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PERSIANAS

“Contra las fronteras,
la patria inexpugnable de la conciencia y de la fantasía”
Fernando Parra Nogueras
Escriben Literatura los descontentos, los disconformes, los rebeldes, los soñadores, los reflexivos, los solitarios, los raros… “En principio fue el Ensueño” –proclamaba don Wenceslao-. Es así porque escribieron al ser condenados al ostracismo, encerrados en prisión o enviados al exilio: como Séneca, como Boecio, como Maquiavelo, como Wilde, o porque no tienen bastante con la realidad, o porque no les gusta e inventan entonces otra más amable y personal, lejana, sórdida o sublime, tal vez inalcanzable. Y a esa realidad que no les complace la representan como en un salón de espejos de feria, deforme, exagerada en flaco o en gordo, revelando tal vez sus defectos escondidos o sus excelencias épicas, y desde tres posiciones posibles: cólera y violencia; tristeza, nostalgia y llanto; o, tercera postura, más madura y saludable actitud: la burla y el humor que provocan risa o, al menos, tierna sonrisa, haciendo gracia.
En cualquier ficción hallaremos las tres orientaciones, si bien dominará una sobre otra: la tragedia o el poema de desamor nos hacen llorar, la novela social o el planfleto nos irritan y animan a la reforma o a la revolución; por su parte, el escritor humorista retoca lo vivido o lo fantaseado con el pincel de la comprensión, de la gracia y la ternura. Don Wenceslado, inmortal gallego animador de fragas, lamentaba que en la literatura española cundiese más bien el malhumorismo que el humorismo, y eso a pesar de que su gran obra cosmopolita, el Quijote, luciera buen humor, pues las ridiculeces del antihéroe llaman a comprensión y compasión.
Fernando Parra Nogueras reinvindica con gracia y humor, sine ira, su condición de charnego de segunda generación, de mestizo cultural, en su espléndida novela de formación: Persianas. Hay en ella la suave melancolía de una juventud feliz pero ya claudicada, en la periferia de la periferia de un arrabal industrial de Tarragona; la angustia de una identidad mixta, plural, de andaluz en Cataluña y de “catalanito que habla fino” en el pueblo natal de sus padres: Chilluévar (Jaén).
A la novela no le falta de nada: ni la crónica de una infancia en el arrabal, “cuando la inocencia nos democratiza y nos hace iguales, lejos todavía de los muros artificiales, las banderas nacionales, las lenguas usadas como guetos de exclusión y las fronteras que los adultos se empeñan en levantar”. No falta tampoco en el relato el suspense del “thriller”, ni el encanto del amor fino, cortés, ni el eco del trueno despiadado del terrorismo de ETA en los años ochenta, ni la noble perplejidad del que constata que después de la masacre de Hipercor en Barcelona cuarenta mil catalanes voten a Herri Batasuna. Ni tan siquiera le falta un fantasma al cuento: el de Severiano Cano el gitano, personaje entrañable entre manes y penates telúricos.
Antonio Carvajal recomendaba con razón la obra de Fernando Parra: “Prosista culto y elegante, sabio y ponderado crítico, poeta inédito”. Se le olvidó al laureado poeta contarnos que Fernando es también profesor, prologuista y periodista literario, de esos, escasos, que hacen de aristócrata en la plazuela de un Diario, como Ortega o d’Ors. Que es poeta se nota también en Persianas:
“El despertar de Chilluévar es vocinglero; la gente se da los buenos días como si no hubiera un mañana, con aquella franca jovialidad que se derrama impetuosa de sus voces y que invita a beberse la jornada, confortados por aquel primer sorbo tempranero de vida torrencial. Pero ya antes la orquesta de las persianas ha tocado la obertura de la ópera matutina… La noche parece plegarse en cada uno de estos rollos; cada vecino almacena en ellos un trocito de cielo nocturno y es así como lo hacen amanecer” (cap. 14).
“La Naturaleza no se resguarda con celo tras una persiana ni esconde más secreto que el de su propio milagro; comparte su prodigio con los hombres en la casa del mundo y su persiana es la apoteosis de la aurora”.
A pesar de su bien provista mochila de filólogo y lector empedernido de los clásicos (los que deja vivos el insobornable “ballestero del tiempo”), no escribe Fernando para la Academia, sino para el pueblo, para la tierra o para el arrabal convertido en pueblo. Por eso cuenta mucho en pocas páginas. Combina el relato con un ingenioso epistolario, hilvanados con tino en unidad ambos géneros. Dialoga así y pide consejo para sus tribulaciones de adolescente a sus ídolos infantiles: Jessica Fletcher, el Baracus del Equipo A, la Daphne del Scooby, Chanquete el del acordeón, el extraterrestre E.T. o el inspector Macgyver… Pero no deja de ser novela, espejo de realidad vivida.
