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Destierro de tu boca

Fui testigo del nacimiento de Juanfra Cordero como cantautor, cuando era apenas un adolescente: buenos sentimientos, buen oído, diáfana vena lírica, nada afectada, sencilla…, y testigo de su estreno como arquitecto y de las infamias que tuvo que soportar por su notable trabajo, en este país de envidiosos y empaladores.
Este versátil –y algo melancólico- ubetense no deja de sorprenderme con sus metamorfosis en técnico, barman, antropólogo, humanista... ¿Proteico o indeciso? Bueno, los jóvenes de ahora tardan en decidirse, en sentar cabeza. ¡Y tampoco es seguro que estar sentada sea lo mejor que le pueda suceder a una cabeza! A ese “piloto del alma” que vive en la cabeza –aunque no sólo en ella, pues también alienta en las entrañas- lo imagino como auriga de aquel carro platónico del que tiran emociones y deseos. A ese director de orquesta lo concibo más bien de pie, dinámico, visitando distintas ciudades, eso sí, sin perder de vista la dirección de Heliópolis. No creo que porque se entretenga algo en una barra de bar (valga la redundancia), Juanfra haya perdido en absoluto el buen rumbo.
El caso es que se trata de un camino creativo y Juanfra acaba de publicar un sobrio CD llamado “Destierrodetuboca”. El título es apropiado porque sus canciones tratan sobre todo del desconsuelo provocado por el desamor. Ha sido grabado y mezclado en los estudios Bomtrack Records de Úbeda en 2011. Y contiene buena y consonante música: Txus Suárez a la batería, Matías Cordero al piano, saxo, melódica y xilófono; Fran Suárez en la guitarra eléctrica, Mar Trinidad en coros y palmas; y David F. Castro al bajo, la guitarra y la percusión. Éste último, al que también conozco desde que era un chaval, es coproductor y arreglista, como también lo fue de “Sin moverme de mi silla”, el CD que publicó Juanfra en 2010.
“Destierrodetuboca” combina y fusiona estilos populares variados, desde la canción mejicana al rock, el jazz o el bolero. En la estela del “paisa” Sabina, como el propio Juanfra reconoce aludiendo a la calle Melancolía, las canciones de este CD tienen más un fondo romántico e íntimo que crítico, aunque no falte la reflexión sobre la crisis en “No puedo llegar a fin de mes”, o la queja ante una sociedad cuyos valores no coinciden, evidentemente, con los del artista.
Adicto a la anáfora, los poemas de Juanfra resultan claros y francos como el agua de mayo. En “Tarde” pone música a un poema –inédito para mí- de F. García Lorca. La complacencia en el desconsuelo por la pérdida o el abandono del ser querido, es equilibrada con un canto final a la esperanza, en la canción que da título a la obra y que Juanfra ha tenido la amabilidad de dedicarme: “aún quedan rimas por hacer…, sueños que inventar…, versos que hilvanar…, hazañas que lograr…, palabras que decir…, caminos que tomar”. ¡Desde luego! El futuro es una caja de sorpresas, y se prevé largo y fecundo para alguien tan joven, tan lleno de posibilidades. Yo, encantado de que se me vincule a la esperanza, ¡divina excelencia!
La Trilogía celestial de C. S. Lewis

“Todo lo creado parece carecer de plan para la mente ensombrecida, porque hay más planes de los que ella busca”
C. S. Lewis. Perelandra.
Mucha gente cree que una visión religiosa del mundo es del todo incompatible con una perspectiva científica. Dicha presunta incompatibilidad depende de hasta dónde llevemos nuestra fe. Me refiero tanto a la fe en una forma de religiosidad como a la fe en una perspectiva científica. Admitir la pluralidad de credos –incluso en ciencia- amplía la tolerancia y reduce el antagonismo entre el objetivismo científico y el subjetivismo religioso. Ningún discurso, por científico que sea, está libre de creencias, aunque sólo sean las cardinales de que lo que se dice supone una aproximación a la verdad, la suposición de que no se miente, la hipóteis de que no se engaña.
