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JONÁS, PROFETA DESOBEDIENTE

JONÁS, PROFETA DESOBEDIENTE

 

                                                 Para Magüy

Estimulado por el insólito final de una película recomendable, Clamando al cielo ("Commandments", Daniel Taplitz, 1996), y que recoge el símbolo del hombre tragado y devuelto por el gran pez, he descubierto la originalidad y el encanto del libro bíblico de Jonás. Más que un libro profético es una historia fantástica, irónica y benevolente. La traducción más literal de la película de Taplitz debiera haber sido tal vez "Mandamientos", pero parece que hoy nos da más vergüenza emplear los términos morales o religiosos que los tacos más salaces. Tampoco el pudor escapa a los rigores del tiempo. La vergüenza no se pierde, pero sí cambia aquello por lo que nos avergonzamos.

En los frescos de la sacristía del Hospital de Santiago de Úbeda, los profetas menores están representados por Jonás y Eliseo. En su interpretación del fresco, Joaquín Montes Bardo nos recuerda que el episodio  es una alusión al propio Cristo, imagen de su resurrección: Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches (Mat. 12, 40). La Biblia de los pobres también asociaba el Descendimiento de Cristo con Jonás y la ballena, y su Resurrección con el mismo profeta vomitado por el cetáceo (El Hospital de Santiago en Úbeda: Arte, Mentalidad y Culto).

Leyendo el libro de Jonás da la impresión de que faltan partes. Los saltos son abruptos, como si se tratara del resumen de un relato mayor. Los eruditos sitúan la composición de esta obra hacia el siglo V a. C. Cuenta la historia de un profeta desobediente. El pobre Jonás no desea aceptar el encarguito que le hace el Todopoderoso: convertir a los de Nínive, y huye de su misión profética a Tarsis. Jonás no quiere ejercer de profeta ni arrastrado, ni cobrando. Carece sin más de aptitudes para hacer de profeta, por más que Yavé elija imponerle esta dura e ingrata profesión. Nada escapa a la ira de Yavé, nada puede sustraerse a su voluntad impunemente...

Mientras un gran viento se desencadena sobre el mar y los marineros, gentiles, invocan cada uno a su dios, resulta que Jonás está roncando en la panza de la nave, sobando en el fondo del barco. Esto molesta a los devotos paganos, pasmados ante semejante indiferencia. Jonás no parece muy temeroso de perder la vida. Pasa de la vida, precisamente porque se le ha arrojado a una corriente que no le va. Él mismo les propone a sus compañeros de dramática travesía que le tiren por la borda. Está claro que está gafado por no tener vocación de profeta o por no asumir la "vocación" que se le impone.

Aquellos gentiles, aunque no creyesen en Yavé, eran buena gente. No querían verter sangre inocente. Sin embargo, incapaces de ganar la costa, y convencidos de la culpa del prófugo, acaban tirando a Jonás al mar. Inmediatamente, las olas calmaron  su furia.

Fue entonces cuando Dios dispuso que un gran pez se tragase a Jonás. En el vientre del monstruo, como el carpintero Gepetto, pasó Jonás tres días y tres noches. El vientre de la ballena -dicen los exégetas- representa el Reino de la muerte. Pero ni la muerte quiere a Jonás, se le atraganta al monstruo y el gran bicho le vomita en tierra.

Profeta a la fuerza, marcha por fin a Nínive (una ciudad tan grande que hacían falta tres días -precisamente tres- para recorrerla) y convierte a sus paisanos amenazándoles con el fin del mundo en cuarenta días. A todo esto, el Dios de Jonás es tan pintoresco como su profeta, pues, vistas las sinceras pruebas de arrepentimiento de los ninivitas, Él mismo se arrepiente de haberse propuesto la destrucción de la ciudad. "Y no lo hizo".

Lo cual irrita a Jonás sobremanera, irritación esta que deja al lector -o por lo menos a mí me dejó- estupefacto. ¿Por qué se disgustó tanto Jonás por que Dios no destruyera la ciudad? Pues tal vez porque había predicho que Nínive sería destruida en cuarenta días y ahora su Dios le iba a dejar, como adivino, a la altura de unas zapatillas rusas (de después de la perestroika), y como profeta, totalmente desacreditado. "Vaya un pedagogo que es mi Dios -pensaría tal vez Jonás-; amenaza con un castigo y luego no cumple". Debía sentirse Jonás como tantos profesores que, en lugar de verse respaldados por las autoridades académicas, se bajan los pantalones ante cualquier reclamación, por injusta que fuere, a la primera de cambio. 

