Se muestran los artículos pertenecientes a Julio de 2014.
Mejor un duelo de esperanzas

En los conflictos históricos no suele haber malos ni buenos, al contrario que en las antiguas películas del Lejano Oeste. Pero la guerra es tan atroz, tan mala –como decía Erasmo- que la hacen “mejor” los peores. Respecto a la guerra incivil española, era hora de que algún escritor ecuánime pusiera lo obvio, con todas sus contradicciones, en claro. Es lo que ha hecho Andrés Trapiello con Ayer no más.
Ni los unos ni los otros se empeñaron seriamente en consolidar la democracia en España en los años treinta del siglo pasado. Prefirieron matarse. Si unos estetizaban la política o la absorbían en la religión y el mito, otros politizaban la estética, pero el fin era el mismo: el totalitarismo.
No hubo una posición claramente progresista y otra claramente reaccionaria. Y desde luego, los republicanos, los demócratas fueron demasiado escasos. Ya sabía Aristóteles que sin una clase media fuerte la democracia no se sostiene. Las conductas se volvieron criminales sin solución de continuidad y la República estalló por todas sus costuras. Pero no es cierto que la guerra fuese una fatalidad, ni un azar del destino ni un destino del azar. En los dos bandos hubo quienes la deseaban y esos acabarn por llevarse el gato al agua y ya se sabe lo poco que les gusta a los gatos que los bañen. Los que encendieron la mecha, prefiriendo el fuego a las razones. Vengar injusticias seculares, defender derechos y privilegios, no con la persuasión, sino con las armas. Unamuno se percataba de ello en mayo del 36, en una carta que cita el autor de Ayer no más: anarquistas y fascistas afilaban ya sus espadas. “Y uno y otro [anarquismo y fascismo] en una forma peor que de barbarie, de estupidez” -escribe el vasco agonista.
“La transformación de la doctrina cristiana o de la utopía del paraíso socialista en eslóganes de violencia despertó en muchos el deseo de asesinato y la seducción de la represión colectiva, y los instintos fratricidas alentados por los padres acabaron también siendo instintos parricidas, que revolvieron a sus hijos contra ellos”.
Eso piensa el atormentado protagonista e historiador de la novela. El cual llega a sospechar que si unos reprimieron y cometieron más fechorías que los otros fue, simplemente, porque pudieron. Si los otros hubiesen podido, sin duda lo hubieran hecho parecido. Recuérdense si no las purgas y las deportaciones masivas de pueblos enteros perpetradas por Stalin. En ambas retaguardias se cometieron excesos de lesa humanidad… “La retaguardia –escribe Trapiello- es por definición tenebrosa”.
Es curioso que hoy algunos saquen a la calle la bandera republicana como símbolo de la resistencia o el derecho al desagravio del bando que perdió la guerra: “durante la guerra por cada bandera republicana había veinte de la Cnt, de la Fai, del Poum, del Pce, de la Ugt, de cualquier partido menos de la República; esto fue algo que les chocó incluso a los fascistas cuando tomaban una posición y se apoderaban de alguna: en el frente republicano no había banderas republicanas”…
Por otra parte, “las verdaderas aspiraciones de los republicanos más centrados: subsidio de desempleo, seguridad social, jubilaciones, matrimonios civiles y divorcios, aborto e igualdad entre hombre y mujeres han quedado cumplidas y rebasadas en muchos casos en esta monarquía”… Y durante el final de la dictadura, en los años del aperturismo. Monarquía, por cierto, que ha jurado respetar un Pacto en el que se afirma, en sus primeras líneas, que el verdadero Soberano es el Pueblo, monarca que, por tanto, reina pero no gobierna, cosa que muchos olvidan.
Desde luego, hay que recordar. La historia es -decía Ortega- el tesoro de los errores. Y es difícil recordar sine ira cuando se ha sido víctima de una terrible injusticia, cuando han matado a tu padre delante de ti o le han encerrado por años sin un juicio justo. Pero no tiene justificación que afecten resentimiento quienes no vivieron aquellos atropellos, y rasquen en el estiércol de la historia con fines propagandistas e con intereses torticeros, como hace la desagradable y maquiavélica Mariví de la novela de Trapiello.
