Dios, sino un poder intermediario entre lo sensible y lo inteligible, lo mortal y lo inmortal, esto es, un Gran Demon, o bien, si admite un dios deseante y amoroso, limita su perfección haciéndole depender de la posible y deseable perfección de sus criaturas.

     En última instancia, en León Hebreo, como en Spinoza (otra ilustre inteligencia judía de origen ibérico), el mismo amor intelectual del alma por Dios no es más que una manifestación, una apocatástasis, un retorno, del amor de Dios a sí mismo, pues Dios "es un verdadero padre que engendra hijos, y después que los ha engendrado los mantiene con toda diligencia". Pero en León Hebreo la creación no implica necesidad racional alguna, ni fatalidad lógica, sino que es prueba de amor divino, un amor que ya no se determina como pasión por lo hermoso y apropiable, sino por lo puramente bueno en su universalidad. De esta manera, "amando Dios la perfección de sus criaturas, ama la perfección relativa de su operación, en la cual el defecto de la cosa obrada induciría sombra de defecto, y la perfección de ella ratificará la perfección de su divina operación: de donde dicen los antiguos, que el hombre justo hace perfecto el resplandor de la divinidad, y el inicuo lo mancha". Así que... "amando Dios la perfección, ama la perfección de su divina acción: y la falta, que se le presupone, no es en su esencia, sino en la sombra de la relación del Creador a la criatura: que pudiendo ser maculado por defecto de sus criaturas, desea su inmaculada perfección con la deseada perfección de su criaturas" (171-172,IG).

     De este modo, la unión de Dios y el mundo depende, ya no del esfuerzo divino, sino de la criatura. "Dios no desea su unión con las criaturas, como hacen los demás amantes, sino que desea la unión de sus criaturas con su divinidad" (172-173, IG).

     Desde luego, es difícil evitar oír ecos panteístas en los textos de León Hebreo, como un correlato teológico inevitable del principio metafísico de plenitud y completud; pero su extraordinaria sutileza dialéctica le evitan caer en la absorción espinocista de Dios en la Naturaleza. Como dice José L. Abellán, más que un panteísmo explícito, hay una evidente oscilación entre el monismo emanantista de raíz neoplatónica y el trascendentalismo judeocristiano.

     Mejor todavía lo explicó Suzanne Damiens: "Sin duda, León Hebreo ha resistido a la tentación del panteísmo, ya que sostenía la relativa independencia de las criaturas respecto del Creador, lo que da al trabajo de salvación, que las criaturas más inteligentes pueden realizar, un sentido de conquista personal, permitiendo al mismo tiempo que veamos en Dios, con más facilidad que en Spinoza, un Dios "persona" cuyo amor no es una necesidad estricta, sino que representa un acto de generosidad y de paternidad conforme a la caridad cristiana" (“Amour et intellect chez León L’Hebreu”, Toulouse, 1971).

     Si el armonismo es el contenido voluntario del humanismo, al que la ilustración de Kant llamará "buena voluntad", la clave del humanismo está precisamente en esta identificación de la dignidad del hombre con la oportunidad práctica de modificar y elegir su suerte, mejorando su destino, obrando con amor, retornando el mismo Amor que le produjo, devolviendo a Dios su generosidad creadora y gratuita labor, a la vez que se diviniza en su acción reproductora...

     Porque, ante la adversa fortuna, sólo la excelencia salva, y en el carácter del hombre, en esa doble naturaleza espiritual en que realiza su personalísima diferencia, radica su esperanza.                      

         

Nota bene

 

(1) Para las citas de los Diálogos de Amor de León Hebreo seguimos dos ediciones, la facsímil de La traduzion del Indio de los tres Diálogos…, hecha en casa de Pedro Madrigal, Madrid, MDXC (Sevilla, 1989), con introducción y notas de Miguel de Burgos Núñez. Hemos modernizado algo el texto y añadido para esta edición las siglas IG. La edición moderna de David Romano (Tecnos, 1986), introducida y anotada por Andrés Soria Olmedo la citamos DR. Los Dialoghi D’Amore fueron publicados en Roma en 1535 en italiano florentino. Se ha especulado con una primitiva edición en español o latín, pero no hay prueba de ello.

