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EL CHICO SIN COLOR DE MURAKAMI

A veces la desgracia se nutre de malentendidos. Tsukuro Tazaki, el chico sin color de H. Murakami, fue apartado de su grupo de amigos y no supo por qué. La angustia de ignorar el motivo de que le despreciasen así y una terrible sensación de abandono le transformaron.
Los años de peregrinación del chico sin color -Tusquets, Barcelona 2013-, me ha parecido lo mejor de cuanto he leído del cosmopolita japonés. Su novela más acabada. Y sin embargo todo en ella parece quedar como en suspenso, como una hoja caída bailando en el aire, sobre todo la soledad melancólica pero esperanzada del personaje principal. Al fondo, como en otros relatos del aspirante al Nobel, una hermosa pianista malograda, con alto cuello de garza -que con saetas de amor fiere cuando los sus ojos alza..., como la doña Endrina del Arcipreste.
La obra contiene finos análisis de sentimientos corrientes y desgraciados, como los celos, «la prisión más desesperanzadora del mundo. Porque es una prisión en la que el preso se confina a sí mismo». Pero el tema central de la novela es la amistad, su encanto, la burbuja de seguridad que crea a su alrededor, su necesidad, su pérdida, su nostalgia, sus inconscientes y vergonzantes fondos. Los personajes refieren sus razones al protagonista en un hermoso lenguaje universitario, mas sin innecesarias pedanterías, mientras suena, como en un sueño, con carga erótica, «Le mal du pays» de Franz Liszt.
Aunque no se trata de una novela filosófica, uno puede hallar aquí interesantes disquisiciones sobre el valor vital de la lógica. Haida, el compañero de natación del chico sin color, afirma: «cuando se avanza en un razonamiento, las hipótesis se vuelven cada vez más frágiles y, por lo tanto, las conclusiones a las que se llega son poco fiables»
Como en un ciprés, cuya línea principal conduce a una cima en crecimiento, de abajo arriba, el hilo narrativo posee también alguna rama horizontal sin concluir, que no llega a darle deformidad al «enhiesto surtidor de sombra y sueño» de don Dámaso, parece más bien un borrador de futuras narraciones, o un enigma que se ofrece a la imaginación del lector y para cuya solución se sugieren distintas posibilidades. Tal es el caso del misterioso pianista de jazz, Midorikawa, quien explica que «cada ser humano tiene su propio color, que siempre lo acompaña en forma de un halo alrededor de su cuerpo. Como un aura», y que él tiene el «superpoder» de ver esos colores. Su lección final: «utiliza el hilo de la lógica para coser a tu cuerpo, lo mejor que puedas, aquello que merece la pena vivir».
Murakami raramente usa metáforas y apenas recurre a comparaciones. Cuando estas aparecen suelen ser muy originales:
«Vivimos en una época de apatía generalizada. Tenemos al alcance muchísima información sobre los demás. Si uno se lo propone, puede obtenerla con facilidad. Sin embargo, realmente no sabemos nada de nadie».
Lo que al fin comprende Tsukuro en una remota casa de campo, a la orilla de un lago finlandés, cerca de la casa natal de Sibelius, es que «los corazones humanos no se unen solo mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida. Dolor con dolor. Fragilidad con fragilidad.»
Espero de una novela que los tiempos muertos y los actos infructuosos sean sustituidos por episodios emocionantes y significativos. El detalle más cotidiano y sencillo, como el sonido que hace una taza de café de porcelana al caer sobre el platillo, puede ser muy significativo pues delata el estado de ánimo del que la usa. El relato de Murakami cuida con virtuosismo preciosista y muy oriental esos detalles.
Para lectores a los que les guste leer despacio, conscientes de cada palabra que descifren. Sin aspiraciones de descubrir otros mundos, sino más bien con amplia aceptación de este, ya de por sí bastante inquietante y misterioso, bello y melancólico.
Ya es mucho aspirar al Nobel.