Nada más triste, después de tantos años, que resucitar aquel horror con una “guerra de esquelas”, en que los azules exhiben las de las víctimas del “terror rojo”, y los rojos las de las víctimas franquistas. Por supuesto, tanto la mala como la buena memoria pueden ser un obstáculo para el buen pensamiento. Un buen pensamiento sería el que estuviese gobernado por el afán de conciliación y la voluntad de paz, antes que por el afán de venganza y la búsqueda de un nuevo enfrentamiento, como si España no pudiera dejar de ser jamás aquel “país ineficiente entre dos guerras civiles” del que habló con íntima tristeza don Antonio Machado, cuyo hermano, por cierto, cayó en el otro bando. Traigo igualmente aquí a colación -como Trapiello- el epitafio que adorna la tumba de don Manuel Azaña en Montauban, de un Azaña descorazonado porque era muy consciente de que se habían y se estaban cometiendo fechorías en nombre de la República:
“Paz, Piedad, Perdón”
La transición fue posible –Trapiello recoge esta reflexión de Fernando Savater- precisamente por el acuerdo tácito de todas las fuerzas políticas de pasar página… Es inútil querer desenterrar, no ya a los muertos, sino a la propia Guerra Civil para que ahora, por fin, ganen “los buenos”…
Todos fueron culpables, menos, quizá, los tibios, los que tuvieron la suerte de escaparse a tiempo, como algunos líderes liberales, o los que, pudiendo dar rienda suelta a sus malos instintos y ejercer la crueldad con la fuerza en la mano, omitieron hacerlo. El que se comprometió hasta las cachas, muy fácilmente pudo mancharse las manos de sangre, por acción u omisión. Es lo que pasa cuando la razón de la fuerza sustituye a la fuerza de las razones, y la persuasión se subordina a la amenaza y la violencia. De esos, seguramente, de los que pudiendo hacer el mal lo evitaron, hubo también bastantes en ambos bandos y en todas las zonas. Pero el mal es más vistoso y espectacular que el bien.
Pasada la guerra, todos han querido justificarla en nombre de los más altos ideales: la Libertad, la Justicia Social, la Religión, la Unidad de España… Pero ninguna idea, ningún ideal, valen lo que la vida de un solo hombre. Lo cierto es que “muchos lucharon en el lado bueno con las peores razones, y otros en el lado malo con los mejores propósitos”. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido pedir responsabilidades a los suyos, sino a los contrarios. Es la justificación del Mal a la que aludió Hannah Arendt, filósofa esta a la que se cita varias veces en este libro-novela, pero también libro-ensayo, y muy ajustado y crítico con el programa político de la “Memoria Histórica”.
Dice Hannah Arendt:
“El que se venga no desea perdonar, sino poder hacer lo mismo que le han hecho a él, o sea, reproducir el mal, igual que el que perdona renuncia necesariamente a vengarse, porque también él habría podido ser culpable”.
La memoria hay que cultivarla, desde luego, porque el olvido crece solo. Pero, ¿no servirá la “memoria histórica” al propósito de refundar el mito de una España superior a otra? Para todos nosotros, los hechos acaban por ser interpretaciones, y estas pueden hacerse bajo el peso de una fantasía halagüeña, una ficción que nos retrate como ángeles, y pinte como demonios a los que no piensan como nosotros. La Historia (la historiografía) es siempre una reconstrucción incompleta y problemática de lo que ya no es, y es un hecho que la memoria colectiva deforma el pasado. Omitimos por naturaleza lo que no nos conviene recordar y alimentamos fácilmente ambiciones ilegítimas y deseos destructivos de venganza a base de reproches.
Si nos acercamos demasiado al bosque, solo vemos árboles. La verdadera inteligencia requiere distancia, ascético control de las emociones, ese que nos permite “atinar a saber en qué punto el pasado debe olvidarse para que su peso no sepulte el presente, porque una paz verdadera es imposible sin el olvido”. También el perdón requiere del olvido. Por eso la frase esa de “perdono, pero no olvido” me resulta tan ladina. Al menos, para perdonar es necesaria la voluntad de olvidar el mal que nos causaron.
Puede que -como insinúa Trapiello- a veces sea preferible la paz a la verdad y que otras veces lo sea la justicia a la paz. Sin duda, discernir esto, resulta de lo más difícil.
Lady Barberina

En la pasada feria del libro fui incapaz de resistirme a la compra de algunos ejemplares de las primorosas ediciones preparadas por Treviana, ¡y eso que ya no tengo donde meter más libros!: un ejemplar de la Confesiones de San Agustín; una insólita obra de Jaime Balmes, Cartas a un escéptico en materia de religión; Lady Barberina de Henry James; y Obra suspendida de Evelyn Waugh. Libritos en pequeño formato negro con guardas rojas, impresos en Ulm, Alemania, con un papel que es una delicia para el tacto y un balduque también rojo para señalar… Los conseguí en un puesto callejero, a un precio irrisorio.