(2)v. J. Biedma “Hermenéutica del amor y la felicidad en la mística de San Juan de la Cruz”, Rev. San Juan de la Cruz, 2ª etapa, año X, nº 13-1994/1, pgs. 73-88.  

Crítica de la apariencia

Crítica de la apariencia

EL SUJETO DESENGAÑADO DE GRACIÁN

 

            En 2001 se cumplel cuarto centenario del nacimiento de Baltasar Gracián (muerto en Tarazona en 1658). En conmemoración de dicho evento, el Centro Mediterráneo de la Universidad de Granada dedicó un curso de verano al ingenioso aragonés (decir en este caso "ingenioso" es más y menos de lo que se suele), bajo el rótulo de "El mundo de Gracián".  Con la intención de escribir una comunicación para dicho curso, desempolvé las obras de Gracián que poseo. Son buenas ediciones, aun incompletas. Aproveché para leer una bonita monografía que os comento:

            Gracián: Vida, estilo y reflexión. Jorge M. Ayala, con prólogo de Ceferino Peralta, editorial Cincel, Madrid, 1987.

            Se trata de una obra pedagógica, que incluye cuadros cronológicos, imágenes, selección de textos y un útil glosario. Dedica un capítulo a la relación de Gracián con el Barroco (la cultura del engaño y del desengaño) en el que recoge el siguiente soneto de Bartolomé Leonardo de Argensola:

           

            Yo os quiero confesar, don Juan primero,

            que aquel blanco y color de doña Elvira

            no tiene de ella más, si bien se mira,

            que el haberle costado su dinero.

 

            Pero tras eso confesaros quiero

            que es tanta la beldad de su mentira,

            que en vano a competir con ella aspira

            belleza igual de rostro verdadero.

 

            Mas ¿qué mucho que yo perdido ande

            por un engaño tal, pues que sabemos

            que nos engaña así la Naturaleza?

 

            Porque ese cielo azul que todos vemos,

            ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande

            que no sea verdad tanta belleza!

 

            A parte de estas joyas, en el librito de Ayala podrá encontrar el atento lector una buena y actualizada sinopsis de la vida de Gracián y una relación completa de sus obras. Las distinciones son precisas. Por ejemplo, la importante y muy gracianesca entre genio e ingenio.  Genio son las aptitudes naturales, heredadas genéticamente (biotipo y temperamento, diríamos hoy); mientras que ingenio es una cualidad intelectual que perfecciona al hombre ayudándole en el conocimiento de la verdad, en la producción de la belleza y en el buen comportamiento. El genio y la figura… hasta la sepultura, pero el ingenio es susceptible de cultivo y maduración. Juicio e ingenio son las dos facultades universales del entendimiento: el juicio busca la verdad, el ingenio lo hace a través de la belleza. 

            "No se contenta el ingenio con la verdad, como el juicio, sino que aspira a la hermosura" (Gracián, Agudeza y arte de ingenio, II). La "flamante teoría" del ingenio se apoya en una visión de la realidad típicamente barroca: contra el testimonio de los sentidos que nos informan del mundo como un caos, el entendimiento ingenioso descubre la existencia de un tejido de correspondencias, semejanzas y desemejanzas, entre los objetos, que hacen de éste una realidad maravillosa y sugestiva. 

            He tenido estos días también a la vista el libro de José Antonio Maravall. La cultura del barroco, Ariel,  Madrid, 1980. En el que se cita:

 

            "Todo el universo es una universal variedad, que al cabo viene a ser armonía" (El discreto, VI).

 

            Particularmente, he trabajado del libro de Maravall el capítulo 6: "Imagen del mundo y del hombre". Me ha parecido muy perspicaz la observación psicológica de que la cultura del barroco es efecto del choque de las recrecidas pretensiones del Renacimiento con la rebaja de los grandes desastres del seiscientos: guerras internacionales, pestes, quiebras, desconcierto...

