Moral y religión. Kolakowski
Necesidad de la religión y del tabú
En su obra Si Dios no existe…, el filósofo polaco Leszek Kolakowski (1927-2009), con generosa claridad, puso de manifestó aquello que tanto le cuesta reconocer al racionalismo ilustrado, incluso en sus figuras más irracionales o pedantes: la imaginación y la emoción, particularmente la idea de Dios y el sentimiento de la fe, son imprescindibles en la orientación ética de nuestra conducta.
El sentido –o la búsqueda de sentido- no se puede reducir al formalismo de la ley (Kant) ni al formalismo de la comunicación entre hipotéticos iguales (Habermas).
Ya conocía a Kolakowski por el muy ingenioso: Conversaciones con el diablo, que publicó en 1979 Monteávila editores. Cuando leí Si Dios no existe… el libro debía de haber sido recién editado por Tecnos (1995). Me ha agradado, más que sorprendido, que Carlos Gómez le dedique una importante mención al “alegato de Kolakowski” en el capítulo 8, “Ética y religión” de La aventura de la moralidad (Alianza, 2007), obra con pretensiones de manual universitario de Ética.
Kolakowski usa la frase de Dostoievski (“si Dios no existe, todo está permitido”) para explicar la necesaria raíz religiosa o sagrada de la moralidad. La concepción de la fe del filósofo polaco es también ilustrada, deísta. La fe, en un sentido tan general como mínimo, es la confianza en Dios, o sea, la confianza en que el universo genera la cantidad mínima de mal, ,la confianza en que, en última instancia, “no hay mal que por bien no venga”, es decir, que “lo que es, es bueno”. La fe, en este sentido vago de confianza en el Bien, tiene que preceder a todo razonamiento. Se trata de un acto de compromiso moral con la verdad y el valor.
Todo el mundo alberga una disposición oculta o incluso una compulsión semiconsciente a buscar un orden en el gigantesco montón de basura que llamamos historia de la humanidad. Esta compulsión revela el vínculo real de la mente con el fundamento eterno del significado. Es una opción ontológica creer que lo Eterno manifiesta su presencia real constituyendo, a lo largo de la historia, un término de referencia en el entendimiento que el ser humano tiene de sí mismo. “Si el curso del universo y de los asuntos humanos no tiene un sentido relacionado con la eternidad no tiene ningún sentido” (pg. 157).
Pero la investigación filosófica es incapaz de producir, sustituir o siquiera estimular el acto de fe…, pues la fe no es un acto de asentimiento intelectual a ciertos enunciados, sino un compromiso moral que implica, en un todo indivisible, el asentimiento intelectual y una confianza infinita, inmunes a la refutación empírica. Por otra parte, un creyente debe admitir que Dios no puede ser una hipótesis empírica. Un creyente tiene hoy que admitir a) que su interés por Dios va más allá del interés científico por el conocimiento de las leyes de la naturaleza, b) que aun suponiendo la capacidad explicativa de la existencia de un ser absoluto, estaríamos muy alejados del Dios de los creyentes; amigo y padre, y c) cualquier explicación racional sobre la existencia o esencia de lo divino sería de muy dudosa utilidad, dadas las insuperables dificultades para comprender la idea de creación: seguiríamos sin poder tender un puente entre el ser absoluto y la criatura finita.
La fe es científicamente inútil. Lo único que puede mostrar la teodicea es la no contradictoriedad de la idea de un mundo gobernado por una providencia benevolente y todopoderosa y, sin embargo y a la vez, un mundo que contiene tanto mal (errores, injusticias) como el nuestro. Esa teodicea entrañaría para Kolakowski cierto escepticismo ( o agnosticismo), pues supondría que, en cualquier caso, nunca podremos saber cómo no es autocontradictorio el mundo. “El infinito es por naturaleza incomprensible” (Orígenes). En este sentido, y a pesar de la distinta estructura lógica de sus argumentos, Tomás de Aquino está de acuerdo con Descartes: los dos percibían la imposibilidad de un mundo que revirtiese sobre sí mismo.