No obstante, parece ser que Jonás ya sabía que Yavé es más misericordioso que colérico, más clemente que vengativo. Fue por eso precisamente -según dice- por lo que se apresuró en huir a Tarsis. Ahora, cuando le suplica  a Dios mismo que le dé la muerte, Yahveh le llama al orden, le anima a que no pierda la calma: "¿Te parece bien irritarte?".

Pues sí: Jonás estaba más cabreado que su colega Jeremías. Sale de la ciudad, se hace una cabaña y se sienta  a ver qué hace Dios con la dichosa o maldita ciudad. Los prodigios de Yavé se precipitan... Hace crecer una planta de ricino por encima de Jonás "para dar sombra a su cabeza y librarle así de su mal". Una terapia de choque, diríamos hoy. Contra la mala leche, ¡toma ricino! Pero los designios de Dios son inescrutables, ¡o surrealistas! Quiero decir que están más allá de la capacidad humana de comprensión. Ahora que Jonás se había puesto contento a la sombrica del ricino y ahora que se le había pasado el disgusto por no poder darse el gusto de ver a los ninivitas ardiendo, churrascados vivos, y renegando de sus falsos ídolos, "al rallar el alba, Yavé mandó a un gusano, y el gusano picó al ricino, que se secó". ¿Será ese el gusanillo que dicen matar algunos paisanos míos con copas de aguardiente desde que amanece?...

El caso fue que no contento con dejar a su profeta sin sombra, manda Dios un viento solano que hiere la cabeza de Jonás provocándole un desvanecimiento. Harto de los caprichos del Altísimo -donde dije “destruyo” ahora digo “construyo”- y fastidiado por tantas jugarretas (al contrario que el santo Job), Jonás se desea otra vez la muerte.

       Y Yavé dice:

       «Tú tienes lástima de un ricino por el que nada te fatigaste, que no hiciste tú crecer, que en el término de una noche fue y en el término de una noche feneció. ¿Y no voy a tener lástima yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?»

Obsérvese como las divinas palabras rezuman dulce y benévola ironía. La solicitud de Dios no sólo se extiende a los animales, sino también, incluso, a los idiotas.

La noche del Océano de María Lorenzo

La noche del Océano de María Lorenzo

María Lorenzo nació en Torrevieja en 1977, doctora en Bellas Artes, enseña animación en la Universidad de Valencia. Destacan sus cortometrajes en ese campo: Retrato de D. (2004), La flor carnivora (2009), El gato baila con su sombra (2012), y La noche del Océano (2014). Un de los picto-gramas de esta última obra adorna este artículo.

Su hermana, Encarnación Lorenzo, responsable del magnífico blog Ateneas (sobre mujeres culturalmente relevantes e injustamente olvidadas), y Tinieblas en el corazón (Pensar la antropología), me pidió un comentario sobre el cortometraje de María, halagándome con la idea de que soy experto en ciencia ficción. Bueno, me gusta la literatura fantástica y la sci-fi, pero tampoco me tengo por un experto en ello, además es discutible que el relato de Robert Barlow pertenezca a ese subgénero, más bien lo encuadraría yo en el más general de literatura fantástica. El conflicto entre lo real y lo fantástico aparecen en el relato y en el corto suavizados, lo que hace que lo imposible acabe resultándonos verosímil, clave esta de toda narración que pretenda absorber al lector o al espectador...

He visto por segunda vez el cortometraje de María Lorenzo. Es una delicia. Poético, melancólico, muy plástico, con esa pincelada tan musical y suelta que para nada olvida su base artesanal y pictórica, que para nada renuncia a mostrarse como artificio, acompañado todo ello por una excelente banda sonora de Armando Bernabeu Lorenzo... 