            Maravall recoge una interesante observación de Carlyle (Sartor resartur): La felicidad es el cociente que resulta de dividir el logro por la aspiración. Si, pues, las aspiraciones del Renacimiento eran desmedidas y se alargan literalmente con el Manierismo, el Barroco tiende al pesimismo. El malestar procede -explica Maravall- de una desorbitada expansión de las aspiraciones.

            El pesimismo de Gracián -a pesar de la gracia que hizo a Schopenhauer y a su epígono, el gran sofista bigotudo- no tiene nada que ver con el tragicismo vitalista de Nietzsche. Si se puede hablar del mundo al revés es porque el mundo tiene un derecho, una forma correcta de ser. Gracián es un moralista neto, menos dubitativo que Descartes, y expone -como Descartes- una moral acomodaticia de fondo discrepante, pero humanista, más bien que conservadora.

            El hombre, convertido en Persona, es el perplejo peregrino de un mundo-laberinto, de un mundo-mesón, de un mundo-teatro, de un mundo-posada...

            Más que el aprecio del mundo, el Barroco apunta hacia una desvalorización del mundo, todo apariencia y engaño... No obstante, Gracián podría haber hecho suya seguramente la famosa frase de Gransci: "pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad". La mente barroca afirma una última concordancia. Mediante un adecuado ajuste a los aspectos pesimistas, se pueden obtener resultados favorables en la práctica. La "tan plausible armonía" -dice Gracián- "se concierta de desconciertos" (El Criticón, I, iii).

            Empieza a tomar cuerpo la idea de que el microcosmos del ser humano es una lucha incensante, un universo dinámico: el hombre es un ser agónico, interior y exteriormente. Un siglo de guerras pone de moda el tópico de la Asinaria de Plauto, que explotó Hobbes: ’homo homini lupus’, el hombre es un lobo para el hombre. En el año mismo en que se publica el Leviathan (1651) aparece la primera parte de El Criticón, obra en la que Gracián afirma que, entre los hombres, "cada uno es un lobo para el otro, si ya no es peor el ser hombre" (I, iv).

            El hombre no es bueno por naturaleza, ni la naturaleza es buena por sí misma. Hace personas la cultura y el artificio; ennoblece la selva en jardín. Hay en nosotros una "siniestra inclinación" (El Criticón, I, v), una "depravada propensión al mal". Nuestra condición natural es el engaño. El fruto de la Razón es el desengaño. Desilusión es un nombre de la Sabiduría.

            Sin embargo, el sujeto gracianesco está más próximo al "sujeto ensalzado" de Descartes, que al "sujeto humillado" de Nietzsche (las expresiones entrecomilladas son de Ricoeur). En la crisi nona de El Criticón: "Moral anatomía del Hombre", se pone de manifiesto la fundamental ambigüedad del humán:

 

"Ninguna de todas las cosas criadas yerra su fin, sino el hombre; él sólo desatina, ocasionándole este achaque la misma nobleza de su albedrío". "Entre todas las maravillas... el mismo hombre fue la mayor de todas"... "El es la criatura más noble de cuantas vemos, monarca en este gran palacio del mundo, con posesión de la tierra y con expectativa del cielo, criado de Dios, por Dios y para Dios".

           

            Nietzsche nunca asumió con tolerancia y caridad, como hubiera hecho un católico, aquella verdad de la que Montaigne hizo sentencia: "notre être est cimenté de qualités maladives". (Essais, III, i). El hombre es un ser en lucha contra sí mismo. Es cuesta arriba la virtud, mientras que todas las pasiones y vicios hacen caudillo de sí al deleite.

            Maravall habla del hombre del Barroco como de un "hombre en acecho", "siempre alerta entre enemigos", y el peor de los enemigos, lo llevamos dentro. Descartes hizo por ello divisa de la cautela: "Avanzo ocultándome". Montaigne del escepticismo. Otros de la desconfianza, Gracián del desengaño...

            Los europeos demostraron en el seiscientos una extrema capacidad para la crueldad, la violencia, la truculencia sangrienta. Si los españoles fuimos en ello campeones, no fuimos desde luego los únicos contendientes en ese circo tremendo, por mucho que insistiera en ello la “leyenda negra”. El arte macabro fue común en el Barroco de la Contrarreforma en gran parte de Europa.