Acabo de terminar Lady Barberina (1884, 2009), una novelita que casi se lee de un tirón, perfectamente demodé, escrita para un público tan selecto como cursi, y con preocupaciones tan sofisticadas, nada vulgares, que hoy, en la “crisis de los todos”, seguramente ya ni existe, o se esconde en algún sótano o, mejor, en una buhardilla.
Su encanto es el de los mundos que se acaban, de los cuales aún podemos disfrutar por ese espectro gentil que dejan en la buena literatura, como sabemos de la identidad de la libélula por la nerviación y el tinte que mancha las celdas de sus alas. De aquellas refinadas formas solo nos quedan estos florilegios.
Hermano menor del también famoso psicólogo y filósofo pragmatista William James, el tema de esta obra de Henry fue lugar común en muchas otras: el contraste entre la psicología de la rancia aristocracia inglesa y la fresca ambición de la alta burguesía usamericana, ayuna de la pátina que va dejando en los cuadros el pasado. Dinero y dinámicos recursos, frente a los postines sagrados de la historia. Todo muy anglosajón y distinguido, como si los de abajo –trabajadores y criados- no existiesen, mientras los de arriba sostienen largas conversaciones y observaciones vertidas en un lenguaje tan elegante, que aún introduce galicismos como signo de finas maneras, importadas de los salones ilustrados de la douce France.
El narrador, consciente como el protagonista del misceláneo carácter de las motivaciones humanas, relata con irónica afectación de espectador desinteresado les rapports entre ciudadanos norteamericanos y nobles súbditos ingleses.
Uno se queda con las ganas de descubrir qué es lo que el doctor Jackson Lemon admira con tanto fervor en Lady Barb, la cual siempre permanece distante como una bella obra de arte en su vitrina anticacos. Hija de Lord Canterville, Jackson Lemon quiere a Lady Barberina para sí, como quien se empeña en adquirir la carísima propiedad de una obra de arte, y está dispuesto a pagar cualquier precio para conseguirla. Ni es un tonto ni es un cualquiera, sino un exitoso médico norteamericano que une a su talento profesional su condición de multimillonario.
Lady Barb es su hándicap o su capricho, la guinda del pastel de su biografía. La clave está en el mismo inicio de la obra, una escenografía de caballeros y damas rutilantes en Hyde Park, en el apogeo de la temporada alta: salud, belleza, vanidad, soberbia, riqueza, títulos, ociosidad, convenciones sociales y apaños…
Al final, Lady Barberina resulta un verdadero chasco, una barby sin sustancia, como una esfinge de cartón piedra o un artículo de lujo al que no es posible encontrar utilidad alguna, salvo quizá, la meramente reproductiva. Incapaz de cambiar o adaptarse a otro círculo social que no sea el de su clase, castiga con el látigo de su indiferencia y cierto silencio de superioridad a quienes verá siempre por debajo, adiestrada como está en la perfecta corrección de simulación y autocontrol, de las convenciones que le sirven de corsé (contra las que no obstante se rebelará su hermana Agatha). Pero Lady Barb pertenece por completo al nosotros de un clan, de un mundo congelado en ámbar y clausurado, y al que al fin regresa, incapaz de encontrar interés en el nuevo mundo, o sea, huida de las igualadoras, y a sus ojos escandalosamente vulgares, propuestas norteamericanas.
Es probable que Henry James haya puesto mucho en esta obrita de la fascinación ambigua que él mismo sintió por la Inglaterra victoriana, sus complejos modales y su rancia aristocracia, pues acabó tomando esa nacionalidad, cosa que nunca le perdonaron sus críticos más mordaces.
Espadas vorpalinas

A finales de los setenta me enamoré de los cuentos supercortos de Fredric Brown, ágiles y humorísticos, con finales sorprendentes, redondos y vitaminosos como una mandarina, pura acción, muy americanos. Le consideraba un autor de ciencia ficción.
Mire usted por donde, en el kiosco del hospital en el que yacía convaleciente mi padre, unos días antes del chupinazo de San Fermín, hallo una novela negra que consideran “la obra cumbre” del norteamericano. Tras haberla disfrutado, pensé que esto de “la obra cumbre” resulta un poco exagerado, un reclamo de la contraportada para animar su compra.
Sin duda, es un notable ejercicio literario, el que hizo Brown para la construcción de esta novela que podríamos llamar “negra” o “policíaca”. Aunque en su foto, el jefe de policía no sale precisamente favorecido. Me ha sorprendido el interesante retrato moral de sus principales personajes, sobre todo del protagonista: un solitario cincuentón, buena persona, propietario de un periódico provinciano que nunca da grandes noticias. Tiene mucho de antihéroe, en parte porque piensa que para hacerse famoso hay que ser un cabrón, y él prefiere llevar una vida sosegada y pasar por “pringao”. Se considera a sí mismo un “fracasado de primera”.