El don Juan de Balzac

El don Juan Belvidero de Balzac se divierte en un palacio de Ferrara con el príncipe d’Este y siete cortesanas graciosísimas. Su padre, un poderoso comerciante orientalista, le ha malcriado a conciencia y yace agónico. En su lecho de muerte, Bartolomeo Belvidero, propietario de un elixir de la vida eterna, pide a su hijo que frote con él su cadaver una vez fallecido, pero don Juan, tras probar con un ojo para reventárselo enseguida, se niega a resucitar al anciano, conservando el elixir para sí.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanza joven a despreciar el mundo y a manejarlo, para su placer, a su antojo. Su felicidad no es la del burgués, sino la del noble libertino que se apodera de la existencia, como un mono de una nuez, para quitarle rápido los vulgares envoltorios y disfrutar su pulpa.
No se dedica a ningún tipo de liderazgo político o ideológico, convencido de que las almas pequeñas difícilmente creen en las grandes, y de que es difícil cambiar el porvenir con la calderilla de nuestras ideas pasajeras.
Así que, en lugar de andar con la cabeza en las nubes, se tiende, entre galopada y duelo, para secar a besos el labio fresco, tierno, húmedo y perfumado de las mujeres. Como la muerte, don Juan lo devora todo sin perdón y su tránsito deja huellas funestas. «Yo a los palacios subí, a las cabañas bajé, y en todas partes dejé memoria amarga de mí» -según los versos de Zorrilla.
Pero el don Juan de Balzac no conoce más sino el amor que el escritor francés llama «oriental», de fáciles y largos placeres. Ama a las mujer en las mujeres, al contrario que el marido fiel, que ama a las mujeres en la mujer. Y por eso se entrega a la más profunda seducción de la ironía. Cuando sus queridas suben al cielo en el éxtasis del lecho, él las sigue grave, expansivo, «tan sincero como un estudiante alemán»; pero dice ‘yo’, cuando su amante ebria y delirante exclama ‘nosotros’.
Es un ególatra impenitente. Pero Balzac halla algo de satírico en su sencillez y algo de jovial en sus lágrimas, porque sabe llorar como esas mujeres que le sacan cuantos caprichos conciben a sus maridos. Para don Juan, el universo es él mismo. Amarra su barca a cualquier orilla, pero, dejándose conducir, sólo llega a donde quiere.
Su conversación con el papa Julio II no tiene desperdicio. Moviéndose entre almas católicas como un tiburón alrededor de un banco de sardinas, cuanto más vive, más duda, pues observa que las personas de verdad buenas, delicadas, generosas, justas, prudentes y valerosas, apenas obtienen consideración en nuestra sociedad, y que por nadie somos tan tiernamente amados como por las mujeres en quienes pensamos poco. Por eso, y por puro cálculo egoísta, cuando envejece marcha a Andalucía donde se casa con una Inés educada en colegio de monjas, virgen y supervirtuosa, que le dará un hijo, Philippe Belvidero, tan virtuoso como la madre, «español tan conscientemente religioso como impío era su padre; en virtud quizás del adagio: a padre avaro, hijo pródigo».
El final resulta tan fantástico como siniestro, extrambótico..., diabólico; «gore», según diríamos hoy.
Bibliogafía
Honoré de Balzac. Cuentos filosóficos. «El elixir de larga vida». Ed. corregida y actualizada por Belén Saborido Palomo, 2012. Ediciones de la isla de Siltolá, Sevilla.
AVENTURA INACABADA

Evelyn Waugh es conocido popularmente como autor de la novela que dio pie a la famosa serie Retorno a Brideshead, que su novela Obra suspendida prefigura. Nació en Londres en 1903 y murió en Somerset en 1966. Fue corresponsal de guerra y se casó dos veces. De su primera mujer –también de nombre Evelyn- se divorció en 1930, el mismo año que se convirtió al catolicismo. Con su segunda mujer, Laura Herbert, tuvo cuatro hijos. Al varón, nacido en 1950, le pusieron Septimus.