“Dios existe” es un juicio existencial sintético y analítico al mismo tiempo. ¿Hay otro juicio que pueda ser existencial, sintético y analítico a un tiempo?: tal vez, “algo existe”, porque su contradictorio, “nada existe” es absurdo.
Aunque Dios no pueda ser abarcado por el conocimiento, la teodicea no es por ello un entretenimiento para mentes ociosas, sino que resulta imprescindible para quienes se nieguen a admitir que “todo es por nada”, que todos nuestros sufrimientos y esfuerzos por salir adelante o mejorar las cosas perecerán para siempre en el vacío, sin dejar ni huella.
En efecto, “Si Dios no existe, todo es permisible”, no vale sólo como norma moral, sino también como principio epistemológico. Por “verdad” entiende el polaco la propiedad de una aserción que la hace adecuada con independencia de quien la pronuncie y de que alguien la sepa… Sólo es posible el uso legítimo del concepto “verdad”, o la creencia de que puede incluso predecirse justificablemente “la verdad” de nuestro conocimiento, si suponemos que existe una mente absoluta. Podemos definir la verdad, ciertamente, mediante la referencia a criterios de eficacia, pero tal definición sin ser autocontradictoria es arbitraria, aceptarla requiere también un acto de fe. Somos incapaces de crear un absoluto epistemológico porque nuestra inteligencia es finita, aunque la ciencia podría seguir siendo eficaz sin suponer metafísicamente que contiene verdad. No obstante, también sería legítimo preguntarnos, eficaz ¿para qué? Para el polaco, tampoco es posible fundar la certeza en un ego trascendental (Descartes, Kant, Husserl)… en definitiva, “es vano perseguir una certeza sin Dios” (pg. 88). “Dios o un nihilismo cognoscitivo, no hay término medio” (90).
Por otra parte, la verdad no es convertible con el bien, al menos para nosotros: “no puede excluirse a priori que la verdad, y no digamos toda la verdad, sea dañina para las criaturas imperfectas y que en algunos casos sea bueno para nosotros estar mal informados…”, la verdad puede entrar en conflicto con otros bienes.
El mal moral no es simple sufrimiento (malum poenae), sino mala voluntad (malum culpae). Es ingenuo creer que basta que una norma sea universalizable (Kant) o pueda ser admitida -o lo sea de hecho- por todos, en un diálogo racional igualitario libre de coacción (Habermas) para que los seres humanos piensen que es irracional saltársela o para que no se la salten en absoluto cuando les conviene. Podemos creer –lo vemos todos los días- que una norma es buena en general, pero no para mí, según qué casos. “No soy en absoluto inconsecuente si prefiero que otra gente siga reglas que yo no quiero cumplir” (pg. 190).
Y es ingenuo también creer que el hombre es digno per se, que debemos tratar a los demás con la debida dignidad porque sí, “porque yo lo valgo”, como dicen las proclamas publicitarias, mientras vemos todos los días la propensión irreductible del ser humano hacia el comportamiento indigno.
La idea de la dignidad humana sólo puede enraizarse en el orden de lo sagrado, como en el mito cristiano según el cual el humano es imagen de Dios. “La dignidad humana no puede validarse dentro de un concepto naturalista del hombre” (pp. 214-215). Ya sabemos a qué horror puede llevarnos una ética basada en la “lucha por la vida”, la "supervivencia de los más aptos" o el privilegio evolutivo de los más fuertes, los mejor armados, etc.
Si el hombre es el supremo legislador en cuestiones de bien y mal, tanto si entendemos por “hombre” la conciencia individual o una comunidad que “pacta” un orden civil, entonces no tiene fundamento para respetarse a sí mismo, salvo quizá una conveniencia práctica que podría consistir, a veces, o cuando nadie nos ve, en saltarnos las normas pactadas o engañar a la propia conciencia con pretextos… “Nunca hay escasez de argumentos en apoyo de cualquier doctrina en la que uno quiera creer, por los motivos que sea” (pg. 19): Ley del cuerno de la abundancia -llama el autor a este principio.