Apostaría a que ese personaje de Doc Stoeger tiene mucho de Fredric Brown. Siempre sucede, desde luego; el escritor no puede inventar sino sobre el tapiz recordado de lo vivido. F. Brown (Cincinati, 1906-1972) se ganó la vida como corrector de pruebas de imprenta, y seguro que fue una buena persona. Sin duda, también gran lector y bebedor empedernido, como Doc Stoeger, el cual se ve envuelto involuntariamente en una trama delirante de asesinatos y gansterismo.
La noche a través del espejo es el título que ha escogido para esta novela, su traductora, Susana Corral. Night of the Jabberwock (1950), en título original. Jabberwock es un personaje del más famoso disparate poético inventado por Lewis Carroll. No deja de ser paradójico que este género literario del absurdo o del sinsentido floreciera en la ordenadísima y puritana Inglaterra victoriana. Por algún sitio tenía que escapar el vapor de la caldera represiva... Edward Lear sirvió de antecedente a Carroll, sus Limeriks tienen, al decir de sus críticos, una gracia solo superada por el Jabberwocky de Carroll y su secuela, A la caza del snark. Estos desvaríos literarios fueron precursores de la posterior literatura del absurdo y de la subversión del lenguaje de Joyce, que tanto se aprecia hoy (académicamente). A Carroll le hubiera hecho mucha gracia que se le apuntase en los libros como precedente de cualquier género de subversión. ¿Cuál es la frontera entre subversión y perversión?
En español, y en esta misma línea creativa, hay que citar el genio memorable de Julio Cortázar, creador de cronopios y famas. Se levanta una realidad aparentemente objetiva aprovechando los valores acústicos de unos significantes tan anticonvencionales como sugestivos. Se provoca de paso un efecto perturbador mezclando afecciones contrarias: seriedad heroica con humor trivial, terror con ridículo. Palabras que no están en el diccionario suenan como palabras verdaderas, circulan como falsas monedas que pasan por auténticas, y ellas solas hacen surgir significados imaginarios en la mente del oyente, o del lector que escucha su original eco interno en un bosque de extrañas asociaciones.
Ni que decir tiene que la traducción aquí es –como diría Ortega- pura pretensión, pura utopía, un imposible a la vez que un desafío, que debemos emprender sabiendo de antemano que solo cabe un menor o mayor grado de acercamiento al efecto original, el cual siempre se nos escapará en lo traducido, aunque lo traducido puede provocar otros efectos distintos de los que provoca el original, puede que hasta mejores. La copia puede mejorar el original, cosa que sucede muy fácilmente con la tecnología actual.
“Galimatazo” es el título que pone a su versión Jaime de Ojeda, en su espléndida traducción de Alicia a través del espejo (Alianza). Lo justifica porque jabber significa en inglés hablar mucho y confusamente, farfullar. He aquí su primera estrofa:
Brillaba, brumeando negro, el sol
Agiliscosos giroscaban los limazones
Banerrando por los váparas lejanas;
Mimosos se fruncían los borogobios
Mientras el momio rantas murgiflaba.
Su original:
Twas brillig, and the slithy toves
Did gyre and gimble in the wabe:
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe.
Y la versión de Susana Carral para la cita de F. Brown en La noche a Través del Espejo:
Pentelleaba el sol y los escurrosos tovos
Jugoneaban aspeando la matambecida:
Amagados manerían los borogovos
Y las cerdidas rantas pantimecían.
El reverendo Dodgson (Lewis Carroll) reprodujo por primera vez en 1855 la primera parte del Jabberwocky. Según sus explicaciones, “los borogobios” pertenecen a una especie extinta de loro, desprovisto de alas, con pico torcido hacia arriba. Anidan al pie de los relojes de sol, se alimentan de ternera y hacen muecas de profundo malestar.
¿Son o no son de otro planeta? ¿A qué grupo social aludía esta caricatura en la imaginación portentosa de Carroll?
Contrastan, desde luego, con el rutinario realismo en que se desenvuelve la trama de la novela de Fredric Brown (Cincinati 1906-1972). Toda ella acción y burbon, copa tras copa (como en Bajo el volcán de Malcoln Lowry), como en las novelas negras de Dashiell Hammett. Pero no haré de spoiler (como llama ahora al que revienta un argumento), sólo añadiré que los relatos de Carroll y de Brown siempre acaban bien.
En ellos triunfa la inocencia, ¡como Dios manda!