            El absolutismo, para conservar atemorizadas a las gentes y aglutinarlas eficazmente en su régimen, hizo pedagogía de la violencia. Esa pedagogía ha subsistido en España hasta hace dos días. Las procesiones con frailes cubiertos de ceniza y cilicios, con calaveras y cruces en las manos, con coronas de abrojos, vertiendo sangre, con sogas y cadenas a los cuellos, con grillos en los pies, hiriéndose los pechos con piedras, así como las corridas de toros, forman parte de esta pedagogía de la violencia...  La corte admira -según testimonio de los cronistas de la época- estos ejemplos de "ternura, lágrimas y devoción".

            Esta sentimentalidad trágica trascenderá al romanticismo, si bien ya mucho menos crédula. A los sentimientos se les asigna una gran tarea publicitaria, son motivos que exacerban el interés por lo numinoso, lo enigmático, lo sobrenatural, la contemplación morbosa de la muerte... Quevedo: "conmigo llevo la tierra y la muerte". En muchas de estas expresiones -es curioso- el dogma cristiano de la resurrección no queda demasiado bien parado.

            No obstante, en esta época se irá construyendo una visión de la historia en avance, una "conciencia porvenirista" que alcanzará su consagración en el mito o idea ilustrada del progreso.

            No creo que fuera posible explotar hemenéuticamente la tesis de K. Heger, de un "pensamiento mercantil" en Gracián, reflejado en el sentido que cobran en él conceptos como "valor, estimación, aprecio, provecho, utilidad"... El pragmatismo de Gracián no es de ningún modo mercantilista, sino prudencial, senequista, aristocrático, estoico.

            Al final he convertido una nota bibliográfica en algo así como el borrador de una comunicación sobre Gracián. ..

             

 

El fin de la cultura faústica

El fin de la cultura faústica

EL HOMBRE Y LA TÉCNICA de O. Spengler.

 

Encontré este libro de Oswald Spengler, El hombre y la técnica y otros ensayos (1931), en unos puestos de la feria del libro, por doscientas de las antiguas pesetas, un precioso ejemplar de la emblemática colección Austral. La traducción, de mi paisano Manuel García Morente, es de 1947. El estilo de Spengler es ágil y rápido, recuerda, aun traducido, el de Ortega, estilo que Gadamer definió una vez como de "concisión iluminativa".

        Spengler cree que el hombre es un animal de rapiña: la forma suprema de la vida movediza salió rebelde: animal de empresa. Por eso, "artificial es toda labor humana". El hombre arrebata a la naturaleza el privilegio de la creación, desprendiéndose de los vínculos de la naturaleza, se aleja de ella, hostil a su origen. "Esta es su «historia universal», la historia de una disensión fatal".

        Su visión de la historia del hombre y de la cultura es trágica, nietzscheana, tardorromántica: "El optimismo es cobardía". El autor de La decadencia de Occidente piensa que el alma de la cultura tiene también su ciclo vital, su descenso hacia la muerte. La tragedia del hombre comienza con su rebelión: la naturaleza es más fuerte, el hombre sigue dependiendo de ella, por eso su lucha contra la naturaleza es una lucha sin esperanza y, sin embargo, el hombre la lleva hasta el final.

        A este respecto, el florecimiento técnico es lujo espiritual, fruto tardío, dulce y frágil, de una creciente artificialidad y espiritualización.

        Nuestra técnica ha nacido de la "cultura fáustica", la más trágica y poderosa de las culturas, a causa de la profunda disensión interna de su alma. Aquí, en Occidente y gracias sobre todo a los pueblos nórdicos, la lucha entre la naturaleza y el hombre ha sido llevada hasta su término. Fueron los frailes nórdicos quienes desde el siglo XIII desarrollaron una teoría científica prácticamente utilizable.

        Toda teoría científico-natural es un mito y depende de la religión, pero estos wikingos del espíritu construyeron un mito prácticamente utilizable: Grosseteste, Roger Bacon, Alberto Magno... De aquí deriva el experimento, la ’scientia experimentalis’ de Bacon: la inquisición de la naturaleza con aparatos de tortura, con palancas y tornillos. ’Experimentum enim solum certificat’ (Alberto Magno). Es la astucia guerrera de los animales rapaces. Decían que querían conocer a Dios, pero en realidad querían aislar, hacer utilizables y palpables las fuerzas de la naturaleza inorgánica.