La noche del océano -el relato de Robert Barlow revisado por Lovecraft- nos habla de la fascinación del Océano, una fascinación en cierta medida autodestructiva, tanática. El Océano es un símbolo también de cierto ensimismamiento morboso, como el de quien queda hipnotizado por el sonido de su pulso o el ritmo de su respiración. En pequeñas dosis, desde luego, tales atenciones concentradas pueden servir para limpiar la mente, para desestresar. Son técnicas que explota la Meditación de estirpe oriental, y es lo que busca el protagonista en la soledad de una casita alquilada en la playa, alejándose así de las preocupaciones cotidianas.
Pero al buen tiempo sucede otro... La obsesión por las profundidades marinas y el impulso irresistible a dejar de ser en ellas o a entregarse a ese misterio tremendo, me trae a la memoria la suicida compulsión que sentía mi apreciadísima e hiperestésica Virginia Woolf, cuya obra más fascinante se titula precisamente Las olas... 
En un momento del relato, el protagonista habla de la mirada del Océano, en otro habla de esa masa inquietante de vida y muerte palpitante, imponente y amedrentadora, como si se tratase de una mente que reflexiona (como en Solaris de Lem). Se mira en él como en un espejo en el que aparecen las sombras ambiguas del origen y del final, del alfa y omega de la vida, al menos tal y como la sentimos y la entendemos ahora, desde nuestro diminuto observatorio terrenal.
Alguna vez oí que la composición química de nuestra sangre recuerda mucho la de ese caldo primordial, la de esa inmensa charca cenagosa en la que se criaron los embriones más simples de la vida organizada, de los que procedemos. ¿Parecida proporción de sales en nuestra sangre a la contenida en los océanos? No sé. Lo cierto es que al océano lo llevamos dentro, es nuestro fondo y tal vez también sea nuestro destino. A fin de cuentas, otros mamíferos han vuelto a él, como el hijo pródigo a la casa del padre.
También he oído que el pulso de la marea, ese ir y venir de las olas, que sirve de apropiado bajo continuo al cortometraje de María, relaja porque nos retrotrae al sonido del pulso de mamá, cuando medrábamos seguros en su vientre, al amparo y abrigo de tantos enemigos externos, por completo libres de dolor y de trabajo.
Las referencias al final de todos nosotros, a la muerte de la especie, al sol que declina, la tierra abandonada y las tinieblas que esperan su turno agazapadas en un rincón siniestro, no es nada esperanzadora, ni siquiera si se entrevé la continuidad de la vida en el útero marino, ese nicho en que todo se inició hace cuatro mil millones de años. Esa inquietud, desde luego, es muy propia del underground neorromántico de Lovecraft.

En un mundo mejor

En un mundo mejor

Susanne Bier ofrece en su película Haevnen (Venganza) una reflexión hermosa, edificante y narrativamente redonda sobre la violencia.

No es un secreto que la aptitud para la violencia y el ejercicio de la crueldad, respecto de nuestros mismos congéneres, nos caracteriza como especie. Y no sólo en momentos de extrema necesidad y miseria. Al parecer, en nuestra historia natural (filogenia), nuestra supervivencia no sólo ha dependido de nuestra capacidad para oponernos a los enemigos naturales de otras especies competidoras, sino que también han contado como competidores naturales nuestros congéneres. The Struggle for life tal vez explique lo que somos, pero no justifica lo que hacemos y no es -como diría Kant- muy racional tener lo que somos (nuestra naturaleza) por principio empírico de lo que debemos ser. Dicho más claramente, ser natural es poco decente. Es aquí donde estriba "la rareza" ejemplar de ese médico que marcha voluntariamente a exponer su vida y salvar gratuitamente la de otros -incluso si no lo merecen- en el infierno de África.

Por naturaleza, los seres humanos disfrutamos con la venganza. ¿Por eso será la venganza un "placer de dioses"? ¿O porque a ellos solos les esté reservada éticamente?

"Venganza" es el título original de la película de la directora danesa. Y Susanne Bier viene a decirnos que "venganza" nunca será lo mismo que "justicia". Además, puede que nuestros motivos para la venganza sean por completo imaginarios, como los del joven protagonista de En un mundo mejor (sorprendente traducción de la película  de marras al castellano), quien reprocha a su padre, injustamente, la muerte de cáncer de su madre.  

La muerte prematura, injustificable, de un ser querido puede llenarnos de rabia, de furia contenida, que podemos descargar en quien menos lo merece. La capacidad para no dar rienda suelta y arbitraria a dicha cólera, contra nuestro prójimo inocente, es algo que tiene que ser aprendido. El caso es que nadie es bueno o digno éticamente por naturaleza, al contrario de lo que una vez pretendió Rousseau. Ni bueno ni malo. Por naturaleza, somos más bien violentos, o podemos llegar a serlo. Basta para ello que sintamos el dolor del mundo como propio y no le hallemos la menor explicación, como suele ser el caso.