Newton y Einstein, dos de los mayores científicos de todos los tiempos, fueron profundamente religiosos. Históricamente, la relación entre ciencia y religión, desde luego, no ha sido fácil. En cierto sentido es verdad que la ciencia, llamada hasta el siglo XVIII “filosofía” (lógica, filosofía natural y ética) nació de la crítica de una religión poética, de la superación del mito como exclusiva explicación de las cosas por causas trascendentes y fantásticas (Eolo provocando el viento, Zeus lanzando rayos…). Pero la racionalización de la naturaleza, y luego la del orden social, no eliminaron para nada el poder de lo imaginario. No hay pensamiento, por abstracto o general que sea, que no se apoye en imágenes y símbolos. Por el contrario, la razón acabó creando sus propios mitos, entre ellos, el de que la Razón lo es todo. Para Lewis:
Nuestra mitología se basa en una realidad más sólida de lo que soñamos, pero también está a una distancia casi infinita de esa base (...). La mitología era lo que era: destellos de vigor celestial y belleza cayendo en una jungla de suciedad e imbecilidad (Perelandra, pg. 122)
Sólo Dios (Maleldil) ve a cualquier criatura como es realmente. Pero ningún ser humano se conformará jamás con su parcial e imperfecta experiencia. Además, como advirtió Kant, es indecente partir de la realidad para definir el mundo moral. Los hechos no nos dicen nada sobre los deberes. Lo que sucede, lo que somos, lo que hacemos, no puede ni debe ser todo. Los eventos no son auténticos y los actos no son justos a no ser que concuerden con cierto ideal conceptual, con cierta ilusión imaginaria. Y la frontera entre los ideales y las ilusiones míticas es imprecisa.
El bien y el mal, como referentes puros o modelos ideales, no son desde luego potencias de este mundo, donde se dan mezclados. Dante, Tomás Moro o Milton traspasaron los límites de la experiencia terrenal cuando crearon sus ficciones, que pueden invocarse como precedentes de la ciencia ficción moderna. No obstante, debemos distinguir entre fantasía religiosa y especulación científica. Si hoy las Metamorfosis de Ovidio o las obras de Dante pueden parecernos “ciencia ficción” es porque hemos perdido la fe en el sistema teológico en que se basaban. Todo lo más podemos ver alegorías, en lo que para nuestros antepasados eran explicaciones plausibles.
Podríamos figurarnos la religión y la ciencia como dos esferas separadas: la primera trataría de los símbolos del espíritu; la segunda, del análisis de la materia. Sin embargo, como diría Lewis, no adoramos a Dios porque sea un espíritu -el Diablo es también un espíritu-, lo adoramos porque es bueno y sabio, una meta regulativa que da sentido moral al universo. Es discutible que la ciencia deba forzosamente ser materialista o que tenga que concebir el universo como una máquina ciega. Paralelamente, no hay necesidad racional alguna de que la religión tenga que ser espiritualista, de hecho se ha expresado históricamente en formas mágicas y materialistas de culto.
Pero desde el mecanicismo del barroco, cuando la naturaleza se imaginaba como un colosal reloj, la ciencia se hizo cada vez más materialista e inmanentista, hasta prescindir del todo del Supremo Relojero, y arrastró consigo a la literatura, alejándola de la fantasía y de la epopeya religiosa, hacia el naturalismo del XIX. Pero el péndulo de la ciencia ha vuelto a oscilar desde el materialismo y el determinismo, a la indeterminación y el energetismo. El azar reaparece como un diablo juguetón en el fondo de los procesos naturales. La cadena de las causas ya no parece tan férrea y acerada, y de nuevo la literatura de ficción se vuelve metafísica, y hasta religiosa. No es casual que mientras el naturalismo agonizaba, la ciencia ficción creciera vigorosamente, extendiéndose hasta el terreno tradicional de la épica religiosa. Un ejemplo modélico es Star Maker (Hacedor de estrellas) de Olaf Stapledon, autor al que cita y admira Lewis, aun sin compartir su filosofía.
Tal vez la ciencia había debilitado las creencias tradicionales del hombre occidental, pero no había podido dotar a este mismo hombre de un conjunto de valores, más allá de la ascética objetivista que dirige la investigación científica. En su versión de tecnociencia, lo que aportaba –lo estamos viendo- se subordinaba a los valores burgueses de la comodidad y el consumismo, y a un utilitarismo depredador, guerrero, dominador y destructivo. La ciencia ficción constituyó el lugar donde se podían criticar los pies de barro de este Frankenstein, de este moderno Prometeo inventado por el ser humano. En la literatura se podían presentar valores superiores, aristocráticos, de forma especulativa y en consonancia o contraste con el saber probado. Se trata de un movimiento metafísico y filosófico que usa el modelo de la “ciencia-ficción” como anticiencia-ficción. Su máximo paladín fue Clive Staples Lewis (1898-1963), un extraordinario filólogo y crítico literario.