Así pues, la idea de dignidad sólo puede basarse en la autoridad de una mente indestructible.
Kolakowski parece haber aprendido bien la lección de Hume: “No asentimos a las creencias morales diciéndonos ‘esto es verdad’ sino sintiéndonos culpables si dejamos de acatarlas”. Las motivaciones morales funcionan porque somos capaces de sentirnos culpables. Y la culpa no es más que la ansiedad –o la vergüenza- que sigue a la transgresión de un tabú. A fin de cuentas, como explicó Freud, el tabú es la forma más primitiva –o genuina- de conciencia moral. En el fondo, los tabúes, al menos en su naturaleza psicológica, no difieren mucho del imperativo categórico de Kant, que trabaja de manera compulsiva rechazando toda motivación consciente, todo interés y todo gusto natural por el placer o la felicidad.
La capacidad de experimentar culpa no procede de la asunción de que uno u otro juicio de valor, v. gr. “la envidia es mala”, sean correctos, ni puede identificarse con el miedo al castigo legal. Es una especie de acto existencial que consiste en preguntarse por el lugar de uno en el orden cósmico. La conciencia de culpa es un sentimiento de temor reverente ante una acción nuestra que ha perturbado la armonía del mundo, una angustia que sigue a la trasgresión de un tabú y que sumerge el mundo en un caos de amenaza e incertidumbre.
¿Es posible una sociedad humana sin tabúes?
Para Kolakowski el ateísmo prometeico, que supone que la capacidad humana de autocreación es ilimitada, es una ilusión pueril: o elegimos un mundo dotado de sentido –guiado por Dios- o un mundo absurdo en el que cualquier tipo de acción estaría justificada porque la elegimos libremente. En el mismo sentido, también Charles Taylor rechaza un mundo moral en que los valores sean simplemente hijos de la elección creativa e individualista. La presencia de valores en sí, de cosas, relaciones e ideales que son buenas independientemente de que yo las elija, o de que nosotros las elijamos, igual que –en negativo- la presencia de tabúes, es el pilar inamovible de cualquier sistema moral viable y un componente integral de la vida religiosa.
Un "tabú" es un vínculo necesario que enlaza el culto de la realidad eterna con el conocimiento del bien y del mal. La religión y la moralidad son una lealtad viva a un orden de tabúes, más que una serie de enunciados sobre el cielo o el infierno o un código de declaraciones normativas.
Resulta patética la incapacidad de los filósofos para –sin tener en cuenta lo dicho más arriba- encontrar un enlace entre juicios descriptivos y normativos (falacia naturalista): las motivaciones morales no funcionan porque extraigamos preceptos de conceptos, aunque se demostrara que el juicio “mentir es malo” es tan verdadero como el teorema de Tales, nada me impediría seguir mintiendo, a no ser mi capacidad para sentirme culpable.
El legado Cristianismo
El cristianismo fue para Kolakowski “resultado del encuentro de dos civilizaciones, un doloroso compromiso entre Atenas y Jerusalén” (pg. 60). La convergencia final del Bien o el Uno neoplatónico con el Dios judío y cristiano se hizo necesaria por la necesidad histórica, no lógica, de traducir el mito original al lenguaje filosófico griego y de transformar la Biblia en una historia metafísica. Era una condición para el éxito del cristianismo… pero esta síntesis nunca ha sido satisfactoria. La imagen de un Dios padre tierno y misericordioso no corresponde a una entidad metafísica. El ser absoluto no puede estar sujeto a afectos. Los teólogos no podían casar el caudillo airado del Antiguo Testamento con el Padre amante de Jesús y el Uno de Plotino.
La Iglesia se habría desintegrado si hubiera hecho demasiadas concesiones a Atenas, si no se hubiese negado, clara y obstinadamente, a borrar el límite entre el acto de fe y el acto de asentimiento intelectual; “si no se hubiese definido por criterios que no admitían distinción alguna entre la cultura de las élites y la de los pobres de espíritu”. El antiintelectualismo provocador de Pablo o el credo quia absurdum de Tertuliano nunca han desaparecido del cristianismo, pero su significado ha dependido del contexto histórico.
