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ENDIMIÓN

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John Keats nació sobre un establo del que su padre era encargado en el Londres de 1795. A pesar de este origen humilde, su progenitor le envió a estudiar a la escuela de Enfild a once millas de la ciudad del Támesis. Allí se apasionó por la lectura de los clásicos y se enamoró de la poesía de Spencer. Su padre murió poco después en un accidente y su madre de tuberculosis. Su tutor le puso de aprendiz de cirujano y Keats alternó su vocación poética con estudios de medicina.

En 1815 el poeta y periodista Leigh Hunt le introduce en los círculos literarios y conoce a figuras de relieve como Shelley, que le animan a escribir y publicar, pero su largo poema Endymion, que consta de cuatro libros en esforzados pentámetros yámbicos, no obtuvo el favor de los críticos que le atacaron con saña. Cuenta ahí el mito de la diosa Luna que desciende y abraza por las noches al hermoso Endimión. Se trata de una alegoría del tortuoso camino que debe seguir el alma del artista hasta alcanzar la belleza ideal.

Como buen romántico, Keats se enamoró apasionadamente de Fanny Brawne que le inspiró sus mejores odas con las que fue mereciendo el favor del público sensible. Enfermo también él de tuberculosis, viajó a Italia en busca de un clima más saludable, sin embargo, el 23 de febrero de 1821 moría en Roma sin haber cumplido los veintiséis. Sus restos yacen en el cementerio protestante de la Ciudad eterna.

La poesía de Keats es tan exquisita como melancólica. Las arenas movedizas de la vida le hacen buscar con ansia espacios de serenidad y quietud, que suele hallar en la belleza natural, pero por su carácter transitorio zozobra en el desaliento (despondence). Este culto a la belleza efímera y al sentido misterioso de la naturaleza viva, así como la melancólica constatación de la mutabilidad y fugacidad de todo, ejercerán influencia perdurable en la lírica posterior europea.

 Endimión ( Ἐνδυμíων) aparece en la mitología como pastor de Asia menor, más raramente como rey o cazador. Hoy un cráter lunar lleva su nombre. El joven era casado y nieto del dios Eolo. Se le consideró precursor de los juegos olímpicos. Era tan hermoso que la Luna (Selene) se enamoró de él y pidió a Zeus o a Hipnos (el Sueño) que le concediese vida eterna, que devino sueño eterno porque Selene le amó tanto que el propio Endimión tomó la decisión de vivir durmiendo, como privilegiado y descuidado lunático. Eso no impidió que Selene tuviese cincuenta hijas de Endimión. ¿Lo hacían en sueños? Joyamaban dormidos. Plinio el Viejo, no obstante, lo menciona como el primer humano que estudió los movimientos de la Luna. Selene se llamó por ello “el amor de Endimión”. Esto parece una racionalización o esfuerzo por explicar racionalmente el mito, su misterio.

He aquí algunos versos del Endymion de Keats traducidos desde el original inglés al español:

 Un poco de belleza es sempiterna alegría

Y su encanto crece cada día,

Jamás caerá en la nada; conservará

Todavía para nosotros un ameno lugar,

Un dormir pleno de sueños dulces,

Un saludable y plácido alentar.

Así, cada mañana trenzamos con la tierra,

En su unión, una florida guirnalda.

A pesar del desaliento y la inhumana penuria

De naturalezas nobles, de la diaria sordidez

De todos los morbosos y lóbregos caminos

Hechos para nuestra búsqueda; sí,

A pesar de todo, alguna forma de belleza

Del obscuro sudario nos libera,

De nuestros espíritus sombríos.

Tal el sol, la luna, los árboles antiguos

Y jóvenes, que extienden el don de su sombra

Sobre el rebaño sencillo; y así son los narcisos

Que medran en un mundo verde;

Y los claros arroyuelos que les ofrecen

Refugio refrescante en la estación calurosa;

Y el claro de helechos en mitad del bosque

Enriquecido y rociado con rosas caninas;

Y tal es también la grandeza de los destinos

Que imaginamos para los muertos poderosos;

Todos los cuentos y mitos oídos y leídos:

Fuente inagotable de inmortal bebida

Vertida sobre nosotros desde celestial orilla.

 

Los poemas de Keats se consagraron en ediciones de altos vuelos con estampaciones de oro sobre marroquín carísimo; su retrato, necesariamente juvenil, rodeado de nácar y rosetas de turquesas y perlas, un excelente presente, cadeau finísimo para damas románticas y dueñas elegantes de la aristocracia inglesa. Por estos ejemplares se puja alto en las mejores subastas del mundo.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

 

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18/03/2022 10:12 José Biedma López Enlace permanente. Poesía No hay comentarios. Comentar.

CLÁSICO Y BARROCO (E. D'ORS)

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“El gargallo garlante solía recordar además

 que enigma es el anagrama de imagen”

Julián Ríos. Poundemonium, 1986.

Eugenio D’Ors (1882-1954), original escritor, fue también un notabilísimo filósofo al que algunos desprecian por haber ostentado la Dirección General de Bellas Artes después de nuestra guerra incivil. Como dejó escrito Laín Entralgo, D’Ors difícilmente podía ser “el” intelectual de la España de Franco, y menos todavía “el” mandarín de la cultura retrógrada del nuevo régimen, “para ello le sobraban inteligencia a la europea, ironía expansiva y orsianismo doctrinario”. Por eso fue expulsado de la secretaría del Instituto de España que él mismo había inventado. Tras su nombramiento –tardío- como catedrático de Ciencia de la cultura, D’Ors, autor de La ben plantada (1911), se retiró a su Cataluña como quien cierra el círculo de su existencia, pues con el seudónimo de Xènius había sido también relevante en el noucentisme y la revigorización de la cultura catalana, después de Verdaguer y Maragall.