Pero bajo nuestras civilizadas sociedades del bienestar, más o menos opulentas y sofisticadas, subyacen las mismas miserables y diabólicas tendencias que arrastramos como predisposiciones, impuestas por nuestros programas genéticos. En Copenhague puede ser la vileza de un acosador escolar. En el entorno de un campamento de refugiados del África subsahariana, puede ser un demonio sin escrúpulos, un cacique tribal que abre los vientres de las mujeres embarazadas de las aldeas vecinas, para resolver apuestas sobre el sexo de los no natos con sus guerrilleros armados y drogados (o fanatizados).

La moraleja es simple. La violencia es propia de imbéciles. Ni siquiera sirve de contrapeso contra la misma violencia, porque siempre se producen daños colaterales. Los efectos perversos de la violencia, sus no previstos horrores.

Los fondos paisajísticos que sirven de marco a la narración resultan extraordinarios, tan terrenales como celestiales, una delicia estética. Una música bien simple y una interpretación del todo sobresaliente. Y no sólo la de los actores consumados, sino muy particularmente la de los dos actores jóvenes que hacen de amigos adolescentes.

Tras el nudo humano demasiado humano de la tempestad resentida, la calma del happy end ofrece un colchón de plumas para la serenidad, la amistad, el amor y la esperanza.

Muy recomendable como objeto de disfrute y entretenimiento, pero también como instrumento de reflexión y reconstrucción.

El peligro de los libros

El peligro de los libros

Debí de ver por primera vez Farenheit 451, la película de Truffaut (1966), a esa edad en que todo lo que impresiona deja huella fértil y perdurable, en plena adolescencia. Enseguida me enamoré de sus protagonistas, de Montag (Oskar Werner) el bombero rebelde, y de Clarisse (Julie Christie) la melancólica sirena que libera a Guy Montag con la llamada seductora, la música de palabras y el rumor de conversaciones de los antiguos libros, sacándole así del destructor barco de la censura, el coche inquisitorial de bomberos bibliófobos. La película transcurre en un clima frío, nórdico, otoñal. En su sobria pero misteriosa y sugerente atmósfera se esparcen los prohibidos libros por el suelo como aúreas y rojas hojas que llevan al infinito el pensamiento (parafraseo a Juan Ramón).

La novela fue escrita por el empedernido lector y escritor autodidacta Ray Bradbury (1920-2012), quien me sedujo definitivamente con sus Crónicas marcianas, y a quien me gustaría rendir homenaje con esta entrada. Publicada en 1953, es un potente alegato a favor de la libertad, y la cultura, nacido al hostigo y a la sombra tenebrosa de la censura del macartismo, y puede entenderse y sublimarse como un monumento universal contra los enemigos de los libros, y como una advertencia frente al riesgo de decaer en una sociedad tan tecnificada como ignorante. El más peligroso de todos los enemigos de los libros es un gobierno que impone el pensamiento único con el afán de robotizar a su población, concediéndole, a cambio de la renuncia al cultivo personal y diferenciado de su imaginación, la igualdad de una felicidad consumista, trivial y plana.

Como a Rodrigo Fresán, no me preocupa que las casas se llenen de robots, sino que las ciudades, sus estadios y sus aulas, se llenen de seres humanos robotizados, de rebaños digitales. Y tal vez también de gendarmes que persigan y denuncien a quienes se empeñen en ser diferentes y siguan leyendo a los clásicos, en lugar de degustar los fragmentos de naderías que "regala", como cebo, la publicidad. No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que sólo (se)mira en el espejo de la tecnología. Parlotean pero no escuchan.