Aprecia Fernando la lengua catalana, “que se hizo para la poesía”, “que no se hizo para el insulto ni para esa contundencia autoritaria que tienen algunas consonantes del castellano”, y elogia a los grandes dobladores de la escuela catalana como Constantino Romero, pero denuncia ya, sin envidia ni resentimiento, a esas Aurelias que cifran la virtud de un hombre en el idioma que habla, el pedigrí de su sangre y en el tonto amor a un trapo que llaman bandera, ese oficialismo marginador que usa el idioma como un gueto excluyente y que, en aquellos años ochenta, todavía no había puesto sus cartas bocarriba:
“El charnego levantaba así Cataluña con su trabajo sin saber que algún día habría de ser excluido de un proyecto de convivencia que consideraba común”.
Se alude con delicadeza a la suerte de la madre del protagonista Rodrigo:
“Lejos de su familia y con mi padre sobreexplotado en los turnos de la fábrica, la niña embarazada debió sentirse muy sola en aquel piso donde la vista hallaba solo una maraña informe de cables, antenas y cemento, en lugar del infinito campo esmeraldino de los olivares”.
Nunca había oído esta comparación del olivar a los “campos” íntimos de la joya verde. Algunos juegos de lenguaje son tan divertidos como originales. Pondré un ejemplo: “una gallina cococomenta con las cococomadres algún cococotilleo de la granja”. No me extraña que Fernando Parra haya sido finalista del prestigioso premio Azorín y de unos cuantos más certámenes de periodismo literario, ¡y ya promete segunda novela! Esperemos que su suerte no sea la del albatros de Baudelaire, ese que descansa en la cubierta del barco estabulario, humillado por los marineros supremacistas, “lejos de su natural patria cenital”, que es sin duda el cosmos entero de la letra universalizable.
La obra crítica de Fernando Parra puede seguirse en su blog, que lleva por título el primer verso de una memorable cuarteta de Juan de la Cruz: http://cesotodoydejemefb.blogspot.com/, dejando mi cuidado/ entre las azucenas olvidado, según describió el santo su envanecimiento místico.
Allí en la luz de su blog también se transforma con su encantadora señora, Beatriz Pastor Becerra (“su chica”, como dicen los cursis hoy) en la romántica y trágica pareja de Píramo y Tisbe, cantada por Ovidio, y que inspiró el Romeo y Julieta del gran dramaturgo inglés, la historia de Basilio y Quiteria de la segunda parte del Quijote y un largo romance de Góngora. En ese blog encontrará el lector curioso otros análisis de Persianas, pero también agudas reflexiones sobre nuestro lenguaje, y ecuánimes críticas de obras ajenas.
Oportunísima novela. No cierro su persiana de estilo alicantino, amarilla o verde, tan parecida a la franqueza bondadosa y a la parsimonia artesana de su dueño.
EL VIOLÍN DE EINSTEIN

(Sobre el libro de Martín Ruiz Calvente: A más Ciencia, más Filosofía, Jaén 2019)
Sócrates acaba de salvar su pellejo de hoplita en la batalla de Potidea (432 A. C.) y vuelve con todos los honores a Atenas, y con ganas de filosofar, esto es, de intercambiar razones sobre lo bueno y lo bello, a ser posible con el más guapo por fuera y por dentro, parece ser que la palma en kalokagathía (belleza y bondad) le corresponde al agraciado Cármides, hijo de Glaucón, quien fue tío por parte de madre de Platón, que es el que escribe el diálogo muchos años después de la batalla, diálogo de juventud en que cuenta esto y que lleva por nombre: Cármides.
En un gimnasio se preguntan los tertulianos por lo que hace honradas a las personas, por la excelencia típicamente socrática, la virtud que llama el tábano de Atenas sophrosýne: sensatez, cordura o templanza. Discuten amigablemente, con sensato sosiego y tranquilidad, si la sensatez es un tipo de saber y en qué consistiría. Parece que la sensatez ensimisma y hasta hace más tímido al sensato, se determina al fin como ese conocimiento que exige el mandamiento apolíneo: “conócete a ti mismo”, pues es sensato quien conoce sus límites. Surge así en la historia de la filosofía occidental, nada más y nada menos que el problema de la conciencia reflexiva, ética, que se pregunta por el bien común, más allá del interés particular en que se centra toda la intención del idiota (etimológicamente “idiotez” significa en griego clásico precisamente eso: la incapacidad para pensar el bien común, el interés civil general).
Todos los demás saberes lo son de algo. Sabe el zapatero hacer zapatos, el médico de enfermedades y remedios, el matemático de números... Pero es evidente que el conocimiento no sólo es razón y discurso, sino también poder. El médico engañado por su mujer puede usar sus conocimientos para envenenar a los adúlteros amantes, y el matemático emplear su ingenio calculando qué cantidad de combustible debe tener una bomba para matar a más gente. No olvidemos nunca que el país con más recursos tecno-científicos en la cuarta década del siglo XX fue precisamente la Alemania de Hitler, muchos de sus sabios repatriados a prisa norteamericanos huyendo de la persecución de su etnia judía.