Acabo de apurar su “trilogía del espacio” o “trilogía de Ramson”, de la que no dejan de publicarse ediciones en inglés y otras lenguas. La primera novela de la serie, Más allá del planeta silencioso (Out of the Silent Planet, 1938), me produjo el efecto general de un cuento de hadas, pacifista y ecológico. El protagonista, el profesor y filólogo Random, es secuestrado y conducido a Marte (Malacandra). Descubrirá que este planeta tiene poco del dios de la guerra que le está asociado. Es más bien una muestra de coexistencia armónica de especies inteligentes distintas, cuya filosofía contrasta con la de los humanos “torcidos”: los dos secuestradores, vencidos por un ansia de codicia y dominio tan irrefrenable como destructora.
Lo mejor de Perelandra (Perelandra, 1943), la segunda novela de la trilogía, son las descripciones de ese mundo preadánico e inmaculado que el autor sitúa en Venus, cuya superficie está ocupada por un océano punteado de islas flotantes y dinámicas. En este relato se hace aún más clara la perspectiva humanista y cristiana de Lewis, que reinterpreta los principales hitos del cristianismo (paraíso, pecado, redención) en clave cosmogónica. El malo, el profesor Weston, está dominado por la idea de que la humanidad, una vez corrompido el planeta donde se originó, debe buscar a cualquier precio en el espacio exterior un medio para sembrar su voluntad de poder y su codicia esquilmadora. Lewis habla del “dulce veneno del falso infinito”, según el cual la naturaleza, telúrica o sideral, puede ser obligada a sustentar, en todas partes y para siempre, el tipo de vida contenido en los genitales de nuestra especie.
La dicotomía o antítesis hombre/naturaleza aparece como anticientífica y el emergentismo evolucionista parece eliminar cualquier necesidad de consideración moral… Dice Weston:
Comprendí de inmediato que no podía admitir ninguna grieta, ninguna discontinuidad, en el despliegue del proceso cósmico. Me convertí en un creyente convicto de la evolución emergente. Todo es uno. La materia prima de la mente, el dinamismo que tiende inconsciente hacia un fin, está presente desde un principio (…). El espectáculo majestuoso de esta tendencia ciega, desarticulada hacia un fin, empujando hacia arriba, siempre hacia arriba en una unificación infinita de logros diferenciados hacia una complejidad siempre creciente de organización, hacia la espontaneidad y la espiritualidad, arrolló toda mi antigua concepción de un deber hacia el hombre como tal. En sí mismo el hombre es nada.
“La evolución emergente”, privada de sentido y espíritu, de propósito y valor, deviene nihilismo. Sin embargo, Weston postula el espíritu y a Dios, pero sólo como una ambición de la soberbia humana, como el fin de su evolución ciega. He aquí un espiritualismo, basado en el monismo evolucionista, aparentemente científico, y que acaba en un antihumanismo militante, antitético al humanismo cristiano de Lewis, quien en estos relatos opera, sobre todo, como un moralista. Por eso distingue entre los acontecimientos y la superior dignidad del humano. Sabe que la ficción puede ponerse al servicio de una moraleja seria y que el determinismo, en cualquiera de sus especies, es una forma errónea de elección metafísica, que acabará inspirando formas diabólicas de comportamiento, como las del INEC, esa “horrible fortaleza” de la tercera novela de la serie.
Lo importante es la distinción entre el bien y el mal. Y lo importante es la responsabilidad humana, su capacidad para elegir el bien, a pesar de la tentación del mal. El inmoralismo vitalista, de corte nietzscheano (aunque Lewis no cita jamás a Nietzsche, como Platón no citó nunca a Demócrito), muy de moda en la época en que Lewis publica Perelandra, es llevado por éste al absurdo. Dice Weston:
-…El mundo salta hacia adelante a través de los grandes hombres y la grandeza siempre trasciende el simple moralismo. Cuando el salto se ha efectuado, nuestro “diabolismo”, como usted lo llama, se convierte en la moral de la etapa siguiente; pero mientras lo estamos ejecutando, nos llaman criminales, herejes, blasfemos…
-¿Hasta dónde llega? Seguiría obedeciendo a la Fuerza-de-la-Vida si descubriera que está incitándolo a matarme?
-Sí.
-¿O a vender Inglaterra a los alemanes?
-Sí.
-¿O a publicar falsedades como investigación seria en un periódico científico?
-Sí.
-¡Dios lo ayude!
El Rey y la Reina de Perelandra son el análogo al Adán y Eva de la Tierra en un mundo virginal en el que el sabor y el olor de los frutos resulta inigualable… Desde Venus, planeta que representará tanto el amor virginal como el impulso fecundador o la caridad cristiana, los prejuicios terrenales se muestran débiles y las principales verdades del cristianismo pueden ser reinterpretadas como certezas. Lo que era mito en un mundo podía ser realidad en algún otro… La triple distinción que separa a la verdad del mito y a ambos de los hechos aparece entonces como puramente terrestre (pg. 86), y como una consecuencia del “pecado original”:
Carne y uña con la desgraciada división entre el alma y el cuerpo que resultó de la Caída. Incluso en la Tierra los sacramentos existían como un recordatorio permanente de que la división no era ni sana ni definitiva. La Encarnación había sido el principio de su desaparición.