Si, como Bradbury profetizó, el fútbol o el baloncesto inundan el mundo y la enseñanza básica se disuelve en un espectáculo mediático e igualador, ¿quiénes serán los nuevos yesqueros y cerilleros de Hitler o de Stalin?, ¿llevarán barba negra y turbante, o crestas de colores?, ¿en qué bandera se envolverán?, ¿bajo qué nuevo o antiguo "-ismo" legitimarán sus crímenes contra la memoria común de los textos inmortales? Como los describe Bradbury, serán sin duda almas tristes que creen que la filosofía, la fantasía, la ironía, la sátira, el romance, la crítica, el ensayo, el erotismo o el teatro, son perjudiciales para la mente. Mirarán con desdén a los lectores porque leer llena a la gente de angustia frente a una realidad reducida a actualidad, porque la gente descubre con la lectura la existencia de otros mundos, de mundos perdidos para siempre o por construir, de mundos posibles o paralelos... de realidades alternativas. Y es que al leer los humanos empiezan a hacerse preguntas, y con ellas, a modelarse diferentes al buscar respuestas originales, cuando para que rindan y consuman, como obedientes borregos, deben de ser todos iguales, productos standarizados y homogéneos que ansíen la basura que interesa producir.

Pero "el mejor polen del mundo, el polvo de los libros" (Bradbury). A ese ámbito ordenado de las bibliotecas lo soñó Borges como un cielo infinito, que tal vez sobrevivirá clandestino en altos áticos, en sótanos encantados, o en bosques donde puedan hallar cobijo y soledad sonora los hombres y las mujeres-libro.

Mi amiga Encarnación me ha enviado un texto sobre el estreno de la película Prometheus de Ridley Scott (muy inferior, desde luego, a Blade Runner) y la publicación de la novela Robopocalipsis, de Daniel Wilson. Las palabras del jefe de bomberos de Farenheit 451 que en el se citan no han perdido actualidad, como advertencia verosímil y siniestra:

"En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era ancho. Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos, de bocas. Población doble, triple, cuádruple. Filmes, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una vulgar uniformidad... Imagínalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos. Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco. Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario. Salir de la guardería infantil para ir a la universidad y regresar a la guardería. Esta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos o más. La mente del hombre gira tan deprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de tiempo. Los años de universidad se acortan, la disciplina se relaja, la filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo es lo único que cuenta, el placer domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, ajustar tornillos? La vida se convierte en una gran carrera, Montag. Todo se hace deprisa, de cualquier modo… Y cada vez la mente absorbe menos porque cuanto mayor y más rápido es el mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. No es extraño que los complicados libros dejaran de venderse… No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología y la explotación de masas produjo el fenómeno, a Dios gracias." 

Muerte en Venecia

Muerte en Venecia

Gélida perfección de lo sublime

He vuelto a La muerte en Venecia, el excelente relato de Thomas Mann (Der Tod in Venedig), como la abeja que vuelve para apurar el cáliz de la más hermosa flor. Esto tienen las obras maestras, que nunca se agotan. Obra maestra es también Death in Venice, la preciosista y morosa película de Luchino Visconti que ganó la "Palma de Oro" de Cannes en 1971.

He vuelto al cuento, animado por el extraordinario comentario que le dedica José Luis Pardo en su ensayo sobre La banalidad (1989).
Mann fue un artista, pero también un psicólogo y un filósofo, un humanista completo. Su relato es una profunda reflexión sobre las relaciones entre vida y arte, entre sensibilidad y belleza, donde aún resuenan los ecos de Platón. En su primer párrafo ya hay referencias a "la vibración interna del impulso creador" (Cicerón: motus animi continus). El protagonista de la novelita (hablo en diminutivo por la brevedad de la narración, no por su calidad), Gustavo Aschenbach, es sin duda un alter ego del propio Thomas Mann, un híbrido de disciplinada naturaleza alemana y espíritu bohemio (Thomas Mann era hijo de alemán, pero su madre era una mestiza de portugués e hindú). El profesor Aschenbach, en el otoño de su vida, es ya una figura reconocida, ha escrito una epopeya del gran Federico II, en el que recrea las chispeantes conversaciones del déspota ilustrado con Voltaire, una fuerte narración titulada Un miserable, en que demuestra como el conocimiento no puede justificar la perversión moral; y un apasionado ensayo intitulado Espíritu y Arte. Ha sido ennoblecido por su tapiz de la época de Federico y sus textos se estudian ya en las escuelas.

Toda la preciosa y reveladora ambigüedad de la novela y de la película sería aniquilada en reality show, supuestamente reinvindicativo, en homosexualidad y sexo, en nuestros tiempos antiespiritualistas, ramplones y chabacanos. La ambigüedad demoníaca (intermediaria, metaxý) de la forma (idea) se envilecería en mera pornografía, si la tratáramos como trata a las formas gran parte del cine español contemporáneo -por ejemplo.