De espíritu aventurero, viajó por todo el mundo. Durante la segunda guerra mundial estuvo destinado en Yugoslavia. Su prosa, estilizada y mordaz, juega con una sensibilidad muy particular bajo la capa del humor negro. Retrata a la clase dominante británica, y sus semblanzas, a pesar de su ironía crítica, resultan fascinantes. Reticente con la modernidad, Evelyn Waugh puede ser por ello considerado un referente de la postmodernidad.
Obra suspendida fue escrita en 1939 con un epílogo de 1941, y su traducción fue publicada por Treviana en 2009. Inacabada, ha sido considerada, no obstante, su obra más enigmática. Waugh pensaba que sus dos capítulos conformaban sus mejores páginas. Ignacio Peyró dice que quintaesencian su narrativa: finura satírica, humorismo, soltura, intensidad emocional, rumor de una solemnidad de fondo, destilada belleza de mundos que concluyen...
La inconclusión de la novela tiene un sentido trascendente. Explica su autor en el epílogo:
Nuestra historia, como mi novela, quedó inconclusa, un montón de cuartillas olvidadas en el fondo de un cajón…
¿No son, cualquiera de nuestras vidas, historias inconclusas, relatos sin terminar? Puede que en esta apertura de la biografía moral hallemos –como Kant- razones para la esperanza, como un glorioso fin para una danza, un objetivo trascendente al que apunta la razón universal. Nuestras vidas no serían entonces las estelas en el mar machadianas, sino flechas lanzadas más allá de las nubes, hacia un destino que desconocemos o que solo alcanzamos a vislumbrar.
Describiendo a su padre, pintor extemporáneo, artesano de la copia, el protagonista nos habla del valor defensivo de lo que la gente llama «la frontera de la locura». En la novela no falta un sujeto en el límite abismal de esa frontera delirante: Atwater, el joven conductor que atropella al padre del protagonista y que luego, a pesar de ello, le pide ayuda con una lógica lunática. Acabará prosperando gracias al conflicto bélico. A fin de cuentas, ¿no es la guerra una locura colectiva?
Es paradójico que un escritor exprese amargura y desconfianza hacia el lenguaje, el medio en el que medra y existe. Waugh afirma que ningún provecho aporta depender de la expresión verbal, pues al final nada queda. Cuando se vuelca, no es menos agudo el sufrimiento, y sí más duradero. También sorprende que un converso católico refiera –aun irónicamente- a la posible relación entre masoquismo y virginidad… Todas estas contradicciones dan a su obra un sentido bizarro.
El núcleo de la narración es una platónica relación amorosa entre un escritor maduro y una mujer casada con su mejor amigo, una relación que cristaliza en una amistad con fecha de caducidad. Así describe el protagonista la belleza de su amada:
Este tipo de belleza no dependía de una luz adecuada, ni de un peinado acertado, ni de las ocho horas de sueño profundo, sino de un secreto interior.
Ese secreto puede ser una emoción o un sentimiento que la amada atesora de otro. Un efecto del que no somos causa. En el caso concreto que señala el autor, los celos del marido.
Algunas de las afirmaciones de Waugh resultarían hoy políticamente incorrectas, porque el relativismo antropológico se ha convertido en dogma de fe progresista –valga la contradicción-. Así, señala que «el hombre civilizado» no conoce esas rápidas inflexiones de alegría y tristeza que sufren los salvajes. En 1939 era posible escribir esto sin que a uno le tildasen de etnocéntrico o imperialista.
Propuesta romántica vs. desublimación indecente

A la luz crepuscular de la música de Rachmaninoff
La penúltima reacción contra los excesos racionalistas de la modernidad fue el romanticismo. Aunque el empuje de aquella tormenta también estuvo transido del pretencioso egotismo del “yo pienso”, que aspira a reducir el ser a su representación subjetiva, sus manifestaciones más ricas y tardías, Nietzsche o Rachmaninoff, expresan, por un lado, la belleza de mundos aristocráticos que se agotan y, por otro, valores clásicos y, por tanto, perennes y restaurables.