La venida del “Dios hecho Hombre” no habría tenido ningún sentido en un mundo libre de pecado como Perelandra. Sin embargo lo que había pasado en la Tierra (Tellus), cuando Maleldil (Dios) nació como hombre en Belén, había alterado el universo para siempre… Cuando Eva cayó, Dios no era Hombre. Aún no había convertido a los hombres en miembros de Su cuerpo: desde entonces lo había realizado, y de allí en adelante Él salvaba y sufría a través de ellos. Maleldil usa por ello al protagonista para salvar a Perelandra del diablo. “Ramson”, su nombre, significa “rescate”. Uno puede considerar lo acontecido en la Tierra como una simple preparación para la epopeya del enfrentamiento y la victoria del Bien sobre el Mal en los mundos nuevos, de los eldila (ángeles buenos, espíritus planetarios) sobre los espíritus sombríos. Los ángeles son nuestros hermanos mayores, y las bestias nuestros bufones, servidores y compañeros de juego. Así Ransom se ve obligado a subir al mundo metafísico, para actuar lo que la filosofía sólo piensa.
En torno a sus peleas con el diablo –íncubo del científico inmoralista- en las oscuras cavernas de Perelandra, Elvin Ransom de Leicester, el filólogo de Cambridge (alter ego de Lewis), reflexiona sobre la coincidencia última entre predestinación y libertad, pero también sobre interesantes cuestiones, hoy à la page, como las relaciones entre género y lenguaje… Para Ramson, el hecho de que las montañas sean femeninas y los árboles masculinos no es un fenómeno puramente morfológico. Pero tampoco es el género una extensión imaginativa del sexo.
Nuestros ancestros no hicieron que las montañas fueran femeninas porque proyectaran en ellas las características de las hembras. El verdadero proceso es a la inversa. El género es una realidad, y una realidad más fundamental que el sexo. El sexo es, de hecho, meramente la adaptación a la vida orgánica de una polaridad fundamental que divide a todos los seres creados. El sexo hembra es sencillamente una de las cosas que tiene género femenino; hay muchas otras, y lo masculino y lo femenino nos salen al encuentro en planos de la realidad donde la distinción entre macho y hembra sencillamente no tendría sentido. Lo masculino no es la esencia del macho atenuada, ni lo femenino la de la hembra. Por el contrario, el macho y la hembra de las criaturas orgánicas son reflejos bastante tenues y empañados de lo masculino y lo femenino. Las funciones reproductivas, las diferencias de vigor y tamaño, en parte exhiben, pero en parte también confunden y tergiversan, la polaridad verdadera (pg. 121).
En la tercera novela de la trilogía, Lewis jugará con la idea de una pluralidad de géneros, desconocidos en Tellus, más allá de la dualidad masculino/femenino. El modelo de familia sigue siendo el cristiano, donde se aprecia la fertilidad y se valora la humildad y hasta la obediencia como un ingrediente que garantiza la continuidad de la relación, pero también se perciben la humildad y la obediencia como necesidades eróticas, si bien la primera de estas virtudes olvidadas se extiende también al varón. De hecho, es el protagonista Mark el que está a punto de descarriarse, mientras que su pareja, Jane, representa el instinto del bien y el poder sobrenatural de la videncia. Su reconciliación sella el final de la trilogía. Sin embargo, en Perelandra (la que algunos críticos consideran la novela más conseguida de Lewis), que constituye una versión fantástica o actualizada de la historia de Adán y Eva, el diablo evita tentar al varón, y ataca a la hembra de la especie con argumentos en los que algunos críticos reconocen acentos del feminismo actual. En Esa horrible fortaleza, se riñe a la pareja protagonista por no haber querido, por egoísmo, tener hijos…
La “horrible fortaleza” es una alegoría contra los peligros del objetivismo y el materialismo de la tecnociencia, peligros éticos y políticos. Una corporación tecnocientífica pretende hacerse con el poder en Inglaterra, bajo el dictado de los poderes de la noche (macrobios). Por supuesto, el INEC (Instituto Nacional de Experimentos Coordinados) se presenta como apolítico, “el verdadero poder lo es siempre”, manipulan la prensa y quieren resucitar al mago Merlín, al que consideran –erróneamente- un potencial aliado.