"Las masas burguesas [más que "burguesas" yo diría hoy vulgares, o mediáticas y mediatizadas] se recogijan con las figuras acabadas, sin vacilaciones espirituales; pero la juventud apasionada e iconoclasta se siente atraída por lo problemático" (T. Mann)

Ojalá fuera así. Lo problemático es la misma forma que siempre presenta, por lo menos, un doble aspecto. El gran talento artístico no sólo nace de la larva del libertinaje, sino que también se exige a sí mismo disciplina y soledad. Libertad y respeto a la dignidad del espíritu. Juego y placer, pero también esfuerzo. El arte, para quien de verdad lo vive, es una vida enaltecida por aventuras imaginarias.

El arte es imagen, representación, idealidad, teatro. Connotación más que denotación, comprensión más que extensión; creencia y creancia ideal, más que realidad; espíritu y anhelo de la belleza pura, más que sexo; elevación, más que consumición y consumación física. Y es aquí donde la crítica de José Luis Pardo se vuelve muy pertinente:

"Una de las cosas que hacen admirable Death in Venice (Visconti, 1970) es la abrumadora carga de imágenes, susurros, connotaciones jamás resueltas que dominan la película tanto en su forma como en su fondo. Esta película pareció a los críticos tan enigmática que llegó a pensarse que era muda, que hacía falta dotarla de una voz. Lo que la voz decía era, por ejemplo, que el profesor Aschenbach sufría una homosexualidad paranoica cuyo rechazo le impulsaba a refugiarse obsesivamente en el purismo estético, ocultando su deseo perverso e impidiéndole su consumación física. Pero ¿qué es la relación física sino el más grosero modelo de la denotación excluyente y unívoca? La relación física recusa la emoción, obliga al deseo a entrar en la vía muerta de la descarga. Oímos esta voz en la propia película, en boca del colega que reprocha al profesor su cruel y extrasensorial frialdad y le recuerda el fondo diabólico de toda poesía. La misma voz se escucha fuera del film en boca de quienes encuentran el fundamento del perfeccionismo de Aschenbach en el rechazo de su pulsión griega, los que creen que el juego de la seducción de Taszio sólo puede ser el preludio de alguna denotación directa, aquellos que opinan que la película esconde un hardcore gay y temen que lo verdadero les haya sido escamoteado por un director prudente, preciosista y vergonzoso. Quienes hablan así sepultan bajo su voz la fuga de la imagen, y esperan recuperar algún día de las manos de los censores una versión íntegra que excluya la gélida perfección y que incluya, seguramente, la pornografía del inconsciente edípico". La banalidad, 3.6.1 "El spotismo ilustrado".

El propio Thomas Mann nos previene y comunica su repugnancia por "el indecoroso funcionario psíquico de la época, simbolizado en la figura de aquel semipícaro estúpido y morboso que busca su tragedia arrojando a su mujer en brazos de un adolescente, por impotencia, por vicio, por veleidad moral, y cree tener derecho a hacer cosas indignas so pretexto de profundidad de pensamiento".

Más allá del arte, Mann, que se mantuvo firme contra las tentaciones de la voluntad de pode nietzscheana y nazi (¡su crítica a la hipérbole vitalista y a la sofística del Zaratustra es magistral!), Mann es un artista, pero no un malvado. Y así viene a superar toda incertidumbre moral mediante el Milagro de la inocencia renovada, buscando un equilibrio aristocrático de la forma que implica una "decisión moral más allá de todo saber, de todo conocimiento disolvente y apático" (La Muerte en Venecia, Edhasa, Barcelona, 1971, trad. de Martín Rivas).

El mérito de la novela es también el mérito de la película. Volvamos a Pardo:

"El mérito de la película (...) reside en presentar la ’pulsión homosexual’ como una más de las connotaciones en la galaxia de una imagen en la que el ojo no puede ser detenido por ninguna voz, en la que la sexualidad se manifiesta como un invento del deseo y en la que el mismo Taszio no aparece como la obsesión secreta de Aschenbach, sino como la más bella invención del enfermo", La banalidad, pg. 147.

José Luis Pardo propone llamar "crisis de Venecia" al punto de desvanecimiento en el que la imagen (la forma, la idea, y muy particularmente la forma artística, diría yo) escapa de toda voz y, en lugar de enmudecer, se puebla de mil voces que susurran... O la voz inefable del espíritu que sopla donde y como quiere.