Nace con ello la Ciencia del bien y del mal, la Ética, que, como el mismo Sócrates inventado por Platón nos hace ver en el Cármides, es la ciencia más difícil y la más problemática, repleta como está de dilemas y aporías, un saber in fieri, como escribe Martín Ruiz Calvente, en desarrollo incesante. Su principal cuestión moral es: qué debemos hacer con el saber, porque es evidente que la tecno-ciencia pone los medios, cada vez más potentes y sofisticados, pero no los fines, y la tecnología se puede usar lo mismo para un roto que para un cosido, para asesinar que para sanar, para liberar que para alienar, para humanizar que para cosificar. A este respecto, uno recuerda la definición kantiana de la filosofía como relación de todos los saberes a los fines esenciales de la razón humana. Y esos fines no pueden salir de otro sitio sino de la concepción humanista que prima salud (física y mental), libertad y dignidad de las personas. De la cultura artística y literaria, de los relatos edificantes, mayormente, en los que se forma el carácter de las personas.
He vuelto al Cármides urgido por la lectura de A más ciencia, más filosofía, el libro de mi compañero de la Quinta del Mochuelo Martín Ruiz Calvente, Jaén 2019. Bien fundada y documentada obra que plantea, desde una óptica no positivista ni reduccionista, contraria al cientifismo, la histórica cuestión del conflicto y la colaboración entre saberes y facultades. Hoy sabemos que los progresos científicos dependen de la economía y de decisiones políticas. Por desgracia, han sido los apremios de las guerras los que han impulsado muchas veces las innovaciones técnicas. Así nació el telescopio para ver al enemigo antes de que el adversario nos viera, o la geometría renacentista para medir las órbitas de los proyectiles, a fin de hacerlos más destructivos. Así nació la Internet (Wold Wide Wet, Magna Malla Mundial), como Red civil de comunicación global, de la telemática militar Arpanet.
Para comprender la historia de la ciencia es indispensable contar con su contexto epocal, político y social. (Esta era la orientación de aquella asignatura: CTS, Ciencia, Tecnología y Sociedad, que se impartió durante uno de los sucesivos e inestables planes diseñados por nuestros políticos, planes que duran lo mismo que sus inestables mayorías, incapaces como son de llegar a consensos sensatos, pero bien capaces de volver locos a profesores y alumnos). Y es evidente que cada innovación técnica plantea problemas filosóficos relativos a su uso y a las consecuencias de sus usos. El libro de Martín contiene precisos datos sobre las innovaciones técnicas y sus aplicaciones, desde la humilde cremallera o el bolígrafo, hasta la biotecnología, la epigenética, la domótica y las Tics.
Comte creyó que el Mito fue superado definitivamente por la Filosofía, igual que ésta ha sido trascendida por la Ciencia. Exageraba o se equivocaba. La tecno-ciencia por sí misma es ciega respecto a la cuestión del origen y de la finalidad, del bien y del mal. El mito la acompaña y ella misma suscita mitos. Y el mito edificante, la alegoría, la fábula, son valiosos instrumentos didácticos y hasta propedéuticos y heurísticos. Toda ciencia supone una apuesta metafísica por la Verdad, por la Razón y la Experiencia sensible, a favor de la duda metódica y la objetividad intersubjetiva, una lógica y una epistemología, y hasta una ética que incluye la modestia como virtud. Así pues, la Filosofía y su apuesta por la razón (su vigilia y su sueño), no sólo está antes de las tecno-ciencias, sino también durante y después de ellas, como señala el libro de Martín. Las tecno-ciencias pueden y deben ser evaluadas, sobre todo en su uso y por sus consecuencias. No es reaccionario volver al botijo si es menos venenoso y contaminante que la botella de plástico.
Por otra parte, ya se ha visto que la interdisciplinariedad es fértil, como el mestizaje, que ideas surgidas en un campo de investigación pueden resultar útiles en otro. La misma idea de Consiliencia, de colaboración entre saberes y facultades, en lugar de enfrentamiento, como enseña el libro de Martín, procede de un biólogo especialista en hormigas: E. Wilson. Y hemos de apostar por un currículum educativo flexible y por la consiliencia entre artes, humanidades y ciencias, aún las llamadas "duras". Es absurdo que un literato desprecie el cálculo o que un físico no pueda disfrutar de las satisfacciones, consuelos y revelaciones que proporciona el arte.
El libro de Martín contiene una relación exhaustiva de instituciones mundiales dedicadas a la investigación y el avance de las ciencias, muchos de sus enlaces telemáticos, así como una crítica de aquellas que las parasitan burocráticamente (no se puede confundir el Estado del bienestar con el bienestar del Estado y el engorde mastodóntico y sectario o nepotista de sus instituciones); valiosos testimonios de grandes personalidades de la ciencia: Cajal, Einstein o Severo Ochoa; a la par que pruebas de su modesta y entregada faena como profesor de secundaria y periodista de ideas en el Diario Jaén; útiles sugerencias para plantear la enseñanza de la Filosofía en discusión fecunda e inagotable con la Tecno-ciencia más actual, que más decisivamente incluso que en otras épocas determina nuestras actitudes, nuestras prácticas y nuestras concepciones del mundo, pues hasta para la conservación, restauración o explotación sostenible de la naturaleza, loables fines éticos, es ya imprescindible el concurso de las técnicas.