Es legítimo y bueno para la humanidad que la tecnociencia combata la enfermedad, construya trenes ultrarrápidos o cure el cáncer, pero el fideísmo tecnocientífico traspasa sus límites cuando pretende desenraizar al humano de la Naturaleza, como si ésta, en lugar de una misteriosa madre a la que debemos respeto y cuidado, fuera la escala de mano por la que hemos trepado y que podemos arrojar luego de un puntapié.
Este tipo de anticiencia- ficción tendrá luego su continuación en las poéticas fábulas de Ursula K. Le Guin, aunque ésta las elabore más desde posiciones ecológicas y antropológicas que teológicas. Lewis critica muy especialmente el cientifismo en su pretensión de explicar y manipular la conducta humana, pues la acción humana es el punto donde materia y espíritu se encuentran. El verdadero enemigo de la religión en el XX es el conductismo porque –opina Lewis- la aplicación de la teoría conductista al comportamiento humano lo envilece porque supone que unos científicos carentes de valores manipulan valores de los demás. En That Hideous Strength (1945), el tercer volumen de la trilogía, publicada cuando todavía la pesadilla del nazismo abrumaba a Europa, la corporación maléfica y científica que amenaza con apoderarse de Inglaterra pretende: estirilizar a los incapaces, liquidar a las razas inferiores, crianza selectiva y “educación auténtica”, entendiendo por tal la que no se anda con tonterías y hace del paciente lo que quiere de manera infalible, por mucho que él o sus padres se opongan…
Desde luego al principio tendría que ser mayormente psicológica. Pero acabaremos por pasar al condicionamiento bioquímico y a la manipulación directa del cerebro (cap. 2).
Los conductistas de la novela de Lewis están literalmente poseídos por “macrobios” demoníacos, mientras que sus enemigos, dirigidos por el doctor Random, son siervos de Dios y obran por inspiración suya. Entre los buenos, Lewis resucita nada más y nada menos que al sabio Merlin (Merlinus Ambrosius), en una alianza entre los valores tradicionales, arcaicos, y el humanismo cristiano. La cuestión ética es el recelo de Lewis frente a una moral secular que haga frívolamente borrón y cuenta nueva respecto a la de las religiones tradicionales, pues piensa que los humanos, sin el consuelo y el estímulo de la fe, somos incapaces de ordenarnos razonablemente hacia un fin definitivo, sea la Verdad, la Belleza, la Justicia o el Bien.
Las ciencias han desesperado de la bondad y se han torcido hacia la voluntad de poderío. Si bien –reconoce Lewis- los balbuceos acerca del élan vital y las escaramuzas sobre el pansiquismo parecían encaminadas a la restauración del Anima Mundi de la magia antigua, la soberbia científica no acepta ningún freno, ¡como si el acto de ahogar las repugnancias morales fuese la esencia misma del “progreso”!
Sin embargo, los científicos desquiciados de Belbury (INEC) no renuncian a buscar una alianza con los poderes de la magia antigua, representados por Merlín, puesto que no creen ya en un universo racional y nada les resulta demasiado obsceno, ya que sostienen que toda moralidad es producto subjetivo de la situación física y económica del humano. El progreso representa así para Lewis la encarnación del infierno, un infierno terrenal en que la Naturaleza pasa a ser esclava de la voluntad de dominación. La guerra contribuye diabólicamente a ello, explica Frost, uno de los iniciados de la corporación maléfica:
el efecto de la guerra moderna es eliminar tipos retrógrados, al mismo tiempo que pone a salvo la tecnocracia y aumenta su intervención en los asuntos públicos…
En este programa de “superación de la naturaleza”, incluso el cuerpo tiene que desaparecer, pues sólo una décima parte de él será necesaria para albergar al cerebro. Así tenemos un individuo que es pura cabeza, como la grotesca testa parlante del asesino Alcasan, y a una raza humana convertida en tecnocracia…
En cierto sentido, los científicos del INEC son "postmodernos". Merlín redivivo, que se alía con los buenos, representa un primer estadio. Para el druida cada operación de la Naturaleza es una especie de contacto personal, “como reñir a un chiquillo o dar un latigazo a un caballo”. Después viene el hombre moderno para el cual la Naturaleza es algo muerto, una máquina con que trabajar y que despedaza a su antojo si no le sirve. Finalmente tenemos a la gente del Instituto, que toma el punto de vista del hombre moderno pero desea incrementar su poder apelando a la ayuda de los espíritus extranaturales y antinaturales. A la postre, los estados por debajo de la razón y los estados por encima de ella tienen, por su común contraste con la vida cotidiana, cierta semejanza superficial.