 

Indiscreta

Indiscreta

Uno se da cuenta viendo cine antiguo, tan antiguo como uno mismo, de los cambios sociales, sobre todo si atiende a los pequeños detalles. Por ejemplo, uno se percata de lo que ha avanzado el socialismo en Occidente desde la película de Stanley Donen, Indiscreta (1958), si repara en la indiferencia, o desvergüenza, con que Ingrid Bergman acepta el servilismo de los criados, mientras se enamora de un diplomático experto en finanzas (Cary Grant).

La clase alta era entonces una verdadera aristocracia que saboreaba muy hedonistamente el bienestar de la postguerra, quiero decir que no imitaba a las masas ni se calzaba vaqueros, presumía de gustos sofisticados, y seguramente servía de espejo en el que se miraban las clases bajas ascendentes o los sectores sociales emergentes. Clubes selectos y un Rolls Royce siguiendo discretamente a los novios, mientras deambulan por Londres... en el lujoso apartamento de ella, Picasso al fondo. 

Por lo demás, lo de siempre, lo del género, él intenta burlarla, pero ella acaba conquistándolo, sometiéndolo, domesticándolo.
La película es todavía deudora del teatro, del buen teatro. De hecho, procede de una obra del dramaturgo Norman Krasna que él mismo, oscarizado, adaptó al cine, y en este sentido no es más que "un ejercicio de estilo", un entretenimiento elegante y algo melancólico, perfecto para el lucimiento de dos actores en la plenitud de su madurez artística y personal. 
Y los actores hacen un poco de sí mismos. Anna Kalman es una actriz solitaria y desencantada del amor, y Phillip Adams (Cary Grant) un donjuan rico y mujeriego, que goza de las mujeres más hermosas, evadiendo compromisos de estabilidad matrimonial, mediante el subterfugio de decir que es casado y que su mujer no le concede el divorcio por motivos religiosos. Ambos están en plena madurez, Cary Grant despliega toda su elegancia y parte de su vis cómica, sobre todo en la escena del baile escocés de la rueda, y la belleza de la Bergman, la dulzura de su sonrisa, quitan el sentío.Los diálogos son tan sutiles y el amor que sienten el uno por el otro es tan romántico y caballeresco, que la generación joven -adiestrada en desublimar el amor en sexo- tendrá serias dificultades para entenderlos. Aquel era un mundo de salas de fiestas y no de discotecas, de restaurantes exquisitos y no de hamburgueserías. Y todavía los hijos de los ricos no se disfrazaban de pordioseros, las clases cultivadas se enorgullecían de serlo y no disimulaban ni su buen gusto ni su cultez. Todavía el animalismo no había acabado con los abrigos de pieles.
No he logrado enterarme del por qué del título, Indiscreet, pues la Anna Kalman a la que interpreta la Bergman tiene poco o nada de indiscreta... Tal vez indiscreto sea el espectador que quiere ver más de lo que ve. Y se queda con las ganas.

La decadencia del cine

La decadencia del cine

Alfonso Basallo se pregunta en un ensayo reciente por qué triunfan por doquier las películas basura y por qué no vuelven los años dorados de Hollywood. Podríamos preguntarnos lo mismo en el mundo de la educación: ¿cómo es posible que teniendo más medios que nunca lo hagamos peor que Sócrates o que Jesús, que ni siquieran escribieron nada?

        Todo hace pensar que el séptimo arte ha llegado al fin de su edad de oro (1930-1970) y que será muy difícil que se repita un periodo de esplendor como aquél que generó mitos universales desde la pantalla. Según Basallo, ello se explica por dos motivos, que deseamos comentar brevemente:

        1ª La inflación de imagen. Vivimos permanentemente en una iconoesfera sobresaturada de estímulos. Casi es inútil que los dueños de los bares coloquen varios monitores en los ángulos preferentes de sus locales, casi nadie los mira ya. El hartazgo de imágenes ha empachado tanto el paladar del telespectador, que los guionistas, directores y productores, se han visto obligados, para llamar la atención del público, a elaborar un cine cada vez más efectista y extravagante, tan impactante como vacío, tan

estimulante como efímero.

        2ª La ruptura entre arte e industria. El cine en su edad de oro mantuvo un cierto equilibrio entre calidad y exigencias comerciales... Ese equilibrio se ha roto en beneficio de la industria. El único criterio es la taquilla. El resultado es el "fast film", el cine basura, películas de ver y olvidar.