        La física fáustica es dinámica, frente a la estática de los griegos y a la alquimia de los árabes. No se trata de materia, sino de fuerza. La masa misma es una función de la energía. Grosseteste desarrolla una teoría del espacio como función de la luz...

        Ya no se trata sólo de saquear a la naturaleza, sino de ponerla en tensión, sometiéndola con todas sus fuerzas al yugo para multiplicar el poder del hombre. El sabio fáustico sueña con poner todo el universo al servicio de su voluntad de omnipotencia. Los que no están poseídos de este entusiasmo sienten esta hybris, este soberbio sueño, como algo diabólico.

 

        O. Spengler combate manidas creencias:

 

        "No es verdad que la técnica humana ahorre trabajo. A la esencia misma de la técnica humana, variable y personal, pertenece, en oposición a la técnica específica de los animales, el que cada invención contenga la posibilidad y necesidad de nuevas invenciones, de que cada deseo cumplido despierte mil otros deseos y cada triunfo logrado sobre la naturaleza estimule a nuevos y mayores éxitos. El alma de este animal rapaz es insaciable, su voluntad no puede nunca satisfacerse; tal es la maldición que pesa sobre este tipo de vida, pero también la grandeza de su destino. La paz, la felicidad, el goce, son desconocidos justamente para los ejemplares superiores. Ningún inventor ha previsto nunca exactamente el efecto práctico de su acción"

 

        "Ese pequeño creador ’contra natura’, ese revolucionario en el mundo de la vida, conviértese en el esclavo de su propia creación... El animal de rapiña... hase aprisionado a sí mismo". "La técnica es la táctica de la vida entera. Es la forma íntima del manejarse en la lucha, que es idéntica a la vida misma".

       

La técnica es antiquísima, tan antigua como la mano. La mano inerme no tiene valor por sí sola. La mano exige el arma, el instrumento: "la mano se ha hecho sobre la figura de la herramienta". Por eso, los más antiguos restos humanos y las más antiguas herramientas tienen la misma edad. "Al ojo del animal rapaz que domina «teóricamente» el mundo, añádese la mano humana, que lo domina prácticamente". El humano mismo se ha hecho humano por la mano.

        El mismo lenguaje es de naturaleza práctica, dialógica, representa el acto verificado entre varios según un plan. "Todo lenguaje es de naturaleza práctica; su base es el «pensar de la mano»". Pero el desarrollo del lenguaje hace posible una auténtica revolución del alma: el pensar, el espíritu, el entendimiento... merced al lenguaje, se emancipan de la vinculación a la mano activa, aparece como una fuerza independiente. El pensamiento de empresa se apodera cada vez más de la vida anímica. La vida se vuelve más y más artificial.

        Las formas más primitivas del lenguaje fueron el mandato, la expresión de obediencia, la pregunta, la negación... pero de esas ilocuciones conativas –por usar una expresión actual- nacerá el juicio, tal vez como representación superior de un consenso o como fórmula sagrada...

       

Spengler distingue entre la nobleza y el sacerdocio. El noble, guerrero, aventurero, vive en el mundo de los hechos. El sacerdote, sabio, filósofo, vive en su mundo de verdades. "El uno sufre o es un destino. El otro piensa en causalidades"... "Aquél quiere poner el espíritu al servicio de su vida fuerte. Éste quiere poner su vida al servicio del espíritu". Esta contraposición ha adquirido su forma más irreconciliable en la cultura fáustica: "en la cual la orgullosa sangre de los animales rapaces se subleva por última vez contra la tiranía del pensamiento puro".

        De esa sublevación ha nacido la industria moderna y la máquina. El sucesor de aquellos frailes góticos es al sabio inventor profano, "sacerdote sapiente de la máquina". Con su racionalismo práctico, la "creencia en la técnica" se convierte casi en religión materialista. "La técnica es eterna e imperecedera como Dios Padre; salva a la humanidad como el Hijo; nos ilumina, como el Espíritu Santo. Y su adorador es el filisteo moderno del progreso, desde La Mettrie hasta Lenin".