Casi al final de la obra, Wither, uno de los perversos jerarcas del INEC, reflexiona sobre su biografía intelectual:
Hacía ya tiempo que había dejado de creer en el convencimiento. Lo que fue en su lejana juventud una mera repugnancia estética a las realidades cuando éstas eran demasiado crudas o vulgares, fue profundizándose y ensombreciéndose año tras año, hasta llegar a ser una negación fija de todo lo que era en algún grado diferente de él mismo. Había pasado de Hegel a Hume, luego a través del Pragmatismo, de éste a través del Positivismo Lógico, para llegar finalmente al vacío completo.
El materialismo y del utilitarismo, sobre todo aplicados a la interpretación de la conducta humana, son reducidos al absurdo por Lewis, durante la agonía desesperada de otro de los jerarcas del Instituto. El tal Frost creía –primero teóricamente- que todo cuanto aparece en la mente como motivo o intención es simplemente un subproducto de lo que el cuerpo hace. Y esta convicción teórica acabó llevándola a la práctica: incesantemente actuaba sin motivo, hacía lo que hacía sin saber por qué, con la mente como mera espectadora. Ni siquiera comprendía por qué tenía que existir tal espectador y se resentía de su existencia, “incluso asegurándose a sí mismo que el resentimiento era también un simple fenómeno químico”:
Lo más cercano a la humana pasión que existía todavía en él era una especie de fría furia contra todos los que creían en la mente. ¡No podía tolerar aquella ilusión! No existían, no debían existir seres como el hombre.
Frost muere descubriendo que ni la misma muerte puede curarle del todo de la ilusión de ser un alma.
El moralismo de Lewis es tolerante con la diferencia:
Desde luego, hay reglas universales a las cuales toda bondad debe conformarse. Pero esto es sólo la gramática de la virtud. No es allí donde reside la verdadera savia. Si no hace iguales dos briznas de hierba, ¡cuánto menos iguales dos santos, dos naciones, dos ángeles! Toda la obra de sanar a Tellus [el planeta Tierra] depende del cuidado de esta pequeña chispa, de la encarnación de este fantasma, que vive todavía en todo ser real y es diferente en cada uno.
Pero no se muestra tan tolerante con las veleidades teóricas de los intelectuales y compañeros académicos que intentan demostrar la imposibilidad de la ética, aunque la practiquen, como el profesor nietzscheano de La Soga de Alfred J. Hitchcock que predica a sus alumnos el inmoralismo, pero no piensa jamás que éstos puedan obrar de acuerdo a sus teorías justificandose estéticamente un asesinato, por amor al arte.
La globalización es ya un hecho en la trilogía de Lewis: el veneno procede de Occidente, pero se ha extendido por todas partes. Ramsom pinta así el panorama de la alienación o desnaturalización del ser humano:
Doquiera que fueses hallarías las máquinas, las ciudades atestadas, los tronos vacíos, los falsos escritos, los lechos estériles; hombres enloquecidos por falsas promesas y amargados por verdaderas miserias, adorando los trabajos de hierro de sus propias manos, separados de su madre la Tierra y de su Padre el Cielo.
La trilogía concluye con una verdadera apoteosis de espíritus planetarios, celestiales: Mercurio (Viritrilbia), Marte (Malacandra, Mavors, Tyr), Venus (Perelandra)… y hasta Saturno (Lurga)… que acuden en ayuda de los buenos para acabar con la “horrenda fortaleza” mediante un castigo ejemplar. Los componentes del INEC representan en el presente de la novela lo mismo que aquellos que acabaron con Jesús. Mark, el protagonista, que es ateo, lo comprende cuando le imponen, como prueba iniciática para su ingreso en el INEC, la blasfemia de pisar una imagen del Cristo:
El cristianismo podía ser una tontería, pero no había duda de que aquel Hombre [Jesús de Nazaret] había vivido y fue ejecutado por los miembros de Belbury de su época. Y aquello, como comprendió súbitamente, explicaba por qué aquella imagen, aun no siendo en sí para él la imagen de lo Recto y lo Normal, estaba, no obstante, en oposición al pervertido Belbury. Era la imagen de lo que ocurría cuando lo Recto se encontraba con lo Pervertido, una imagen de lo que lo Pervertido hizo a lo Recto.
Bibliografía
- Clive Staples Lewis. Trilogía de Ramson I: Más allá del planeta silencioso. II: Perelandra. Buenos Aires, 1973. Y III: Esa horrible fortaleza, Orbis, Buenos Aires, 1986.
- Robert Scholes & Eric S. Rabkin. La ciencia ficción. Historia, ciencia, perspectiva. Taurus, Madrid, 1982.