        El motor de la máquina de los sueños se ha ido apagando y también el carácter mítico de las historias, por la ausencia de dos valores: la poesía y el humanismo –dice Basallo-. No se supone la unidad del orden, y por eso los guiones están llenos de agujeros, resultan previsibles a la vez que inverosímiles, con desenlaces que atentan contra la lógica, al contrario que los guiones de Hitchcock, por ejemplo, que en sus finales ataba los cabos sueltos y desperdigados por toda la narración.

        Respecto a la falta de "humanismo" del cine actual, creo que Basallo podría haber profundizado un poco más en su tesis, de haber reflexionado sobre el fundamento de cualquier humanismo aceptable. Su carácter utópico y ucrónico. No puede hacerse cine que dure, precisamente porque no se cree en lo eterno. Supongo que Basallo no quiere decir que el cine para ser bueno deba ser edificante, moralizante o ejemplarizador. La cuestión es de más

calado. No es posible apreciar lo humano sin un referente más que humano. El hombre sólo vale verdaderamente por sus aspiraciones, por sus modelos, por su real o imaginaria, auténtica o fantástica identidad con lo divino, y el cine actual sólo aspira a que pasemos un rato entretenido, a acelerarnos el pulso o encongernos el corazón por  un rato. Falta auténtica ambición artística, porque ya nadie cree en nada.

        Por eso, los directores no tienen nada positivo que decir, ni siquiera nada que criticar. La crítica, en efecto es un tipo de pensamiento que compara lo real con lo ideal, pero a falta del segundo término de la comparación, la crítica no es más que el gesto escandalizante del cínico: constata nuestra precariedad, pero en lugar de entusiasmar con ello, nos desconsuela, nos paraliza. El cine nihilista puede servir provisionalmente e incluso ser hermoso, como un destello efímero, como un ocaso transitorio. Acepto el modelo magnífico de la cinematografía de Ridley Scott. "Thelma y

Louise"  sería el antiwestern, por lo que tiene de vagabundeo sin

horizontes, de negación de hogar, familia, sociedad, vida.

        El análisis de Basallo parece confirmar una vez más el diagnóstico de George Steiner: el arte declina sin remedio al carecer de una representación de lo sagrado, sin convicción por parte del creador, no puede haber efecto de verosimilitud en el espectador. La fabulación pierde así su credibilidad, la voz tras las voces carece de autoridad y no nos merece confianza, si el artífice ni siquiera cree en la relevancia y valor de su propia obra... Nos damos cuenta desde el primer momento de que aquello es una mentira.

        Sucede que los artistas ya no cumplen con su función profesional, ya no saben mentir de verdad. O diseñan un universo fantástico e infantil sin parangón con el real, o se limitan a documentalizar lo real siguiendo el modelo del "reality show", pegándose al absurdo cotidiano y a la cretinez mediocrática con auténtica óptica de miopes o alucinados. La recreación sublime del presente, del pasado o del futuro, que aunaba lo bello y lo auténtico, se ha esfumado. A falta de ideales, nos quedamos necesariamente

sin ideas y sin arte, sólo contamos con efectos especiales y con un

espectáculo alucinante, hipnotizante, o el espectáculo de la bestia humana semicataléptica, envilecida por el dinero y el enfermizo voyeurismo de sus primos primates, enjaulada en la urna trasparente de El Gran Hermano, que más bien se muestra un grandísimo “primo”.

        Por eso la desconfianza es mutua. Hace tiempo que los directores -hablo en general, desde luego- dejaron de pensar que sus públicos estuviesen compuestos por personas inteligentes, bien formadas, capaces de desentrañar el sentido de una elipsis, como aquella excepcional de Kubrick en su "Odisea del espacio...", que llevaba directamente desde el instrumento-hueso del antropoide a la nave espacial del 2001... Todo ha de estar explícito, como en la pornografía, bien masticadito y predigerido, y sin embargo, ni siquiera hay ya obscenidad alguna, ni auténtica sensualidad, en el revelado de los últimos y más oscuros pliegues de la piel, en el modo en que los sesos se estampan contra la pared después del

disparo, sólo ilusión de realidad, apariencia de realidad, simulacro, no arte, no ficción verdadera.