Conmovedoras melodías, verbigracia, aportan su sentido principal a la música romántica. Esas “historias” sentimentales, inefables pero comunicadas, serán explotadas luego, sin refinamiento ni virtuosismo, por las baladas comerciales, o se disiparán, machacadas por las aventuras matemáticas, el énfasis rítmico, o la búsqueda de novedades cromáticas de la horrísona música à la page, tan pedante y vacía como un poliedro de hielo vestido de chaqué.
Con Rachmaninoff, la crítica se equivocó al reprocharle su “retraso” estético o técnico; ¡como si el arte fuera una especie de competición de innovaciones y/o extravagancias! El buen arte no tiene por qué darse prisa, pues apunta a lo eterno. Artistas como Mendelssohn o Rachmaninoff se hubieran podido solidarizar hoy con la estadounidense “Fundación por un largo ahora” (Long Now Foundation) o con la austriaca Sociedad por la Desaceleración del Tiempo o, en general, con el Movimiento Slow que desafía el culto a la velocidad, ese que ha convertido a la Fórmula Uno en un paradigma de los tiempos que corren y a la culinaria en el arte ejemplar, productor de innovaciones tan efímeras y etéreas como devorables.
Con Rachmaninoff, como con la película Doctor Zhivago, la crítica se equivocó y el público acertó. El tiempo es un testigo insobornable, y los conciertos del ruso son interpretados, grabados y aplaudidos globalmente.
Restaurar cierto romanticismo en educación puede que no nos libre de la crisis de ideales e ilusiones creadoras que padecemos, ni nos salve del tráfico de armas, el desequilibrio internacional o el cambio climático. Pero puede servir como paliativo fuerte contra el desinterés, como terapia contra la depresión y la apatía, que tan fácilmente aqueja a nuestros jóvenes. No porque la elevación romántica permita eliminar sus causas, sino porque puede contribuir a paliar o transformar creativamente sus efectos mediante la sublimación.
Marcuse habló de la desublimación represiva que imponen las sociedades consumistas a sus “hombres y mujeres unilaterales”, a fin de convertir y resolver pronto todo deseo en acción consumidora. Los deseos rinden, pero no crecen ni se enriquecen imaginativamente, en una sociedad mediática que los crea industrialmente a la vez que los satisface masivamente. Parodiando el título de la comedia...
“Por qué llamarle amor (sublimación inmaterial) si su génesis material está en el sexo (materia consumible)”.
Ni se compra ni se vende el cariño verdadero, pero el sexo sí. De ahí que acabe imponiéndose la instrucción sexual, en lugar de la sublimación sentimental. Culturalmente, sin embargo, lo importante no es el sexo, que practican mejor las ratas (y con probada eficacia reproductiva, por cierto), sino lo que hacemos sublimando el sexo, en su simbólica ideal y civilizatoria. Lo eterno es su soneto de amor, las médulas que gloriosamente ardieron en él, son esas las que tendrán sentido, las del polvo enamorado, y no las del polvo real que echase Quevedo, si es el que el pobre lo echó: "Polvo eres...".
Todo esto lo he pensado después de que se me saltasen las lágrimas con dos de los temas melódicos del Segundo Concierto para Piano de Rachmaninoff (1901), que sigue siendo su obra más popular, y que no oía desde hace años, antes de una larga convalescencia que me ha tenido alejado de las órficas sublimidades de la buena música, divino lenguaje. El autor lo compuso tras una grave depresión que le tuvo inactivo. Es un maravilloso ejercicio de sublimación que toca y deshace las defensas de cualquier corazón sensible. Sublimar la tristeza o la melancolía, la frustración, el dolor o la soledad, es uno de los caminos más nobles para superar sus consecuencias paralizantes o funestas.