        "Nadie puede prever los efectos de una «conquista técnica de la humanidad»". La tecnociencia no nace de la voluntad de verdad, sino de la voluntad nórdica de dominio: "Todas las grandes invenciones y empresas proceden del deleite que el hombre fuerte paladea en la victoria". Por eso, el héroe fáustico no es el sabio contemplativo o el místico religioso, sino el ingeniero, el empresario, el gestor, el inventor.

 

        Pero el final de esa cultura fáustica ha empezado ya. Tres signos lo delatan:

 

        El pensamiento fáustico empieza a hartarse de la técnica. La máquina era un símbolo, un ideal oculto, el ’perpetuum mobile’, una necesidad espiritual y anímica, no vital, que ya comienza a contradecir en muchos puntos a la práctica científica. La descomposición se anuncia por todos sitios. La máquina anula su fin por su número y su refinamiento. El automóvil, por ejemplo, anula por su masa en las grandes ciudades el efecto que quería conseguir; y se llega a los sitios más deprisa a pie. Siéntese el atractivo de formas vitales más sencillas, más próximas a la naturaleza. Los jóvenes se dedican al deporte en lugar de dedicarse a los ensayos técnicos. Los talentos más fuertes se desvían de los problemas prácticos... Empiezan a resucitar el ocultismo y el espiritismo, las filosofías orientales, las cavilaciones metafísicas... Dentro de poco -dice Spengler, en 1931- sólo habrá disponibles talentos de segundo orden, epígonos de una gran época.

        La sublevación de las manos contra su destino. La nivelación a la que llamó Ortega "rebelión de las masas". "La organización del trabajo, tal como reside desde milenios en el concepto de la acción entre muchos y que tiene por fundamento la distinción entre directores y dirigidos, entre cabezas y manos, está siendo deshecha desde abajo". Pero la «masa» no es más que una negación. Cuando los directores huyen, dimiten o se ocultan, los dirigidos, ya inútiles, están perdidos.

        3º El tercer síntoma es una traición a la técnica. Occidente ha comunicado su secreto. Ya no exporta sólo productos, sino también la industria y sus secretos. La ciega voluntad de poderío del hombre blanco empieza a cometer errores decisivos. Japoneses, indios... comprenden nuestra fuerza y la aprovechan. "Los adversarios han alcanzado a sus modelos y acaso los superen con la mezcla de las razas de color y con la archimadura inteligencia de civilizaciones antiquísimas". Pero para estos hombres, la técnica no es un fin, sino un arma en su lucha contra la civilización fáustica. Conseguido el fin, desaparecerá también el medio.

        No será, según Spengler, el agotamiento de las materias primas lo que acabará con la técnica americana y europeo-occidental ("el pensamiento técnico descubrirá muy pronto otras fuerzas distintas"), sino la incapacidad del pensamiento que en ella actúa para permanecer en su altura creadora. 

Comentario: La profecía de Spengler sirve como aviso. El pensamiento tecnocientífico no sólo no está en declive, sino que estamos viviendo una revolución de consecuencias extraordinarias, en varios frentes, en el campo de las telecomunicaciones, en el de las neurociencias, en la investigación e ingeniería genética. El sueño fáustico alcanza por momentos la posibilidad de realizarse como paraíso o como pesadilla. Y del humán puede incluso intervenir en su propia naturaleza genética. 

                                        J. Biedma

El príncipe de los médicos

El príncipe de los médicos

Gilbert Sinoué. Avicena. Título original: Avicenne ou la route d'Ispahan (1989), traducción de Manuel Serrat Crespo, Ediciones Folio, Barcelona 2000.