El fideísmo contendría un elemento de verdad: ni el saber ni la sofisticación hacen mejor la fe cristiana de nadie. La soberbia (hybris) de los muy educados ha sido siempre severamente castigada en todas las iglesias cristianas. Pascal resumió la cuestión diciendo que la religión cristiana, aunque es sabia por tener muchos milagros y profecías para demostrar su vigor, es, por lo mismo, necia, porque no son ésas las cosas que hacen creer a los creyentes; sólo la cruz lo hace.
La cruz, el símbolo de un Dios que sufre y que decide compartir plenamente el destino humano tiene, por lo menos, dos significados:
1. Afirma la creencia en una ley de justicia cósmica que funciona como un mecanismo homeostático: para restablecer el equilibrio perturbado por la fuerza destructora del mal hace falta sufrimiento. El sacrificio tiene sentido en la medida en que llena el vacío que un acto malvado ha abierto en la masa del ser.
2. Reconoce nuestra debilidad: la raza humana necesita que una persona divina compense las enormes deudas en que ha incurrido; al faltarle fuerza para exonerarse, confiesa así su flaqueza moral.
Toda religión es conciencia de la insuficiencia humana y se la vive en la admisión de nuestra fragilidad. Sin embargo, en el mismo acto de comprender su debilidad, la humanidad afirma su grandeza y su dignidad: la humanidad es un tesoro tan precioso a los ojos de Dios que merece el descenso del divino Hijo al mundo de la carne y el dolor, así como la muerte humillante que Él acepta para la curación del hombre. En la figura del Redentor cristalizan los aspectos gloriosos y las ruinas de la existencia humana, la vergonzosa miseria y la infinita dignidad del hombre es el Jesús de los villancicos y de la pintura popular, un invencible protector celestial y, no obstante, un pobre como cada uno de nosotros.
Frente a la crítica anticristiana de Nietzsche, Kolakowski opone un fuerte argumento ad hominem: Si los vencedores tienen razón por definición, una vez que se glorifica la inocencia del proceso natural y la “rectitud” de la fuerza, entonces los cristianos resultaron vencedores. Pues si los “lastimosos y resentidos” cristianos consiguieron imponer sus principios al mundo, no demostraron con ello una “fragilidad envidiosa”, sino una fuerza y una vitalidad considerables.
A la pregunta de si el cristianismo es un humanismo, Kolakowski responde que la respuesta depende de qué entendamos por “humanismo”. Si éste es una doctrina según la cual no hay límites a la autoperfectibilidad humana o que las personas pueden definir arbitrariamente los criterios del bien y mal, entonces el cristianismo es antihumanista. Además, está por ver si un humanismo (o antropocentrismo) tan radical que presupone que la raza humana no halla criterios prefijados o externos, sino que los crea a su gusto, produzca una comunidad humana más pacífica y justa que la que propició el cristianismo. Por el contrario, los últimos ensayos por desencadenar al ser humano de la tiranía imaginaria de Dios han producido esclavitudes más siniestras que las que nunca haya estimulado el cristianismo.
En la mística ve Kolakowski el núcleo inmutable de la vida religiosa. Mientras que el protestantismo consideró el misticismo como una desviación peligrosa o una reliquia del gnosticismo pagano; después de la reforma, la Iglesia romana se mostró más capaz de asimilar fenómenos místicos pues podía enclavarlos dentro de las órdenes religiosas, tolerándo la diversidad religiosa, eso sí, con tal de que el místico distinguiese entre Dios y el alma, y no usase la contemplación como pretexto para la desobediencia o la inmoralidad.