Las puertas del Cielo

A finales del siglo XXI, Neol Vorst, un tipo brillante y algo neurótico, vio que la cultura de la Tierra se fragmentaba y decaía. La gente se entregaba a las drogas y a cientos de otros vicios deplorables, y vio que las viejas religiones habían perdido su fuerza. Era el momento adecuado para fundar un credo nuevo: sintético y ecléctico, que prescindiera del misticismo milagrero e infantil de las antiguas religiones y lo reemplazara por un nueva forma de misticismo maduro y científico…
Se trata del arranque del argumento de una buena novela de Robert Silverberg, de esas que no se te caen de las manos ni necesitas confeccionar y estudiar un glosario para entenderlas, con los personajes necesarios y una historia creíble: Las puertas del cielo (Grijalbo, Barcelona, 1991, tradución de Open the sky, 1967). La obra está dedicada a uno de los maestros del género, Frederik Pohl.
Me gustaría saber qué cerca está la utopía y liturgia de los “vorsters” de la fe de los adeptos a la controverida Iglesia de la Cienciología. Aunque en España hemos pasado de unas decenas de mezquitas a miles en pocos años, también contamos ya con más de una docena de “templos” de la nueva religión de origen usamericano. Por lo poco que sé, me parece más razonable el ofrecimiento de Neol Vorst, que el de L. Ron Hubbard...
En la novela de Silverberg, La Hermandad de la Radiación Inmanente ostenta en sus capillas, como símbolo sagrado de su religión, la radiación azul, inocua pero muy espectacular, producida por pequeños reactores Cerenkov sumergidos en agua. Su liturgia mueve a la unidad y rinde culto a los elementos básicos de la física atómica. Su Letanía Electromagnetica, “Franjas del espectro”, reza así:
Demos gracias por la luz, que se extiende más allá de nuestra visión.
Humillémonos ante el calor.
Bendigamos la energía que nos santifica…
La letanía bendice a Balmer, por darnos las longitudes de onda, a Hertz, al que agradece sus ondas medias de radio, bendice a las microondas y a los rayos infrarrojos…
Las promesas de esta nueva religión son simples: la inmortalidad del cuerpo en este mundo, mediante la inversión en bioingeniería (laboratorios en Santa Fe, California), y la expansión de la humanidad por las estrellas, gracias a la telekinesis, promovida biológicamente mediante la eugenesia de “espers”, humanos mutantes con aptitudes mentales especiales…
Los vorsters no le adjudicaban propiedades sobrenaturales al fuego azul de sus reactores, “pero eran un instrumento simbólico útil, un foco de los sentimientos religiosos, más atrayente que la crucifixión, más dramático que las Tablas de la Ley”. El caso es que en dos generaciones la religión del Fuego Azul se impone y extiende por todas las clases sociales hasta controlar la Tierra.
La Radiación Inmanente lo tiene difícil sin embargo en Marte, cuyos pioneros, que han trabajado duramente para convertir el planeta en habitable, son escépticos, hombres de acción y utilitaristas redomados. Por su parte, en Venus, que ha dado lugar a una nueva especie de homínidos con branquias y piel azul, los misioneros de Vorst son martirizados, pero en ese planeta, entre las clases inferiores, se extiende como una mancha de aceite una secta herética, fundada por un disidente de la Radiacion Inmanente, David Lázaro: la iglesia de la Armonía trascendente, cuyos sacerdotes y misioneros visten túnica verde en lugar de azul y ofrecen un mito capaz de rendir los corazones y los espíritus, y no sólo el toma y daca de la inmortalidad en el cuerpo actual: “paga tu diezmo y tal vez vivirás para siempre”…
Luego nos enteramos de que el fundador de la Radiación Inmanente, el maquiavélico Vorst, que se conserva activo sobrepasando el siglo y medio de vida gracias a trasplantes y biotecnología, ha pergeñado la misma herejía que ahora, aparentemente, combate, a sabiendas de que su religión tenía un corte demasiado racional, seglar y falto de poesía:
Falta un Cristo naciendo en el pesebre, un Abraham sacrificando a Isaac, un destello de humanidad, un…
El golpe de efecto maestro es la resurrección de Lázaro, cuyo cuerpo fue enterrado en una cápsula hermética, como un feto flotando en conservantes y nutrientes, en un desierto de Marte. Cuando el cuerpo del hereje es descubierto, la Hermandad Vorst ya cuenta con tecnología adecuada para resucitar a Lázaro, mientras que los armonistas, que han conseguido hacerse fuertes en su misión en Venus, son capaces de teletransportar colonos a los planetas de otras estrellas. Ambos credos funden sus liturgias, y Vorst, el fundador, parte como misionero hacia otros mundos, mientras que Lázaro se hace cargo de la religión unificada.