D’Ors nos dejó en herencia un anecdotario jugoso que supo elevar a categorías útiles para la comprensión de eso que Dilthey llamó Las ciencias del espíritu, para la comprensión de la religión, del arte, la filosofía, la cultura y el hombre, nuestra curiosa y singular especie, empeñada en ajardinar la naturaleza en cuadrantes de cultura e historia. Se atrevió D’Ors con la “filosofía pura”, indagando sobre los radicales de la vida y la realidad. En mi opinión, su libro El secreto de la Filosofía (1947) merecería mucha más atención académica de la que se le presta.

Respecto de la cultura, D’Ors diferenció dos modos cardinales de la actividad creadora humana, que con terminología gnóstica llamó eones: el eón de lo clásico y el eón de lo barroco. Aclaro que los gnósticos entendían por eón (de ηώς: aurora) cada una de las inteligencias eternas, de un sexo u otro o de ambos, que en conjunto integran la plenitud de la divinidad suprema de la que emanan. Evidentemente D’Ors resta alcance al concepto; más estéticos que metafísicos son sus “eones”. En el eón de lo clásico la invención se somete a norma y razón y toma el mundo como cosmos, es decir, como totalidad ordenada y sistema armónico. El eón barroco representa la anarquía, la pasión y el caos. Un ejemplo reciente es la “presunta novela” de Julián Ríos titulada Larva con su cola de Poundemonium. No se trata de una novela porque no es relato, sino explosión del relato que salta y revienta en una babel de interjecciones, asociaciones involuntarias y muñecas rusas que esconden juegos de palabras para filólogos, como original expresión del barroquismo en situación postmoderna.

“El corazón tiene razones que la razón no conoce”, escribió Pascal. “La razón tiene sentires que el corazón no palpita”, replica D’Ors. Frente a las raisons du coeur, las passions de la raison. El mismo Descartes tuvo que echar marcha atrás y renegar del estoicismo ortodoxo reconociendo en su Tratado de las pasiones del alma dedicado a la princesa Isabel de Bohemia que, una vez domesticadas, las pasiones son tanto más útiles cuanto más intensas y que de su juego depende la felicidad de la vida, más decisivamente que del espíritu de geometría.

Condicionados por la circunstancia y su situación en el mundo, pero movidos por su libertad, los hombres (mujeres y varones) van creando su multiforme obra en esa aventura en el tiempo a que llamamos historia: leyes, instituciones, edificios, teoremas, sinfonías…, pero también insidias, prisiones, artefactos de tortura, guerras, revoluciones, tiranías…, esa cambiante multiformidad puede ser mentalmente ordenada según la mayor o menor prevalencia que en la forma y sentido de cada obra alcance uno u otro de los dos “eones”: el de lo clásico y el de lo barroco. Este esquema –comenta Laín Entralgo en Más de cien españoles, 1981- es insuficiente para construir una teoría de la historia y de la cultura, pero enriquece el acervo categorial del intérprete, pues ya sabemos que ni los conceptos sin intuiciones ni las intuiciones (sensibles) sin conceptos proporcionan verdadero conocimiento.

El modelo de lo clásico ha sido dilucidado magistralmente por el filósofo alemán Gadamer (1900-2002). Se trata de un concepto normativo que merece estatuto en las ciencias del espíritu. Hegel había concebido lo clásico como un concepto estilístico y descriptivo, el de una armonía relativamente efímera de mesura y plenitud, que media entre la rigidez arcaica y la disolución barroca. Para Gadamer (1900-2002), lo clásico es verdadera categoría histórica pues designa un modo característico de ser de la cultura humana en el tiempo: la realización de una conservación que, en una confirmación constantemente renovada, hace posible la existencia de algo que es verdad.

La validez de lo clásico tiene para mentes de distintas épocas un valor vinculante. Lo clásico se destaca a diferencia de los tiempos cambiantes y los gustos efímeros como una conciencia de lo permanente e imperecedero. Por eso lo clásico es una especie de presente intemporal que consuela con su conservación del valor en medio de la incesante ruina del tiempo. Lo clásico se conserva porque se significa e interpreta a sí mismo y resulta tan elocuente que dice algo a cada presente.

En la comprensión de lo clásico hay siempre algo más que la reconstrucción histórica del mundo pasado al que perteneció la obra. Nuestra comprensión contiene siempre al mismo tiempo la conciencia de la propia pertenencia a ese mundo, como si reviviéramos vidas pasadas. Y con esto se corresponde también la pertenencia de la obra a nuestro propio mundo. Esto es lo que lamentablemente desconoce –o no quiere ver- la crítica historicista que reduce las producciones artísticas a ideologías temporales, sin esperar en la pervivencia ilimitada de lo clásico. En la tradición clásica, el pasado y el presente se hallan en continua mediación (Gadamer, Verdad y método, 1975).

El tiempo, testigo insobornable, pone a cada uno en su sitio. A Eugenio D’Ors en el papel de clásico del pensamiento español y catalán, altura que le corresponde por derecho propio.

Del autor:

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25/03/2022 19:55 José Biedma López Enlace permanente. Filosofía general No hay comentarios. Comentar.


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