El aristotelismo se convirtió para el cristianismo en un vehículo intelectual por el cual éste se deslizaría en la senda de la secularización y del olvido. La crisis modernista reveló drásticamente el choque entre las pretensiones de la teología natural (teodicea) y la marcha victoriosa del "cientifismo", entendiendo por tal una ideología que reduce el valor cognoscitivo a la aplicación de métodos científicos. Sin embargo, la ciencia es una esquematización conveniente de datos empíricos en forma de construcciones teóricas cuyo valor manipulativo y predictivo es mayor que el cognoscitivo; y por su parte, la verdad religiosa no puede embutirse en formas intelectuales, porque el único acceso a la verdad religiosa es una experiencia privada. De ahí la separación radical entre ciencia y religión.
Con la crisis modernista la Iglesia experimentó pérdidas inmensas. Al mostrarse incapaz de asumir la modernidad fue perdiendo el control sobre la vida cultural y repeliendo a las clases cultas.
Los intentos tardomedievales de separar lo sagrado de lo profano, pretendían liberar la ciencia de la teología; las tendencias análogas de los tiempos modernos persiguen lo contrario: defender lo sagrado de la rapacidad de lo profano, afirmar los derechos de la vida religiosa dentro de una cultura que ha canonizado su propia secularidad o convertido en dogma el agnosticismo y el laicismo.
Sin embargo, lo religioso ha cumplido una función social imprescindible: desde lo sagrado, el egoísmo, la individualidad (y el individualismo disolvente) aparecen como una patología del ser. La idea de participación mística era el modo en que se grababa y se consolidaba la autoridad y la supremacía del “Todo” social en las mentes de los individuos. En nuestro mundo secularizado, la mayor parte de los creyentes siguen ligados, aunque sea por un hilo muy fino, a la tradición religiosa.
Kolakowski piensa que el modo en que las personas perciben y describen los hechos en términos morales es un aspecto de su participación en el reino de lo sagrado y que entre no creyentes es el residuo de un determinado legado religioso que comparten por haber sido educados en una determinada civilización. El lenguaje religioso carece de la universalidad de los lenguajes matemáticos, científicos o musicales, pues el culto real está siempre ligado a una determinada cultura y a una determinada comunidad religiosa. Parece pues difícil que quepa acuerdo en materia de religión.
Moral y religión son lógicamente independientes, pero los criterios morales no pueden ser validados en último término sin recurrir al depósito de la sabiduría trascendente, de lo que se seguiría que los ateos deben sus virtudes, bien a una tradición religiosa que han logrado conservar en parte, o a un don de Dios.
Una valiosa advertencia
No hay razón para esperar que en una sociedad en la que se hayan eliminado todos los tabúes y donde se haya esfumado la conciencia de culpa, sólo la coerción legal pueda impedir el desmoronamiento de la vida comunitaria y la disolución de los vínculos humanos no obligatorios. De hecho, una sociedad sin tabúes no ha existido nunca. Bien es verdad que éstos pueden seguir operando durante mucho tiempo por la fuerza inerte de la tradición, después de desaparecer las creencias religiosas en que se sustentaban.
Es indudable que desde el XVII hemos progresado hacia un orden legal-racional que sustituye al orden sagrado de los tabúes, pero no sabemos si esa sustitución podrá ser absoluta. Kolakowski cree que tenemos buenas razones para conjeturar que el papel de los tabúes en las relaciones sociales es sustancial y que una cultura sin tabúes es como un círculo cuadrado.
2 comentarios
Enrique Arias Valencia -
Ana A -
-La verdad independiente de nuestras opiniones, de nada sirve afirmarla con las palabras si se la niega en los propias acciones cotidianas.La verdad es más de andar por casa de lo que parece ... es vital.
-Relación ateísmo-masacres, demasiado fácil e ¿interesada?. Se ha masacrado con y sin Dios. Esa no es la cuestión.
-No me convence la expresión "convertir en dogma el laicismo". El dogma va unido al ejercicio de un poder de represión y castigo reales sobre quien se aparta de lo establecido.
-intentos tardomedievales.... Ockam razona que la teología natural no es una ciencia porque no parte de la experiencia. Cosa que es el abc de una ciencia en sentido moderno, aunque no en el medieval. Pero de salvarnos alguien no nos salvarán ni la ciencia medieval ni la moderna.