En su Sitio de Ciencia Ficción, Francisco J. Suñer Iglesias ofrece una excelente crítica de esta novela de Silverberg. Alaba la sencillez de los recursos empleados, la habilidad con que Silverberg, mediante elipsis, extiende el tiempo de su narración más de cien años, pero censura el recurso facilón a los Deus ex machina (los “espers” con poderes especiales). Enfatiza sobre todo la verosimilitud con que se plantea la posibilidad de que una nueva religión, partiendo de la nada, pero congruente con los nuevos poderes desatados por la tecnociencia, se haga con los poderes mundanos en poco tiempo…
El credo de la Armonía Trascendente, que acaba triunfando en Venus, es descrito así: Cristianismo maquillado, unas gotas de Islam, una pizca de budismo puesto al día, todo ello encajado en una estructura copiada sin el menor recato de Vorst (misticismo tecnocientífico): fórmulas mágicas mezcladas con reactores de cobalto, una letanía del espectro y los electrones, una gran dosis de espiritualidad adornada, y la promesa de una vida larga, si no eterna. Lázaro disiente del fundador por la facilidad con que Vorst confraterniza y negocia con los poderes públicos, pues pronto Radiación Inmanente empezó a introducir hombres y mujeres en los parlamentos, a comprar bancos, empresas públicas, hospitales y compañías de seguros.
Tras su triunfo, el fundador Vorst, con indudables dotes proféticas, idolatrado por sus fieles, aunque lúcido y consciente de sus limitaciones, reflexiona sobre su triunfo:
Vio como podía remodelar el mundo, más aún, vio cómo había remodelado el mundo. Después, todo se redujo a empezar, a fundar las primeras capillas, a improvisar los rituales del culto, a rodearse de los talentos científicos necesarios para alcanzar sus objetivos. ¿Existia un toque de paranoia en su determinación, unas gotas de Hitler, un matiz de Napoleón, un hálito de Gengis Jan [sic]? Tal vez. A Vorst le complacía considerarse un fanático, e incluso un megalómano. Un megalómano frío, racional y triunfador. No había querido detenerse ante nada para alcanzar sus fines, y era lo bastante precog [profeta, vidente, precognitivo] para saber que los iba a alcanzar.
¿Por qué es verosímil la historia? ¿Qué hace que un alto funcionario de las Naciones Unidas de la Tierra (Reynolds Kirby), con una formación racionalista y escéptica, busque consuelo en la religiosidad de la Radiación Inmanente? Busca una alternativa que dé sentido a su vida, más allá de la “Cámara de la Nada” en que distrae sus ocios. Busca también amor, incluso en sus formas menos equitativas y más olvidadas: piedad, compasión, obediencia, humildad, adoración…
La novela sirve como pretexto para la reflexión sobre las relaciones entre el hombre, la ciencia y la religión, igual para un seminario que plantee la necesaria dimensión religiosa de la emotividad humana como para otro que discuta la esencia maníacodepresiva de la religiosidad. ¿Qué relación guarda la religiosidad con la sociabilidad, con la cohesión social? ¿Hasta qué punto aguantan los humanos el individualismo nihilista y desligado? ¿Qué valor psicológico tiene la fe compartida, la “religación” zubiriana, la comunión litúrgica y ritual, en la conservación o recuperación del sentido de seguridad o en la restauración de la seguridad de sentido? ¿Pueden los seres humanos vivir sin esperanzas trascendentes? ¿Qué relación guarda la religión con el poder político?
Al funcionario de las Naciones Unidas, con cuyos ojos vemos el mundo superpoblado y decadente de la Tierra al principio de la novela, le importa un bledo la “Unidad Celestial” que propone la secta del Fuego Azul… Kirby describe una miserable capilla vorster, a donde no tiene más remedio que acompañar a un poderoso marciano –ávido de novedades terráqueas- en misión diplomática…:
La unidad fundamental de todas las cosas no significaba nada para él. Este lugar sólo podía atraer a los cansados, a los neuróticos, a los hambrientos de novedades, a los que pagaban gustosamente una buena cantidad para que les cortases las orejas y les hendiesen la nariz. El hecho de que hubiera estado casi a punto de sumarse a los demás comulgantes ante el altar daba la medida de su propia desesperación.
Y sin embargo no nos sorprende que al final de la novela Kirby se haya transformado en el vicario supremo de la Iglesia reunificada bajo la figura resucitada de Lázaro, mientras que el marciano que se reía del Fuego Azul en su juventud tolera el vorsterismo en Marte, consciente de su extraordinaria fuerza política y económica…