 

Encantadora, esta novela histórica. El mundo que nos describe nos resulta completamente exótico y remoto, heroico y legendario. El padre de Avicena procedía de lo que hoy llamamos Afganistán. Su madre, de origen judío, hablaba parsi. Abú Alí ibn Sina era un persa bilingüe árabe y parsi) con un talento extraordinario para todos los campos del saber. La obra está construida sobre una buena documentación y contiene su pizca de sal y de pimienta: medicina, filosofía, algo de mística y una erótica muy francesa. La vida de Ibn Sina transcurre como una peregrinación y una huida, hacia el sur, desde Bujará, Gurgandj, Gurgan, Raiy, Ardabil, Hamadhan, hasta Isfahán, desde el mar de Jwarizm hasta el mar de Fars, al que no llegará a asomarse jamás.

Avicena, príncipe de los médicos, cuya sabiduría y prudencia deslumbraron a todos los hombres, ya fueran califas, visires, príncipes, mendigos, jefes guerreros o poetas, allá por los finales del siglo X y el principio del siglo XI de la era cristiana.

El libro me ha sacado de un viejo error. Se suele decir en los manuales de historia de la filosofía que Avicena dijo haber leído cuarenta veces la "Teología" de Aristóteles sin entender ni papa. Se suele decir esto cuando se comenta el feo estilo de la Metafísica, debido a que Andrónico de Rodas, su primer editor, debió  recoger en esta obra escritos "acusmáticos" (tomados al oído de las explicaciones de Aristóteles por alguno de sus discípulo o varios). También es posibl o a que los ce que los catorce libros de la Metafísica (o Teología) de Aristóteles fuesen una especie de esquema usado por el Estagirita para sus clases del Liceo.

Sea como fuere, la anécdota no se refiere propiamente a ninguna obra de Aristóteles. En realidad, lo que Ibn Sina tenía por la "Teología" de Aristóteles eran algunos extractos de las Enéadas de Plotino, atribuidas erróneamente al filósofo clásico. Al parecer, ese error de atribución gravita sobre toda su obra. Avicena debió quedar perplejo ante las incongruencias entre el idealismo de la teología plotiniana y el realismo científico del resto de escritos que conocía de El Filósofo, cuyo empirismo apreciaba como médico. Según Gilbert Sinoué, Avicena prefería creer que era él quien se equivocaba. Es posible -afortunada paradoja- que el pensamiento de Avicena fuese estimulado por estas contradicciones y tensiones debidas a los azares de la transmisión oriental de la cultura griega.

 

He subrayado un pasaje en el que se describe la discriminación que sufrían los cristianos, judíos, e infieles y extranjeros en general, en los territorios islámicos en aquella época. El término era 'dhirmmi'. Por ese apodo se conocía a quienes obtenían por breve tiempo el derecho de permanecer en tierra del Islam. Tras la palabra se ocultaban una serie de jugarretas y medidas vejatorias, desde la prohibición de vestirse a lo árabe... hasta el pago de un impuesto. Pero lo más molesto era, sin duda, la obligación de llevar una señal distintiva: para el judío era un chal amarillo; para el cristiano, un cinturón de color negro. Estos signos discriminaban como "bárbaro" a quienes marcaban.

     A este respecto, se cita un versículo del Corán desprovisto de toda ambigüedad: «¡Oh vosotros, los creyentes! No toméis por amigos a los judíos y los cristianos, son amigos los unos de los otros. Quien los toma por amigos es de los suyos. Dios no dirige al pueblo injusto.» El propio Avicena tuvo que padecer el baldón del origen hebreo de su madre.

     También se cita no obstante la sura tercera: «Decid: Creemos en Dios, en lo que nos fue revelado, en lo que fue revelado a Abraham, Ismael, Isaac, Jacob y a las tribus; en lo que fue entregado a Moisés y a Jesús; en lo que recibieron los profetas de parte de su señor. No tenemos preferencia por ninguno de ellos: ¡estamos sometidos a Dios!». Se me escapa el motivo por el que se cita este pasaje como versículo 136. En mi ejemplar del Corán (ed. de Julio Cortés), lleva el número 84: «Di: "Creemos en Dios y en lo que se nos ha revelado, en lo que se ha revelado a Abraham, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus, en lo que Moisés, Jesús y los profetas han recibido de su Señor. No hacemos distinción entre ninguno de ellos y nos sometemos a Él"».

 

          José Biedma